martes, 11 de marzo de 2008

Juan Ceacero

ENTREVISTA: JUAN CEACERO
Por Alejandro Cabranes Rubio
Juan Ceacero (27/08/1983) es un actor licenciado en la RESAD, donde la temporada pasada desempeñó un pequeño papel a las órdenes de Guillermo de las Heras. Visto fugazmente en series como Amar en tiempos revueltos, Con dos tacones y Arrayán; Ceacero ahora disfruta del estreno de Chéjov en el jardín en la Sala Pequeña del Teatro Español y en la que comparte protagonismo con el resto del elenco. Así mismo afronta, de manera confesada, su primera entrevista individualizada (aprovecho estas líneas para disculparme ante Concha Barral por hacerla sin su mediación, aunque tuviese lugar en el propio edificio) para evocar sus inicios en el mundo de la interpretación.

Juan Ceacero: Llegué a Madrid en 2001. Tenía 18 años recién cumplidos. Acababa de terminar segundo de bachillerato. Me matriculé en ciencias de la información además de la RESAD. Yo pensaba que no iba a entrar jamás en la escuela porque veía la cosa muy complicada. Mi hermano lo había intentado tres veces: empezó haciendo interpretación y ahora ejerce de guionista. Siempre tuvo esa espinita clavada. No pensábamos que yo podía entrar. Recuerdo que la primera prueba fue el día 10 de septiembre. El 11 fue el atentado contra las torres gemelas. Entré en la RESAD después de hacer una prueba amateur. Yo había hecho teatro en el instituto. Mi acercamiento del teatro fue en Madrid. Había hecho algo, pero no había tenido muchas oportunidades de verlo. Sí venía con una cultura cinematográfica más fuerte. Me interesaba por películas más subgeneris y por actores concretos. No me configuré como actor hasta que terminé la escuela. Mi paso por ello fue un poco distinto al de la gente que entra más ilusionada y termina más desilusionada: me ocurrió, puesto que entré con ilusión, pero me sorprendió lo que allí se enseñaba. Venía de estudiar letras y la literatura para mi era algo muy familiar, pero no el teatro hecho cuerpo con ese universo físico, casi gimnástico, con acrobacias, danza, esgrima… Era una cosa nueva. Entré allí y terminé metiéndome en otros derroteros. Estudié teatro textual y luego me interesé por el teatro más físico. Salí con más ilusión. Yo tenía “cosas que funcionan” (por llamarlas de algún modo y relacionadas con la comedia) y muchas que aprender. La escuela te enseña a ver lo tienes. A partir de allí empecé a trabajar.

Ha pasado de un papel pequeño en El arrogante español a protagonizar una pieza en el Teatro Español. ¿Cómo ha vivido la experiencia?

J.C.: El arrogante español fue la primera producción de una de las compañías que ha creado la RESAD. Era la primera vez que podía estar 22 días haciendo el mismo papel. Era una cosa muy pequeñita, pero te enseña a tener una disciplina, una constancia, un autocontrol. Tienes que ir todos los días y dar tu trabajo. La experiencia en el español es distinta: es eso mismo, pero sobre dimensionado con un personaje con una cantidad de tiempo escénico que no había hecho nunca. Y encima en el Teatro Español en la sala pequeña. Estoy muy contiendo y aprendiendo mucho, disfrutando de la experiencia de un público real. Porque el público de provincias alejadas de la capital es muy distinta al de Madrid. Aquí la gente está más habituada a ver un teatro y el nivel de exigencia es mayor.

Presenta Chéjov en el jardín.

J.C.: Chéjov en el jardín tiene dos planos. Es un experimento, un trabajo de investigación; que ha tenido una vida de res años y que plantea una hipotética situación partiendo de personajes reales que se van transformando en arquetipos chejovianos. Son personajes del entorno del escritor: su hermana, mujer, amantes, Gorki, Stanilavski. Esos personajes van al jardín de Chéjov para buscar algo de él. El juego de la obra es extrapolar los deseos del espectador y el público más allá de lo que quieren ellos (conseguir una obra; amor). Al final no encuentran a Chéjov y pasan a varios estados emocionales que son un recorrido por la obra de Chéjov: El Cuento del Monje Negro, La dama con el perrito

Defina a Stanilavski, su personaje.

J.C.: Stanislavski fue para los actores una especie de patrón mítico. Fue el primero que investigó y sistematizó la interpretación, basándola en la organicidad; dejando al lado la declamación y buscando un lenguaje universal práctico para que el actor pueda construir el personaje. Desarrolló una serie de herramientas. Fue una persona compleja, de una familia adinerada. Gracias a esa situación económica pudo hacer lo que quería. Era de una terquedad absoluta; una persona con disciplina en lo que hacía hasta el punto de que en sus memorias cuenta cómo en su primera compañía en un momento determinado tuvo que dar “golpes de estado” para que aquello funcionara. Era autoritario y muy sensible. Todos los prototipos del director que han surgido después son comparables a él. Su trabajo con la memoria emocional se desvirtuó. La adaptación de su método en Estados Unidos se convirtió en una cosa distina (el Actors Studio) y en Europa se fue a otro lado. En Chéjov en el jardín, Stanilavski es un pez fuera de agua, He tenido profesores de la RESAD que han visto la función y que tienen una imagen de él como una persona vigorosa, fuerte, con presencia. Lo contrario que vemos en esta obra. Es pizpiretto, huidizo, débil, inseguro… No está en su ambiente.

En la obra hay frases de personajes de La gaviota en boca de otros reales: Trigorín en el caso de Gorki, y Kostia en el de Stanislavski.

J.C.: Es un Stanilavski juvenil. Se parece a Kostia porque quiere a toda costa conseguir dirigir esa obra y conseguir el último texto de Chéjov a pesar de que el mismo crea que pueda ser un desastre. Después de la gran hecatombe siente no haber conseguido su propósito. Kostia terminaba suicidándose.

¿Cómo tuvo lugar la transfiguración de los personajes?

J.C.: Fue muy sutil y casi imperceptible para nosotros. El trabajo se inició en una casa en Puerta de Hierro. Cada escena la ensayábamos en un lugar de la casa: al lado de la chimenea, en el jardín… Se fue configurando una dramaturgia que al principio era más parecida a la chejoviana. Según fuimos trabajando el texto primigenio se cambió. Los personajes perdieron de vista el referente chejoviano (Nota: la señorita del perrito pierde, por ejemplo, su sentido de culpabilidad). En un trabajo inverso, uno puede rastrear donde están las claves chejoviana como cuando Masha dice que lleva luto por su vida. Hay trozos sacados literalmente de sus obras. Y al mismo tiempo los personajes empezar a hablar con las propias palabras de los personajes auténticos. Muchos de los textos de mi personaje están sacados de su biografía. La escena que tiene con Chéjov esta sacada de una anécdota. Para los dramaturgos fue un trabajo apasionante porque se adentraron no sólo en un el mundo de Chéjov, sino en el universo de cada uno de los personajes. Los rasgos distribuidos por la obra no se parecen tanto a los personajes literarios, pero resulta interesante que al final de alguna manera acaban siendo chejovianos.


Su personaje comenta que la vida debería ser tal y como la imaginamos. Por ello se puede considerar que Chéjov en el jardín más que una pieza, es una evocación.

J.C.: Es una obra impresionista como lo eran las piezas de Chéjov, sobre todo El jardín de los cerezos, la más perfecta y extraña a la vez: una obra musical. Aquí cada acto está planteado de manera independiente. El primero lo está de forma muy cotidiana y chejoviana con la llegada de los personajes. El segundo lo hace como un vodevil: una fiesta. Chéjov es comedia y debe trabajarse sus obras como si fuesen comedias. Los personajes no deben mostrar de ninguna manera sus verdaderos sentimientos, salvo en momentos muy puntuales. Eso lleva a un tripo de frivolidad, de ironía. Todas las lecturas de Chéjov que tengan un lado apesadumbrado son erróneas. Nos hemos basado en el trabajo de Nikita Mijalkov, Pieza macabra para un piano mecánico. Unas personas van a una casa, montan una fiesta, hay una cena. Y en ellas se expresan sentimientos con la boca callada. Los personajes sufren con una sonrisa. Si tenemos que comparar a Shakespeare con Chéjov, vemos que los personajes del primero se arrojan al acantilado y claman a los cuatro vientos el fracaso que ha sido su vida. Pero en Chéjov el personaje trágico se despide de la vida, pero a la hora de saltar que ni es tan profundo el lago ni tan alto el precipicio. Donde el personaje shakespeariano muere, el chejoviano cae allí y nada con los patos hasta que le llega el momento de “descansar”, Vuelve la calma y no ha pasado nada. Si se tiene que vender el jardín, se vende. Si el Tio Vanya tiene que seguir cuidando la casa que detesta, lo sigue haciendo.

Su personaje sale literalmente de un armario que transporta especialmente a cuantos se introduzcan en él. ¿Considera que la obra es una parábola sobre la capacidad del teatro para introducir magia en nuestras vidas y sacar de sus adentros elementos sorprendentes? O en otras palabras, ¿Chéjov en el jardín propone una reflexión sobre cómo el arte puede generar ilusiones?

J.C.: Partiendo de la base de que los personajes llegan desmemoriados, sí. El armario es un personaje en sí mismo. En El jardín de los cerezos un personaje habla con el armario. En este tipo de teatros los objetos tienen una importancia capital. Cobran vida. En el teatro los objetos son mágicos y nos hablan de manera soterrada. En este caso es el armario de Chéjov. En él puede estar escondido el autor y da lugar a una escena de adivinación. El juego de sombras está planteado así. El espacio se transforma con el trabajo de los personajes y los objetos.

Chéjov en la obra considera que esas ilusiones deben redactarse con palabras sin embargos. Sin embargo la estructura dramática de Chéjov en el jardín combina al autor ruso con Pirandello. ¿Cómo se casaron los dos tipos de lenguajes?

J.C.: No estoy de acuerdo en que Pirandello y Chéjov sean opuestos. Chéjov es el padre de lo no escrito. El construye sus obras como si fuesen pedazos de hielo: pequeños iceberg. Debajo de la puntita hay una roca inmensa. Toda la dramaturgia posterior lo toma de referente. Becket debe a Chéjov. En un momento dado este tipo de escritura es absurda. En Pirandello el juego metateatral está más presente. En Chéjov, puede leerse, pero no está explícito. En La gaviota hay una representación dentro de la representación. (Interumpo al entrevistado evocando el caso de Hamlet). Es una constante en el teatro isabelino. Hay juegos de espejo con la realidad. Pirandello, Ionesco rompen la estructura con recursos que llegan mucho más al público para comunicarse de otra manera con él; quitando los decorados de cartón piedra y enseñando las tramoyas. Enseñando que el actor no es un personaje, sino una persona viva que se dirige a ti. Se rompe la cuarta pared (Nota: tanto Ad@sados como Ñaque, las propuestas que anteceden a Chéjov en el jardín en El Español, parten de esa misma premisa también).

Esa ruptura afecta a la escenografía en la que suceden varias escenas a la vez: se esparcen grupos de personaje sobre la tabla.

J.C.: Ese es el juego de los dobles planos y las acciones simultáneas que se intercalan (Nota: cuando invocan a Chéjov este en el otro extremo de la sala se mira en un espejo).

A pesar de tener luto por su propia vida, los personajes brindan y bailan hacia el final. ¿Cómo explica la transformación anímica?

J.C.: La transformación viene dada porque los personajes viven una gran hecatombe y deciden marcharse, asumiendo su despedida. Se celebra la impotencia y se brinda. ¿Por qué estar tristes? Se pierde una batalla, pero no la guerra. Se realza el patetismo positivo. En vez de lamentarse, disfrutan del día. Habrá éxito en otro momento.

¿Cree que la gente ajena al universo chejoviano logrará comprender la obra?

J.C.: Creo que el objetivo no es que el público entienda cualquier obra de teatro. El teatro no es algo analítico, racional; salvo el didáctico que sirve para contar algo concreto. Estamos hablando de circunstancias y personajes concretos. No es necesario conocer precedentes. Si los conoces vas a estar más identificado, vas a vislumbrar el truco o juego dramático. Quien no conozca nada de Chejov se va a interesar por ese mundo, si le interesa la obra. Un técnico de El español no lo conocía y sentía curiosidad de las cosas que se hablan. No contamos quien es Chéjov. Hacemos una investigación sobre su universo chejoviano. Por eso no pretender ser didáctico, sino crear atmósferas y sensaciones humanas.

lunes, 10 de marzo de 2008

Chéjov en el jardín

CHÉJOV EN EL JARDÍN
Personajes en busca de autor
Por Alejandro Cabranes Rubio

Juan Pastor a término de la representación de El juego de Yalta –una adaptación de “La señorita del perrito” de Chéjov- se acercaba al público para hablar de la función y sobre el sentimiento de incertidumbre vital que afecta a todos los elementos dramáticos de la pieza escenificada. La duda sobre si una idílica experiencia en Yalta fue fruto de una imaginación, o de un recuerdo magnificado en la memoria, o una experiencia realmente maravillosa propiciaba en el espectador no pocas reflexiones. Y diferentes a las que se desprendían al asistir a su anterior aventura chéjoviana, En torno a la gaviota, en la que presentaba a una serie de personajes (o mejor dicho animales) heridos por la soledad, la falta del compromiso, la mezquindad, los intereses creados, el abandono emocional… La exquisita pluma de Chéjov siempre arrojaba nuevas luces sobre las relaciones entre los hombres y las mujeres, captando retazos de vida cuanto menos conmovedores.

Luis d´ors demuestra compartir tal opinión en Chéjov en el jardín en el que ¿reúne? al autor con sus personajes literarios, necesitados de vida propia. Allá donde Brian Frield especulaba en Afterplay sobre el destino de los protagonistas de Tio Vanya y Tres hermanas, Luis d´Ors y Verónica Rodríguez Ballesteros prefieren mezclar a alguno de lo más conocidos (como Masha de La gaviota) con personajes reales (Gorki, Stanlislavski) a los que atribuye rasgos de algunos de los personajes chejovianos (Trigorín en el caso de Gorki, Kostia en el de Stanislavski). Todos ellos esperan enfrentarse a sus encrucijadas vitales mientras buscan a Chéjov en un espacio simbólico: su jardín de los cerezos, subastado tristemente, y en el que se evocan dramas y alegrías individuales para despedirse de ellas y adentrarse en una nueva etapa. Chéjov en el jardín de esta manera construye un marco literario reconocible para los conocedores de la obra de Antón Chéjov, sin que se circunscriba sus pretensiones creativas a esa recreación. De acuerdo que hay personajes que llevan luto por su propia vida; que se han casado para no cumplir un matrimonio de conveniencia; y directores teatrales con serios problemas de entendimiento con el público del “teatro del lago”; pero tales guiños nunca deben interpretarse sólo como guiños en sí mismo considerados, sino como una herramienta de trabajo que permite contar otras cosas.

Ante la imposibilidad de recrear el universo chejoviano en su totalidad (cf. el sentimiento de culpa de la dama del perrito; la necesidad de descanso de Sonya y Tio Vanya; el egoísmo del Astrov y el profesor; la madre traumatizada por la muerte de su hijo ni se nombran en la función) retoma del mismo parcelas para formar su propio collage: Chéjov en el jardín es un teatro que busca su propia forma y que da vueltas sobre sí mismo (quizás en algunos momentos, sobre todo los iniciales, de manera demasiado prolongada) para encontrar nuevos cauces de representación y así atrapar frustraciones (cf. el sentimiento de impotencia artística de Gorki; por poner un ejemplo claro) en un teatro que no precisa tener un aspecto acabado para estimular los sentidos y el pensamiento. A pesar de utilizar las estaciones del año como Chéjov para sugerir estados anímicos y poseer una estructura narrativa más o menos lineal, Chéjov en el jardín rinde un sentido homenaje al autor, pero admitiendo más influencias estéticas para evitar que el espectáculo esté tan muerto como la gaviota que asesinó Kostia por el mero placer de hacerlo.

Esa influencias adicionales –sobre todo en relación con Pirandello- hacen de Chéjov en el jardín un experimento de campo en el que se traza un agudo discurso sobre la naturaleza del teatro en cualquier sociedad y en cualquier tiempo. La vida debería ser tal como la imaginamos en el teatro, escrita con trazos simples. En ella saldrían por arte de magia nuevos personajes de armarios donde antes se guardaba la imaginación, sin dejarla salir al jardín, símbolo de la vida. Incentivar el deseo, el desarrollo personal sin que esa evolución suponga la vejación del otro, y permita la consecución de los anhelos más íntimos.

Ese espacio infinito apareja tanto la desnudez de la tabla como su ampliación hasta llegar a los camerinos donde los espejos permiten a sus responsables mirarse así mismos. De esa manera la evocación a Chéjov por parte de los personajes llega a coincidir cuando este último se aposenta en una silla frente al espejo… Chéjov en el jardín habla de la capacidad del ser humano para hacer material aquello que simplemente imaginamos y sobre la capacidad del teatro para crear ilusiones: de ahí la presencia de ese armario mágico. Ese poder evocativo se palpa en determinados momentos como la lectura de una carta mientras el remitente la recita para deleite de su receptor. En el teatro, parece sugerir Luis d´Ors, todo es posible y por eso todas las sensaciones se ponen en escena en él. Esa euforia que permite que todos los actores se agrupen por todo el escenario y lo cubran entero de manera simultánea, tal y como ocurría en tantas piezas de chéjov. Una melancolía que provoca que los intérpretes se pongan a bailar al final de la función. La confrontación actúa de catarsis de todas esas emociones y de ahí que el escenario se divida (virtualmente en una linea imaginada) en dos cuando Stanislavski se enfrente a la mujer de Chéjov, en una composición que pone de relieve el artificio de cualquier ficción. Esta en concreto destaca por un carácter experimental que hace incurrir en su desarrollo en alguna que otra irregularidad (hay determinados fragmentos que brillan más que otros; ese ligero alargamiento de algunas secuencias; una exigencia con el juego cómplice que si bien activa los sentidos de los espectadores conocedores de la obra literaria chejoviana quizás en determinados momentos se deleite un poco en sí mismo), pero deja un buen sabor de boca por la delicadeza de los trabajos interpretativos (Paloma Mozo, Néstor Roldán, Ana Santos-Olmos, Juan Ceacero, Isabel Sánchez Barrena, Sandra Muro y Quique Fernández), su sentido del riesgo (muy agradable), su desnudez formal; y ese espíritu de búsqueda (y espera) que nos hacen desear que la vida sea tal y como la imaginamos, haciéndonos dudar –como la hermosa aportación de Juan Pastor- sobre los recuerdos que depara la existencia.

sábado, 8 de marzo de 2008

Octopussy

OCTOPUSSY
Un payaso llamado Bond
Alejandro Cabranes Rubio

En Octopussy (John Glenn, 1983), penúltimo filme de Roger Moore en el papel de James Bond, hay una imagen que define muy bien el estilo que el actor imprimió a su paso por la saga. En ella 007 está disfrazado de payaso mientras intenta desactivar una bomba: el agente con licencia para matar no es más que un clown que hace reír a los que le ven actuar mientras lleva a cabo peligrosas misiones secretas. Sus compañeros de profesión no le van a la zaga: 009 muere asesinado vestido de esta guisa. El servicio secreto de su majestad dejaba de infundir el respeto de los espectadores que aplaudieron Agente 007 contra el Doctor No (Dr. No, Terence Young, 1962). Porque no dejaba de ser un reducto del pasado, de la guerra fría.

En pleno deshielo, la saga Bond ya no sólo cuestionaba la idiosincrasia del personaje y ya había sugerido el fin de esa era en La espía que me amó (The Spy Who Loved me, Lewis Gilbert, 1977), sino que además la anunciaba muy cercana: Octopussy recreaba los días en los que se soñaba con el desarme nuclear (algo, sabemos, se está muy lejos de lograr; empezando por aquellos que amenazan con iniciar guerras si un contrincante político no lo hace) para abordar directamente las escisiones producidas en el seno de la URSS. Frente a la postura pacifista del General Anatol Gogol (Walter Gottel), el General Orlov (Steven Berkoff) pretende hacer estallar esa bomba –contra la que Bond lucha disfrazado de payaso, tal como hice notar al inicio de estas líneas- ante un general estadounidense en Alemania del este a fin de que los estadounidenses retiren sus tropas de la zona para iniciar la invasión soviética. Aliado con el Príncipe Afgano Kamal Khan (Louis Jordan), probablemente motivado por las subvenciones de las administraciones republicanas a los talibanes, Orlov se ve financiado por una traficante de joyas llamada Octoppusy (Maud Adams); quien desconoce que sus negocios en realidad suministran líquido a eses fines políticos. Esa escisión en el seno de los altos manos de la URSS viene expresada a través de una buena idea de puesta en escena: John Glenn encuadra a ambos generales discutiendo mientras en segundo término se ve un cuadro que reproduce la cara de Lenin: los dos sólo procuran conservar el legado de aquel, interpretándolo a su conveniencia: varias décadas de sus muerte se seguían sucediendo luchas internas por el poder en el país que construyó…

En ese aprovechamiento del decorado descansan varias de las mejores ideas de realización de la película: el inserto del cartel que M (Robert Brown, recogiendo el legado de su antecesor, el fallecido Bernard Lee) y que señala el fin de la zona americana en Alemania (y que de alguna presagia varias fatalidades); los planos en los que Bond escucha los planes de Orlov y Kamal Khan transmiten cierta sensación de peligro (en parte por el realismo que desprende la dirección artística, como cuando 007 topa con los cadáveres de unos “traidores” ahorcados); la persecución en el tren que transporta la bomba se beneficia del provecho que saca Glenn de los vagones y puentes; la otra persecución en las calles de Delhi en las que las camas de los faquires y las espadas de los traga sables son empleados como armas mortales; el travelling que advierte que Octopussy está espiando a James; la primera aparición de ésta última encuadrada a través de una pecera donde nada un pulpo…

Huelga decirlo, Octopussy es una de las cuatro mejores películas de la etapa de Roger Moore en su paso por la franquicia. A ello contribuye la elección de la Chica Bond de turno –y que no deja de ser una delincuente como 007, con la diferencia de que carece de licencia para matar-; un pequeño discurso construido en torno al camuflaje como forma de vida –cf. Bond entra en un cuartel general rompiendo un cartel que es repuesto de manera mecánica despintando a unos persecutores; Octopussy se venga de Kamal Kahl por haberla condenado a morir con la bomba haciendo pasar a su séquito como prostitutas para alegrar a la guardia del príncipe-; algunos detalles no exentos de cierto sentido físico –cf. 007 se libra de una sanguijuela aposentada en su pecho quemándola con un mechero-; un buen provecho de la banda sonora –cf. el protagonista establece contacto con un agente hindú al huirle tocar con flauta el leit motiv que John Barry compuso para identificar al espía británico-; y un detalle realmente sustancioso: las principales joyas con las que trafica Octopussy son un huevo de pascua que esconde en su interior un motivo zarista; y un zafiro que reproduce la estrella de los Romanov; es decir dos reliquias de una etapa histórica extinguida, como muy pronto sería la Guerra Fría.

A pesar de esas virtudes y algunas otras –cf. saber transmitir cierta tensión en secuencias tan difíciles como en la que Bond se disfraza de payaso; el aprovechamiento de los elementos narrativos más ornamentales para hacer avanzar la acción tal como ocurre con el número circense en el que Glenn da parte de la habilidad de los lanzadores de cuchillo; en realidad peligrosos asesinos contra los cuales el protagonista tendrá que luchar-, o un tratamiento de la violencia más frontal –cf. el disparo en plena frente que realiza Bond contra un enemigo; el lanzamiento de cuchillo con el que el protagonista se desprende de un perseguidor- hay varios motivos que impiden redondear los resultados. Hay chistes execrables como siempre, en particular uno en el que 007 prueba un invento de Q (Desmond Llewyn), para grabar en vídeo el canalillo de una agente del servicio secreto. También cierta ingenuidad en algunos trazos del relato: ¿cómo se explica que Octopussy no esté al tanto de los tejes manejes de Kalam Khan? Sobra también la rigidez estructural endémica en la saga y el abuso del teleobjetivo en la planificación.

En tales condiciones, Octopussy puede ser recordada por ofrecer una última mirada nostálgica a una etapa. El concurso de Maud Adams –la actriz asesinada por Christopher Lee en El hombre de la pistola de oro- o cierta equiparación entre Kalam Khan y Goldfinger (con el que comparte su afición a hacer trampas mientras juega) sólo puede ser entendido de esta manera. En 1983 Bond era sólo un triste payaso al que todavía le reían las gracias, pero que por aquel entonces parecía tener los días contados.

La épica en el cine, hoy: Blade Runner, La batalla de Árgel, París-Texas

LA ÉPICA EN EL CINE, HOY
Alejandro Cabranes Rubio.

Cuando Joel y Ethan Coen estrenaron O Brother –un título muy por debajo de sus mejores logros- hace seis años, la crítica especializada se apresuró a trazar analogías entre los viajes de Ulises y las desventuras de los protagonistas de la cinta, la cual optó al Oscar de mejor guión adaptado. Cuál sería la mayúscula sorpresa de esos cronistas cuando la pareja de realizadores declararon en fecha reciente no haber leído ni una sola vez La odisea. La epopeya había servido a los autores de Fargo para construir su propio juguetito con el que divertirse. Si bien algunos entendieron tal actitud como un sacrilegio y una falta de respeto –demostrando su ignorancia sobre las leyes de cualquier tipo de arte, en el cual cualquier fuente primaria puede e incluso debe ser interpretada de manera crítica-, la mayoría de esos periodistas y especialistas en literatura no repararon en el punto más discutible de tal propuesta: la actitud de quién se cree derecho a todo, demostrando a cirios y troyanos su genialidad, su capacidad para estar encima de las cosas mundanas de este mundo, en fin la confusión de quien confunde una obra personal con la encadenación de unos chistes coyunturales que de haber venidos firmados por el John Madden de Shakespeare enamorado (por poner un ejemplo) nadie se hubiese tomado en serio.

Sin proponérselo, los hermanos Coen habían logrado resucitar la épica aún desde su sentido desprecio a la misma –opción, insistimos, no criticable de por sí- e incluso había puesto sobre el solfa una pregunta a la que a lo largo de este artículo se tratará de responder: ¿para qué la épica en el cine de hoy? ¿por qué? ¿para hacernos los graciosos? ¿para presumir de eruditos que a base de visualizar las obras clásicas logran que la mismas resulten mecánicas y asépticas? Y por encima de todo, ¿cuál es el marco en el cual debe entenderse el género en el cine de hoy?

Antes de responder a tales cuestiones quizás tengamos que remontar nuestra exposición a las cualidades sociales de cualquier obra cinematográfica, sea épica o no. Todas ellas se nutren de imágenes y palabras –salvo en el cine mudo- con las cuales los individuos representan el tiempo que les ha tocado vivir, se ponen en escena ante sus semejantes, desnudando sus inquietudes para las generaciones venideras. Como comentaba José Enrique Mornterde, “el cine es una representación de la historia que dispone de un discurso elaborado de una forma mediatizada por las ideologías y condiciones estructurales de un momento dado, captando su atmósfera, comerciando con la realidad de la que surge” (Monterde, 1986). La alusión a las fuentes directas de vida, ya sea por imitación de las mismas o por su interpretación, se convierte de esta manera en la principal referencia cultural que pueden reconocer los espectadores. Dichas fuentes varían con el paso de las años, de la misma manera que la relación de la imagen con el público se modifica de generación en generación (Ferro, 2000). Así las cosas las imágenes quedan relacionadas con el contexto social y cultural de su creación (Burke, 1991) hasta el punto de que en ocasiones surgen películas de temática parecida que fabrican su propia respuesta a un problema planteado, tomando una postura sobre el estado de cosas en el que se halla inmerso la sociedad. De esta manera el cine se convierte en un agente histórico que activa la conciencia de sus espectadores, en un arma capaz de precipitar la marcha de los acontecimientos (Ferro, 2000), y que lo hace vampirizando a un público susceptible de sentir empatía hacia los distintos personajes, hacia una temática… Incluso la ficción más anacrónica con su tiempo releva el deseo de escapar de la realidad vigente…

¿Tiempos épicos?

Las películas estudiadas en el ciclo de conferencias sobre épica –desarrollado en el marco de la UAM en 2006- y cine (Solo ante el peligro, La batalla de Argel, Blade Runner y París, Texas) no escapan a esa cualidad. Rodadas entre 1952 y 1984, las cuatro contienen en su interior involuntariamente páginas aisladas de la más reciente historia contemporánea hasta el punto de que la revisión conjunta de las mismas nos recompensa con la insospechada crónica de las diversas etapas de la Guerra Fría.

En efecto, las cuatro cintas se alimentan de las más profundas inquietudes que se apoderaron del mundo occidental de aquellos años: la alucinada paranoia colectiva de los inicios de la edad del hielo que empujó a ambos lados a la aniquilación de los elementos subversivos que anidaban en su interior ya fuese a través de la caza de brujas o de las purgas; la descolonización y el fin de los imperios coloniales en un momento en el que la geopolítica post guerra mundial marcaría las relaciones económicas y diplomáticas de aquellos años; la deshumanización en plena escalada hacia la consagración del neoliberalismo; y la asimilación de las cicatrices abiertas a lo largo de cuarenta años…

La primera de dichas películas, Solo ante el peligro, nace como alegoría contra el McCarthysmo: su propio guionista, Carl Foreman, había formado parte de las listas negras y empleaba la historia de un sheriff (Gary Cooper) que defendía a un pueblo de cobardes de la agresión para denunciar la falta de valor de una comunidad insolidaria que dejaba campar a sus anchas a los matones de turno (como McCarthy) a la espera de que alguien acabase con ellos. Años más tarde, Peter Hyams en Atmósfera Cero –raro ejemplo de cinta cuya estructura mecánica y cuyos esquemáticos personajes no lastran los resultados gracias a su esforzada realización y la convicción que transmiten sus planos- recreaba la misma situación en una estación interplanetaria donde el asesino gobernaba a sus súbditos proporcionándoles drogas cuya ingesta se traduciría tanto en un mayor rendimiento laboral como en el deterioro de sus facultades mentales… La misma historia quedaba despojada de su condición de parábola anti-McCarthysta para acabar evidenciando el lado más siniestro de la muerte de un estado del bien agonizante cuyos funerales se celebrarían oficialmente nueve años después con la redacción del Decálogo de Washington (1989)… Entre la una y la otra, Howard Hawks y John Wayne habían respondido –de manera cinematográficas- a las tesis de Foreman, cuyos compañeros –como Philip Yordan- veían en cualquier género la oportunidad de retratar a una comunidad escindida, en la que la delación era admitida como arma de supervivencia.

Mientras a finales de los cincuenta, Estados Unidos se libraba de la sombra del temible senador, Europa, insistimos, presenciaba acontecimientos de muy diversa índole. Las esperanzas de un nuevo mundo democrático y más seguro materializadas en la Conferencia de Bretton Wood (1947) y en el Tratado de Roma (1955), así como el estallido de la revolución sexual y de un mayo francés en el que se derrumbó un orden clasista y tradicional, pronto tropezaron con la llegada de nuevos tiempos. El fin de la colonización –que daría paso a nuevas modelos de neocolonialismo igualmente reprochables-, celebrado en Bandung (1961), implicaba una turbación interior para los países que se veían desplazados en el tiempo, bajando posiciones en el orden mundial, y de los que La batalla de Árgel (1966) da buena cuenta de ello. Negándose al maniqueísmo expositivo, el realizador Guillo Pontecorvo narra la historia de la resistencia del Frente de Liberación Nacional frente al ejército francés, sin obviar el lado más cruento de las acciones de ambos lados y sin dejar de comprender las motivaciones de los mismos, mostrando seres humanos –mejor dicho grupos humanos dado que en el filme no importan a penas los individuos en sí mismos considerados- y no monstruos sedientos de sangre. De esta manera el director imprime a su película de cierta objetividad con la que su mensaje adquiere mayor fuerza si cabe, mérito nada desdeñable si se considera la sucesión de conflictos de aquella década, tales como la internalización del Canal de Suez o la La Guerra de los 6 días. Como señala Shlomo Sand, “la moraleja no deja lugar a la duda: cuando un pueblo se subleva y reivindica su soberanía, la represión armada no puede detenerlo” (Sand, 2005).

Dieciséis años después de La batalla de Árgel, Ridley Scott constataba la pérdida del romanticismo de la sociedad en Blade Runner, en una ciudad completamente deshumanizada a pesar de la convivencia de diversas razas, afectada del síntoma de Matasulen (el envejecimiento de sus componentes) así como de la pérdida de sentimientos. Un lugar, en fin, donde un asesinato no llama la atención a nadie… El hombre que había demostrado en Alien (1979) que la nueva imagen cinematográfica imperante sería la más ideal y menos reflexiva (Losilla, 2001), en Blade Runner señala el fin de ese mundo reivindicativo, con ínfulas contestarias, del que Sólo ante el peligro y la película de Pontecorvo sólo representaban una minúscula parte. A pesar de ello, Scott se niega a la desesperanza más radical y reivindica una única acción heroica en una sociedad donde los ideales de antaño eran sustituidos por el pragmatismo más absoluto.

Relativamente más esperanzada, París-Texas narra la historia de Travis (Harry Dean Stanton) que sometió a su mujer, Jane (Nastassja Kinski), a un trato horrendo debido a sus infundados celos hasta el día en que ella intentó matarlo, fracasando, y condenándolo a deambular durante años por el desierto… mientras el hijo de ambos (Hunter: Hunter Carson) era educado por el hermano de él… La epopeya de un hombre que restablece el contacto con ese niño y que decide devolvérselo a su madre, sin empezar los tres una nueva vida juntos de dudosa conveniencia emocional. De manera inesperada e involuntaria, ese reencuentro entre madre e hijo, ese regreso a los orígenes, opera como una metáfora de ese mundo tan cercano al fin de la bipolarización este-oeste –que no, como hemos comprobado en carne propia, al fin de la historia que predicaron los paladines del neoconservadurismo más extremo-, de la bifurcación que durante años el mundo comunista y democrático habían padecido, dejando esas heridas abiertas y que como, también increíblemente señala la película, no cesan de sangrar.

La convulsión que recorre a los cuatro relatos en cada uno de sus fotogramas responde a tiempos no menos turbulentos en los que los principales atributos de la naturaleza humana (el egoísmo/la generosidad, el odio/el amor, el valor/el miedo, la nobleza/la vileza) se dan la mano formando un todo; dejando a su paso a la épica….
Elementos para la épica

Dejando a un lado por el momento algunas disquisiciones sobre la pertinencia de crear héroes en el mundo de hoy, lo cierto es que esa épica entendida como expresión exaltada de la vida fija su mirada en los personajes mitológicos. Las cuatro películas aquí estudiadas no constituyen una excepción, tal como veremos. Dado que carezco de la erudición de los ponentes del ciclo de conferencias sobre épica y cine celebradas en la Universidad Autónoma apenas hace dos meses, me limitaré a reproducir las observaciones allí ampliamente comentadas. En efecto, las cuatro cintas tienen lejanos ecos de La Odisea, La Iliada, La eneida . En París, Texas encontramos rasgos de Penélope en las dos protagonistas (Anne y Jean), la primera una perfecta esposa que se ve amenazada, y que a pesar de su amor sosegado se ve derrotada; la segunda una mujer rebelde que no soporta las ataduras… Frente a ellas el personaje principal masculino, como Ulises, sólo reacciona ante un impulso exterior. En Solo ante el peligro los personajes femeninos, como la Andrómana de La Iliada, defienden la individualidad, animan a actuar a los héroes de una determinada manera, aduciendo argumentos religiosos. En Blade Runner un robot (un replicante) llamado Batty se rebela contra el escaso tiempo de vida que su creador le ha asignado y cual Eneas encabeza a los suyos en la búsqueda de la tierra prometida. Batty así mismo es un ser que como Telémaco busca a su padre y como Ulises inicia un viaje hacia las sociedades humanas. Su antagonista en cambio, como el héroe de Homero, realiza un trabajo que repudia. En La batalla de Argel, el pueblo precisa fundar una nación-

Esos personajes míticos necesariamente acometen actos heroicos y reproducen determinados hitos. En París, Texas el espectador asiste a la llegada del héroe a la urbe tras años de errática existencia, se encuentra con su hijo, recobra su memoria viendo unos videos domésticos –y no escuchando el canto de unas sirenas-, se separa del hijo de y de la mujer, e inicia otro viaje… En Solo ante el peligro el protagonista se ve abocado a la lucha y pospone sus aspiraciones de construir una vida más sosegada porque debe responder a la llamada a la acción… En Blade Runner Batty se apiada de su contrincante y comprende que ser hombre significa asumir su propia mortalidad.

De esta manera las cuatro películas encuentran en los motivos épicos fuentes de inspiración –tanto de manera deliberada como en absoluto intencionadas- para hablar de las preocupaciones de las épocas en las que fueron rodadas. Las cuatro constan de cierta escenografía visual que realza su talante épico en función de dichas estrategias. Las cuatro gozan de unas puestas en escenas que otorgan auténtico vigor a la narración. Estudiemos cada caso.

a)En Solo ante el peligro, el realizador Fred Zinnermann aisló a su protagonista (Gary Cooper) del resto de los personajes en cada encuadre, de tal manera que subrayaba su soledad y su realidad más inminente: la de un ser que va a enfrentarse sólo a unos asesinos cuya llegada a la ciudad se aproxima, tal como recuerda constantemente la presencia del reloj.



b)En La batalla de Árgel, Guillo Pontecorvo quería conferir un aire de documental a su película a fin de potenciar cierto naturalismo expresivo con el cual dar vida propia a las angostas callejuelas de la ciudad e imprimir cierta sensación de objetividad. Empero bien mirada, su puesta en escena se revela sofistica y altamente estilizada. Para empezar la película arranca con un flash toward que nos sitúa en la conclusión del relato, anunciando su resolución para a continuación un enorme flash back se encargue de poner en antecedentes al espectador: en otras palabras se desprecia el orden tradicional de la narración (recordar que en el año 1966, sólo hace seis de la irrupción de la nauvelle vague, no era frecuente este tipo de estructuras dramáticas) y se prima una reconstrucción, una visión alterada de los hechos. Más adelante un montaje intercala las instrucciones que un personaje da a otro mientras que al mismo tiempo se escenifica el cumplimiento de las órdenes, insinuando la voluntad y empeño de los ejecutores de las mismas por realizarlas; un procedimiento, por cierto que retomaría un cuarto de siglo más tarde Francis Ford Coppola para El Padrino III. Así mismo los preparativos de un triple mortal atentado de los argelinos contra los franceses está montado a base de primeros planos que muestran a las terroristas pintándose los labios al estilo occidental, disfrazándose de caballos troyanos que portan en sus lomos las bombas: el artificio con el que está resuelto la escena subraya el carácter no menos artificioso de dicha estratagema. Más adelante el atentado propiamente dicho está filmado mediante un montaje donde cada movimiento de cámara es una fuente inagotable de inquietudes (cf. ver la panorámica que enseña cómo una de esas mujeres esconde un bolso donde se oculta el artefacto debajo de la mesa de la barra de un bar), donde la superposición de planos generales y primeros planos se suceden en un intenso crescendo dramático (y que trae a la memoria el inicio de la reciente Omagh), y donde incluso la elección de una canción juvenil en el transcurso de la escena denota cierta crueldad por parte del realizador, quien de esta manera contrapone el candor de los adolescentes a la realidad sórdida. ¿De verdad la puesta en escena de La batalla de Árgel se puede considerar naturalista?

c)Blade Runner, por el contrario, no aparenta en modo alguno objetividad y su estética está preñada de un estilo fantasioso. De hecho como recuerda Tomás Fernández Valentí (1999), las primeras imágenes de la película nos muestran una lenta panorámica sobre Los Angeles del años 2009:un tenebroso mundo futuro que parece una estampa infernal de El Bosco. De repente esa descripción densa se ve alterada por la puesta en escena del realizador: Ridley Scott inserta un gran primer plano de un ojo humano en el que se refleja, asimismo, esa oscura urbe futurista. ¿A qué se debe esa distorsión? Siguiendo con la disertación de Valentí, dicho inserto se presta a especulaciones de todo tipo sobre su sentido literal: puede tratarse del ojo del protagonistas, el blade runner Rick Deckhard (Harrison Ford), o el de cualquiera de los replicantes Nexos 6 –Batty (Rutger Hauer), Pris (Daryl Hannah), Leon (Brion James), Zhora (Joanna Cassidy).- a los que el primero da caza: la idea de insertar el primer plano de ese ojo sobre una panorámica aérea de la ciudad guarda relación con lo que luego se explica (…): Blade Runner es un film construido en torno a la idea del ojo como expresión del sentir de los personajes… Cada vez que uno de ellos mira a algo o a alguien, lo hace reflejando una amalgama de sentimientos que varía en función de sus propias circunstancias personaje; los ojos se convierten en signos de distinción de lo humano: los personajes reaccionan siempre en función tanto de lo que ven como de la mirada que los demás arrojan sobre ellos. Considerando que Deckhard termina por aceptar que los replicantes terminan haciendo gala de cierta humanidad y que su comprensión sobre los mismos cambia según percepción se modifica, no es difícil establecer ciertas analogías entre esta adaptación de un relato de Philip Dick y otras del autor como Minority Report, que en manos de Steven Spielberg se convierte tanto en un alegato contra el totalitarismo que se ha adueñado de la vida cotidiana como en una profunda reflexión sobre la distorsión de los sentidos que está trufada de espléndidos apuntes como en el que un hombre que ha sufrido un transplante de ojos conserva sus antiguos para poderlos usar cada vez que quiere entrar en su antiguo trabajo. …Discurso por otra parte que ya se encontraba en el anterior trabajo de Spielberg, Inteligencia Artifcial, donde un niño robot deseoso de volver a vivir con su madre sólo logra su objetivo cuando unos extraterrestres le sumen en un profundo sueño: la felicidad es un sueño que cada uno construye de manera artificial. En Blade Runner la conclusión es todavía más desoladora sobre esa humanidad: Batty mata a su creador –quien anteriormente le había llamado “hijo pródigo”-, se libera de Díos y a través de su propia mirada cree dominar su existencia. Como recuerda José María Latorre (1994), Ridley Scott inserta entonces un ampuloso plano subjetivo que aproxima cielo y estrellas a la mirada de Batty, como si con ello quisiera expresar que el hombre, tras la desaparición del obstáculo del creador, tras haber cometido el deicidio, podría estar en camino de llegar a ser su propio dios. Ilusión que se desvanece pronto: si la divinidad puede morir, también el hombre, también el replicante: el destino de la muerte sigue pesando sobre él. Batty asume su propia mortalidad y experimenta una profunda catarsis interior que le lleva a salvar la vida de Deckhard… Hito épico que Scott filma persiguiendo cierta solemnidad en el movimiento de la cámara, la cual se revela como un instrumento privilegiado para potenciar el sustrato del relato.

d)París, Texas. Wim Wenders en su primera adaptación de un relato de Sam Shephard –la segunda, Llamando a las puertas del cielo, está a punto de estrenarse en España- logra su película más accesible hasta la fecha debido a su inusual calidez emocional. Empero esa accesibilidad se logra a través de una realización bastante abstracta, muy alejada de los canónes estéticos del cine de los años ochenta. Desde su primera secuencia desconcierta al espectador, impregnando al relato de un tono cuanto menos enigmático. La guitarra de Ry Cooder, tan desafinada como las circunstancias vitales el propio protagonista (Travis), irrumpe en la pista del sonido. Una panorámica marca la interrelación entre el personaje -todavía arraigado al suelo, plenamente desorientada- y la inmensidad del desierto. Su hermano Walt (Dean Stockwell) precipita su regreso a la civilización, iniciando con él un largo viaje en coche: las panorámicas tomadas desde la ventanilla del mismo expresan el sentimiento de extrañeza experimentado por Travis. Ya en el hogar, Travis se reencuentra con su hijo Hunter -cuya incomodidad ante la llegada de su padre Wenders perfila con apenas unos planos de las zapatillas del deporte del niño saltando debajo de una mesa- y regresa a sus orígenes. La mujer de Walt, Anne (Auróre Clement), le releva el paradero de su esposa, Jane: el realizador inserta en la pista del sonido el ruido de unos helicópteros y que se erigen casi en una llamada del mismo cielo que Travis se negó a surcar en avión cuando Walt le propuso finalizar el viaje en dicho medio de transporte. Travis toma la decisión de buscar a su mujer y entregarle al niño: no por casualidad comunica su decisión desde una valla publicitaria situada en las alturas. Travis y Hunter emprenden su búsqueda y averiguan que Jane trabaja en un club erótico. Travis decide hablar de ella a través de una de las cabinas del lugar: como si fueran los hombres de la caverna de Platón, vislumbra las sombras del exterior a través de los reflejos que provienen del cristal de separación. El rememora su historia. Wenders filma la conversación a base de planos-contra-planos que lejos de estar aplicados de manera mecánica, permiten recoger las reacciones de ambos personajes ante las palabras del otro, acercándolos emocionalmente hasta que sus rostros se superponen en el espejo… Las heridas abiertas cicatrizan de una vez por todas. Travis dispone el reencuentro entre Jane y Hunter mientras un plano general nocturno nos muestra cómo Travis se aleja en un coche, consciente de que es prisionero de su propio carácter y que por tanto repetiría los errores de antaño. El travelling de retroceso con el que Wenders filma su nueva marcha insinúa por un lado la renuncia de su protagonista, exaltando por otro su acto generoso, su heroicidad, su redención (1). A través de un relativo clasicismo narrativo y una puesta en escena tan sencilla como altamente estilizada, la odisea de Wenders se erige sin dificultades en una de las películas más conmovedoras de los años ochenta.

¿Necesitamos historias épicas?

Las cuatro películas cuyo análisis apenas hemos esbozado en estas líneas ofrecen un tratamiento de la épica adulto, donde el género es tratado desde una absoluta contemporaneidad y no como un remedo nostálgico que ayude a distraernos de las cosas mundanas de este mundo, recuperando su esencia y principal cualidad: reflejar nuestras más profundas inquietudes.

En el mundo post 11 de septiembre, post Irak estas han incrementado considerable, resquebrajando la conformidad que caracterizaron los años noventa, produciendo un estado de desasosiego en la civilización occidental. Los héroes de antaño, comentaba Pilar González en una de las conferencias, nos proporcionaban esperanza en la medida que encarnaban la rectitud y la solidaridad, nos hacían creer en el mito de Peter Pan, en la esperanza de una vida más juvenil donde la ilusión del vivir se ha impuesto a la desazón que el paso del tiempo ha hecho instalar en nuestros corazones hasta el punto de que progresivamente se cuestionan con mayor frecuencia tales personajes. Incluso los héroes clásicos como James Bond eran sometidos a severas críticas. Como anota Fernández Valenti (2002), la penúltima entrega de la saga, Muerte otro día, era consciente de que el interés que pueda tener hoy en día un típico producto de la guerra fría como el agente 007 pasa por potenciar el carácter retrógrado y anticuado del personaje, el cual debe pelear con enemigos más jóvenes que él y que al inicio del relato permanece prisionero mientras el mundo que lo alumbró se expande a marchas forzadas… Considerando todo lo anterior, ¿podemos renunciar en los periodos de incertidumbre a la épica?

Más que nunca, no, en tanto dicho género permite explorar, como las películas aquí estudiadas, nuestra más profunda percepción sobre aquellos que nos rodea y atrapa, redimiéndonos relativamente del horror: George Clooney, reproduciendo los esquemas más clásicos de la épica, convertía a su película Buenos días, y buenas noches en la crónica emocionada de unos valientes periodistas que tras saltar a la palestra, sufrir un doloroso revés, lograban derribar a aquellos que quieren acabar con la libertad de expresión. Incluso una cinematografía tan poco dada a la épica como la española en fecha cercana ha estrenado dos películas profundamente inscritas en ella: Vida y color y Una rosa de Francia. La primera, situada en 1975, narraba el clásico despertar a la vida de un adolescente que abandonaba su infancia (simbolizada en un oscuro túnel) y que como el propio franquismo cruzaba el umbral de su historia, una página más como lo había hecho en fecha reciente el propio país; no sin antes exaltar su heroísmo salvando a una princesa de un malvado ogro, y no sin dejar de ignorar que las miserias seguirán existiendo. La segunda ofrecía un discurso sobre el regreso al neoclasicismo así como una reflexión sobre la muerte de la aventura tradicional, simbolizada en el fallecimiento de su protagonista, un contrabandista que antes de morir regala la libertad a dos jóvenes que le han traicionado y que se convierten en los rostros del mañana. El mejor cine épico de los últimos años, de Las normas de la casa de la sidra a El tiempo que queda, remiten a las fuentes primarias del género para arrojar una mirada fresca sobre la misma, caracterizadas por el rigor de su puesta en escena. Y en esa capacidad para hablar sobre la condición humana, el género épico puede servirnos de inspiración. Salvo que, como en el caso de los Coen, lo consideremos un juguetito.

Notas
(1)Wim Wenders en ocasiones se ha definido así mismo como un "socialista-cristiano" y por tanto resulta legítimo leer en ese travelling dicha sensación de redención.

Bibliografía

Libros
-Ferro, Marc (2000), Historia Contemporánea y Cine, Akal
-Latorre, José María (1994), Blade Runner/Amarcord, Colección:Programa Doble, Libros Dirigido.
-Sand, Shlomo ((2005), El siglo XX en pantalla, Crítica.

Artículos
-Fernández Valentí, Tomás (1999),"Blade Runner", pp 44-45, Dirigido por, Nº279.
-Fernández Valentí, Tomás (2002), "Muere otro día: un mundo en expansión", p.17, Dirigido por, Nº318.
-Losilla, Carlos (2001), "Alien: las braguitas de Ripley", p.21, Dirigido por, Nº321.
Texto escrito en 2006

JFK, caso abierto

JFK, CASO ABIERTO
El artificio y el documento
Por Alejandro Cabranes Rubio

El pasado 22 de noviembre se cumplía cuarenta años del asesinato del presidente John Fitgerald Kennedy. De una fecha a otra la investigación sigue despertando interés entre una importante parte de la sociedad: hay quien juega a los acertijos, y quien intentar comprender los principios vectores de cualquier sistema político y de la vertebración del poder a través de la alianza de corporaciones con intereses comunes. Trece años después de su estreno, J.F.K. (Oliver Stone, 1991) constituye -guste o no, se comporta o no sus aseveraciones concretas- un documento que refrenda la tesis de que el magnicidio sólo fue posible por la firma de pactos de silencio entre distintas entes (CIA, FBI, la mafia, la población anti-castrista, la oficina del sheriff de Dallas, la Casablanca).

Intentar abordar el análisis de ésta película (o mejor dicho falso documental) desde ese prisma sólo nos conduciría a un estudio sociológico, más pendiente de debatir sobre la tesis propuesta por Oliver Stone y el ex fiscal del distrito de Nueva Orleáns, el ya fallecido Jim Garrison, que de intentar contextualizar la importancia de su realización, tanto a nivel ideológico como audiovisual. Porque, huelga decirlo, J.F.K. puede ser diseccionada por los críticos e historiadores de forma coyuntural (es decir considerando sólo un hecho político: el magnicidio) o global, optando por un estudio antropológico del poder. Un poder, sostiene Oliver Stone a través de las palabras de un personaje ficticio, X (Donald Sutherland), que se alimenta del arte de la guerra; de la puesta en marcha de una carrera de armamentos que aumente el consumo interno del estado, y que no debe ser modificado o alterado so pena de agotar los recursos financieros del sistema. En otras palabras, J.F.K. vincula el magnicidio de Dallas con la decisión de Kennedy de disminuir el peso de los federales y de la CIA sobre la política exterior del país mediante el traspaso de poder al Departamento de Estado Mayor: Stone relaciona el asesinato del presidente con su decisión de abandonar Vietnam y con su iniciativa de llevar a cabo el programa de la “Alianza para el Progreso” en los “estados prebenditarios” de América Latina.

En momentos en los que en el mundo se practica nuevos tipos de golpes de estado –desde la compra de tránsfugas a la obstrucción del recuento de votos, a la intentona fallida de mentir a unos electores abatidos por una masacre-, J.F.K. nos brinda la oportunidad de trazar analogías entre la coyuntura internacional de aquel entonces y la de hoy; entre el Vietnam de ayer y una guerra que sólo encontró su razón de ser en oscuros intereses empresariales que afectaban al precio del petróleo y a la reconstrucción de Irak. Por tales motivos mi curiosidad hacia J.F.K. no ha dejado de crecer desde que en 1992 la viese por vez primera. No quiero decir que sea una película extraordinaria y que no se la pueda hacer reproches ideológicos importantes (Oliver Stone santifica a Kennedy y a Jim Garrison), pero contiene tantos puntos dignos de comentar que no me hacen dudar ante el hecho de que, junto con Nixon (1995), se trata del mejor filme de un realizador al que se deben –no lo olvidemos- películas realmente horribles como Asesinos natos (1994).
Oliver Stone, al reconstruir la investigación llevada a cabo por Garrison (Kevin Cotsner) y que culminó con la detención del director del Centro Internacional del Comercio en Nueva Orleáns, Clay Shaw (Tommy Lee Jones imprime un cinismo y elegancia a su personaje de forma realmente admirable), ha desechado la filmación objetiva de los hechos relatados a favor de una mayor subjetividad, y que le lleva a incurrir en subrayados, tanto verbales –durante el proceso contra Shaw pone numerosas frases de juicio moral en boca de Garrison- como visuales. Entre los primeros destaca negativamente aquellos con los que intenta narrar el distanciamiento afectivo entre el fiscal y su mujer, Elizabeth (Sissy Spacek), en los que el exceso de retórica redunda en un efecto de teatralidad en disonancia con el resto del filme, con dos excepciones: una tormenta que preludia una discusión entre el matrimonio; o el momento en el que, tras el asesinato de Robert Kennedy, Garrison entra en el dormitorio para comunicar a Liz la noticia y Stone recoge la angustia de ésta con una panorámica que vuelve a unirlos sentimentalmente, mientras progresivamente entra la luz en la habitación.

Aún con esas excepciones, algunos críticos, como Antonio José Navarro, acusan al realizador de anteponer el discurso verbal al visual ([1]), en palabras del comentarista, "un cargante ·descubrimiento iniciatico de la verdad” construido con imágenes demagógicas: la entrevista entre X y Garrison transcurre, no casualmente, en el Capitolio, para los norteamericanos el paradigma de los valores de democracia y libertad que respalda su país; los cuerpos de Garrison, Liz y su hijo Gasperd se bañan con luz solar mientras abandonan el Tribunal de Justicia, tras fracasar en su intento de encarcelar a Shaw. La prepotencia y arrogancia del realizador revierte en la impresión de que J.F.K. es obra de un demagogo, una megalómano, encantado de escucharse así mismo, y que como tal sus recursos visuales son aborrecibles: abusos de ralentís, primerísimos planos, montaje en ocasiones acelerado. Más reconociendo la profunda antipatía que me suscita tales recursos, no me cabe más remedio que admitir que esos trucos visuales aquí son más justificados que en el resto de su filmografía. Pienso por ejemplo en los ralentís con los que Stone resuelve la paliza que el federal Guy Banister propina a su ayudante Jack Martin (Jack Lemmon: excelente), o con los que logra crear la sensación de conmoción en el desfile de Dallas; o los que muestra a David Ferrie (un Joe Pesci antológico), el hombre que se jactó de organizar el asesinato, huyendo de sus asesinos por su piso. Lo mismo ocurre durante el juicio contra Shaw, donde los insertos de la maza del juez y la cantidad de primeros planos vaticinan la tensión y el fracaso de Garrison; así como en el momento en el que Dean Andrews (un John Candy que no volvió a estar mejor), el abogado contratado por Shaw para defender a Oswald, le recalca a Garrison que él es una pieza minúscula, susceptible de ser asesinada por las entes fácticas del poder, y Stone encuadra sólo sus labios (la parte mínima del conjunto de su cara); o, sobre todo, cuando David Ferrie queda vinculado con Clay Shaw en los periódicos y se reúne con el equipo de Garrison en un hotel, y su histeria tiene su plena correspondencia con una cámara inquieta.

Dicho en otras palabras, el principio de subjetividad pivota sobre una puesta en escena que, pese a alguna elección discutible como unos estetizantes (estos sí) planos en ralentí que nos informan de una orgía en la que participaron David Ferrie, Clay Shaw y el chapero Willie O´Keefe, demuestra una inventiva inesperada en Stone. Miguel Juan Payán enunciaba ejemplos muy significativos al respecto: X y Garrison están situados a las espaldas de Abraham Lincoln (símbolo de la insignificancia del fiscal ante el estado); un plano con grúa aleja del encuadre a Garrison y a sus ayudantes cuando reabren el caso JFK, sugiriendo el plano en picado que dichos hombres "se convierten en una especie de minúsculos Gulliver luchando en tierras de gigante" ([2])…

Hechas todas estas consideraciones, se puede descartar que la elección de los encuadres no obedecen al capricho de Stone, sino a una particular estrategia narrativa, y, ésta no es otra que la de violar todas las concepciones hechas de ante mano sobre el género documental manteniéndose en líneas generales muy fiel al libro de Garrison con alteraciones mínimas (Stone fusiona los rasgos de dos ayudantes del fiscal en un solo personaje, el que propicia lo que Garrison denominó su "Idus de Marzo").. Para empezar, J.F.K. muestra en todo momento una imagen personalizada de Nueva Orleáns y sus calles: los locales controlados por la mafia, los desfiles, la música, la decoración de los restaurantes cobran una vida propia, tal como demuestra el travelling que recorre el mural que preside la mesa en la que almuerza Garrison con Andrews. Sólo en un escenario palpitante puede desarrollarse una trama política de dimensiones insospechadas: resulta sintomática esa magnífica secuencia en la que Bill (espléndido Michael Rooker) logra que un mafioso, a cabo de favores judiciales (único apunte crítico sobre la oficina del fiscal), desenmascare a Clay Shaw, y un hombre vestido de esqueleto comparte el encuadre con los dos personajes, augurando la oleada de muertos que desencadena tal revelación.


No menos llamativo resulta el empleo de flash-back que, lejos de responder a una intención de complicar sin necesidad los hechos, tiene tres funciones concretas: poner en entredicho las afirmaciones de los testigos que mienten a Garrison (sobre todo en el caso de David Ferrie en su primer interrogatorio, y en el de Dean Andrews y Clay Shaw); actuar a forma de fugas mentales de dichos testigos y del propio Garrison (cf. la reunión de Willie O´Keefe en casa de Ferrie, la entrada de Ruby al garaje donde mató a Oswald, la obtención de una huella del rifle una vez que el cuerpo del “cabeza de turco” fue conducido al depósito de cadáveres); y reproducir el pensamiento del fiscal cuando reflexiona sobre las mentiras de La Comisión Warren. De todas ellas merece la pena detenerse en la última, habida cuenta de que Oliver Stone llega a filmar hechos que según él sólo ocurrieron sobre el papel (el Informe Warren), como los asesinatos cometidos por Oswald tras el magnicidio. J.F.K. atesora, además de su propia hipótesis sobre el asesinato, un muy complejo discurso sobre el futuro del documental, y que se desarrolla desde el momento en el que el montaje establece diferencias entre el imaginario (las palabras pronunciadas por cada personaje) y lo que realmente ha acontecido. Desde Woody Allen en Zelig, nadie como Oliver Stone había subvertido de tal manera las reglas sobre las películas de "no ficción": que el propio Jim Garrison encarnase en el filme a su antagonista Earl Warren, que uno de los principales testigos del fiscal (Perry Russo) no citados de forma directa por Stone interviniesen en el filme, que intérpretes tan relacionados con la era Kennedy como Jack Lemmon y Walther Mathau den vida como en sus comedias a personajes antagónicos, y que actores como Gary Oldman interpreten a personajes reales en escenas teóricamente veraces no deja de ser significativo; ya que la noción de lo que entendemos por documento fidedigno y transparente se resquebraja por completo. Las imágenes contradicen los testimonios y reluce el artificio incluso en los momentos donde prima la objetividad, como cuando los ayudantes de Garrison trazan la biografía de Oswald mientras recortan con una cuchilla recortan su silueta sobre una cartulina del que fuera acusado de la muerte de Kennedy mientras al mismo tiempo se suceden imágenes de su estancia en Rusia y en Dallas: Stone refuerza la idea de que todo ese equipo progresivamente obtiene el perfil de un sujeto.

Pero si por un lado J.F.K. ofrece un agudo discurso sobre la relatividad de la veracidad en los documentales, al mismo tiempo ofrece temas que se sitúan más en primer término del encuadre que demuestran la vocación didáctica de su realizador: después de que, a través del montaje, una serie de testigos recuerdan los contactos y acciones de Jack Ruby durante noviembre de 1963 Stone, filma en blanco y negro a un actor interpretando al asesino de Oswald, cuestionando la autenticidad del blanco y negro, declarando que quiere decir la verdad: el siguiente plano muestra al hombre camino del depósito de cadáveres. En primera instancia, Oliver Stone parece recoger objetivamente las consecuencias que se derivan de la investigación de Garrison, pero lo hace mediante efectos dramáticos que enfatizan la idea de que se produjo una conspiración: incluso la estupenda partitura de John Williams insinúa esa sensación a base de la repetición de notas en crescendo sonoro. Como consecuencia de esta concepción, J.F.K. es una película que puede complacer a quienes se dejen impresionar por su explicación del caso (no faltan “frases fuertes” en el metraje como “vuelve el fascismo”, “todo el mundo miente para parecer más importante, sobre todo entre los homosexuales”), o a quienes aún interesarle sobre manera lo narrado, pueden reflexionar sobre el futuro del cine a raíz de su visión, por mucho que se lamente algunas imperfecciones; entre ellas el hecho de que el trabajo del actor principal esté muy por debajo del que ofrece el soberbio reparto en su conjunto. Al final del metraje, Stone introduce unos rótulos en los que afirma que “el pasado es prólogo”: de esas formas de organización política, de ese sistema en el que prevalece la impunidad, se nutre el mañana y de ahí que sea necesario su revisión. Como la del propio pasado del cine, fuentes de vida que gente como Stone no tienen miedo a subvertir.

Notas
[1]Navarro, Antonio José. "Oliver Stone: el compromiso inexitente". p.61, Dirigido por, Nº221, 1994.
[2] Payán, Miguel Juan. Oliver Stone, p,.88, Ediciones JC, 1996.

Texto escrito en 2004

El buen alemán

EL BUEN ALEMÁN
Alemania, año cero

Por Alejandro Cabranes Rubio

Cuando Steven Soderbergh se alzó inmerecidamente con el oscar al mejor director por Traffic de alguna manera ciertos hábitos cinematográficos se consolidaron. Me refiero a un tipo de lenguaje que simulaba cierta profundidad en los discursos, con un empleo elíptico del montaje; pero que bien mirado no sólo resultaba intelectualmente nada satisfactorio, sino vanidoso y poco expresivo. Pero creó un precedente y construyó la base que ha permitido triunfar a la discretísima Crash (Paul Haggis, 2005) y la nefasta Babel (Alejandro González Iñárritu, 2006), ambas bastante más huecas de lo que aparentan a pesar de que en su gestación se vieran implicados hombres que anteriormente habían acertado de pleno. Por todo ello no deja de resultar chocante que en plena apoteosis de la ortodoxia que había instaurado, Soderbergh se desmarque plenamente de ella con El buen alemán, la antítesis narrativa -que no temática- de su propio cine.

Con El buen alemán, Soderbergh intenta hacer algo así como lo que llevó a cabo Todd Haynes en relación al melodrama en Lejos del cielo (producida no casualmente por él): una recreación de un código genérico que bajo una apariencia retro ocultaba no pocas reflexiones inquietantes sobre el mundo actual. Y el tono, aunque inferior al alcanzado por Haynes, asume un aire fantasmagórico de acuerdo a la concepción de una sociedad que presuntamente había abandonado ya a sus espectros. El uso del montaje con cortinillas, la lacónica interpretación de Cate Blanchett, el empleo del blanco y negro, y las imágenes documentales a lo Alemania, año cero remiten directamente hacia un pasado cinematográfico que el realizador concibe como propio. Y si bien es cierto que quizás el protagonista de la función, el Capitán Jake Geismer (George Clooney), quede demasiado idealizado; que su resolución es previsible y que en ocasiones la cinta puede resultar algo mecánica por lo que tiene de pastiche; contra todo pronóstico, El buen alemán se erige en el mejor trabajo de su director desde la época de Kafka (1991), y es fácil que comparta el mismo destino en la crítica española que el de la estupenda La condesa rusa (James Ivory, 2005), película de la que se puede aprender cómo se pueden trascender de ciertos clichés con un guión y una planificación cargada de rigor. Increíblemente aquel que reverdeció laureles por su posmodernismo, es abandonado por sus acólitos contando con un libreto bastante mejor construido que en anteriores ocasiones.

En efecto, El buen alemán se beneficia directamente de la firma de Paul Attanasio, un guionista que en dos trabajos previos ejemplares (Quiz Show, Donnie Brasco) había emprendido como en esta ocasión viajes al pasado que se sustentaban en torno a la importancia de la realidad y la dignidad humana, y a la putrefacción de un mundo o bien amañado o traicionado (en todo caso siempre manipulado), y cuyos errores terminaban por dañar cualquier relación personal. Ahora bien, El buen alemán es una película de Soderbegh y se nota en algunas cosas: su canto a la supervivencia en una sociedad donde los crímenes quedan impunes. En otras palabras, la cinta reúne aspectos temáticos que le interesan a sus dos responsables artísticos, que tienen preferencia por los personajes que quedan impunes a pesar de sus actividades ilegales. El protagonista de Quiz Show quedaba perdonado de la misma manera que el de Traffic heredaba un monopolio. La fusión de los intereses de Attanasio y Soderbegh se materializa en un encuadre excelente: la muchedumbre aclamando la llegada de unos nuevos días, aplaudiendo a los aliados, mientras en segundo término un criminal sale de la masa de gente sin que esta se inmute de un asesinato que ha realizado a la vista de todos los presentes. Con permiso de la espléndida El libro negro (Paul Verhoeven, 2006), hace mucho que no se veía una visión tan negra de esos días supuestamente felices.

Desde sus primeras imágenes, El buen alemán inicia su metraje con una atmósfera festiva por las negociaciones de Potsdam. La guerra se convierte en un negocio, como afirma alegremente Tully (un magnífico Tobey Maguire), el chofer del Capitán Geismer, que viene a participar en los acuerdos. La descripción abrupta y sórdida del personaje -de acuerdo a su turbiedad moral-, muy bien trazada visualmente por Soderbergh -quien lo muestra hablando directamente a la cámara-, resume buena parte del espíritu de una cinta que bajo su nostálgica fachada se desvincula de cualquier conformismo. No resulta, en ese sentido, nada casual el concurso de Maguire, la encarnación de la inocencia pervertida de la joven América.

Esa perversión de los personajes se traslada al fondo de la cuestión: El buen alemán nos habla de una paz construida sobre asesinatos e intereses mezquinos que revelan la hipocresía de ambas partes con tal de lograr sus objetivos (1) y que se pueden concretar aún a costa de borrar la memoria de los campos de concentración. Y las sombras de Potsdam se proyectan sobre unas relaciones internacionales actuales en las que las antiguas alianzas entre Estados Unidos con Irak y Al-Kaeda han dado paso a una contienda de desgaste y destrucción que sólo se cobra víctimas inocentes.

De ahí que las imágenes de El buen alemán resulten cuanto menos amenazadoras, como el travelling que descubre que Tully es vigilado, o el plano en el que la amante de éste (Lena: Cate Blanchett), con un pasado sobre el que reposa buena parte de la solidez de la película, negocia su futuro mientras las rejas de una escalara la encierran en el encuadre. La turbiedad de las situaciones viene definida tanto por el guión como por la cámara, como cuando Soderbegh desenfoca al Capitán mientras Lena (que también ha sido su amante) le relata sus experiencias traumáticas; o cuando esta se reúne con su antiguo marido en las alcantarillas y la planificación adelanta las decisiones –con ayuda de la iluminación- que va a emprender la protagonista (donde predomina la oscuridad sobre la iluminación que emanan de las linteras); o en la panorámica que descubre el cadáver de Tully al lado de un río… Hace mucho tiempo que Soderbegh no demostraba tanto gusto por el detalle (ni siquiera en su divertida Ocean Eleven), tal gusto por sacarle partido a los gestos de los actores (memorable el encuentro entre Tully, Lena y Jake en un bar) ni las escenas de acción –todas muy bien filmadas- tenían tantas connotaciones. Ni la banda sonora (gentileza de un Thomas Newman que parece evocar al Jerry Goldsmith de Los niños del Brasil) poseía tal expresividad en su cine.

Por todo ello resulta una auténtica pena que esa rigidez formal, ese estilo asumidamente envarado, impida a esta notable película ir un poquito más allá de lo que podría haber llegado. Su atmósfera tan deliciosamente anticuada como la de otra revisión de la II Guerra Mundial que mereció mejor suerte crítica (Enigma, 2002), se convierte en su mayor atractivo en tanto revela una mirada implacable, con un retrato femenino audaz; pero a su vez en un pequeño lastre al forzar un poco su propia estructura. Si bien son tantos los méritos que ostenta (entre ellos una sólida dirección de actores, entre los que me gustaría hacer una mención a Beu Bridges), que decididamente hacen de El buen alemán una rara avis dentro del cine contemporáneo, cuya singularidad no será apreciada por los que defendieron en su momento la que presuntamente gastaba Traffic.
Notas
(1)Los americanos son capaces de contratar a un científico nazi para construir bombas y atómicas; y los rusos preparan el control sobre la zona.

Nunca digas nunca jamás

NUNCA DIGAS NUNCA JAMÁS
La versión pirata
Por Alejandro Cabranes Rubio
Al final de Nunca digas nunca jamás un enviado del jefe del servicio secreto británico, M (Edward Fox), Nigel (Rowan Atkinson: anticipando su temible legado al cine) se queda estupefacto cuando James Bond declina la oferta de reincorporarse al servicio, ya que el mundo no estaría a salvo sin él. Bond se aproxima a la cámara y guiña el ojo. Sólo con esta conclusión se pretendía desafiar a toda la franquicia de 007 encabezada por el productor Albert Brocccoli. Lo cierto es que a veintitrés años de su estreno, Nunca digas nunca jamás se puede considerar el más señalado precedente de Muere otro día al convertir a Bond en poco menos que en un cincuentón harto de sacar las castañas del fuego a sus superiores, quienes incluso han tenido la desfachatez de enviarlo a una clínica de reposo para que pierda unos quilos de más. Como la película que cerrase la etapa Brosnan, James Bond deviene en un anacronismo viviente cuyo desprecio por lo políticamente correcto le hace en teoría inservible. Al revés que en aquella ocasión, Nunca diga nunca jamás justifica finalmente los años de experiencia, por más que esa oferta de M quede rechazada: el filme ante todo se puede interpretar como la mueca de desprecio hacia los gobernantes actuales, indignos de recibir ayuda,; un guiño hacia unos fans que como el propio agente prefieren batirse en retirada y disfrutar de la jubilación. La próxima vez que ESPECTRA robe cabezas nucleares, otros han de realizar el trabajo indispensable que desempeñaba. Después de la crisis del petróleo, la guerra de Camboya y el caso Watergate resulta comprensible la reacción del protagonista como lo es que, a pesar de que la acción se trasladase a la era que alumbró la Perestroika, todavía los dardos se dirijan contra el bloque soviético cuyo hielo no tardaría en deshacerse.

Por un lado tenemos el respeto a las convenciones genéricas de la saga con una trama que sigue la fórmula de Operación Trueno, de la cual Nunca digas nunca jamás se confiesa "ilegal" remake. Por el otro, el sentido desprecio hacia los dirigentes sólo interesados en conservar su estrategia geopolítica. Una secuencia define la colisión entre ambas perspectivas. 007 y el villano de ESPECTRA, Largo (un Klaus María Brandauer chulesco y que disfruta del personaje), juegan en una pantalla electrónica a bombardear el mundo; poniendo de relieve la virtualidad de la geoestrategia y la política de bloques… Al mismo tiempo que el realizador Irving Keshner logra sacar partido de los gestos de los contrincantes, generando cierta tensión, ambos quedan plenamente ridiculizados: si no fuera por los insertos que muestran complacida a Fátima (una divertida Bárbara Carrera), aliada de Largo, la secuencia sería excelente en su combinación de parodia y aventura, en su denuncia de una humanidad para la que el inmenso planeta ya sólo sirve para jugar a la destrucción.

Nunca digas nunca jamás combina errores y aciertos derivados de sus enfoques dispares. Entre los primeros ya no sólo su carácter formulario, el tímido esbozo de la memorable malvada que podía haber sido Fátima, o la nefasta aportación musical de Michel Legrand; sino sobre todo un sentido del humor tosco (la execrable presentación de Nigel; la pesca en pleno mar de Bond a manos de una mujer llamada Nicole), demasiados subrayados visuales (cf. el plano de Fátima bajando unas escaleras, vestida de diablesa y complacida por el hecho de que Largo le proporcione una nueva oportunidad de acabar con el espía británico) e incluso mal gusto en la planificación que se detecta en cierta deleitación a la hora de captar “el ambiente” de los años ochenta (filmando la pericia de Fátima como surfera, o de la novia de Largo, Dominó como bailarina), o en montajes realmente espantosos como el que relaciona a unos peces…con James Bond y Fátima haciendo el amor.

Si a pesar de todo ello Nunca digas nunca jamás no resulta un espectáculo despreciable, ello se debe a algunos buenos momentos. Pienso en su diminuta disquisición sobre la distorsión de los sentidos en una escena en la que un personaje emplea unos ojos que no son los suyos para modificar el rumbo de unas cabezas nucleares. O en la atractiva similitud entre Largo y el Capitán Nemo, ambos aspirantes a dominar el mundo desde un barco (o submarino) y ambos propietarios de terrosos terrenos donde guarecerse. O en algunas secuencias de acción bien filmadas como en la que Bond se enfrenta a un tiburón o se pelea contra un hombre enviado por Fátima…al que 007 vence arrojándole su propia orina a los ojos. O en detalles malévolos como el de Nicole –la mujer que sacó al héroe del océano- ahogada en una fuente. O en el travelling que vincula a Domino y James charlando con Largo y Fátima planeando maldades en una oscuridad que refuerza el carácter conspirativo de su conversación. Pequeños méritos que logran que aceptemos el guiño del agente secreto una vez más.

Sólo para tus ojos

SOLO PARA TUS OJOS
De Shirley Bassey a Sheena Easton
Por Alejandro Cabranes Rubio

Shirley Bassey prestó su voz al tema musical más conocido de la saga Bond, Goldfinger, por lo que ha sido hasta este momento la única cantante que ha repetido en más títulos de la franquicia, concretamente en Diamantes para la eternidad (Diamonds are forever, Guy Hamilton, 1971) y Moonraker (Lewis Gilbert, 1969). En cierta medida musicalmente queda asociada a los orígenes del personaje durante sus primeras dos décadas, en las cuales Paul McCartney, Louis Armstrong, Carly Simon, Tom Jones o Nancy Sinatra también quedaron vinculados a las producciones de Albert Brocccoli. Todos son intérpretes con una personalidad inconfundible. Por eso la prestación de Sheena Easton para Sólo para tus ojos (For Your Eyes Only, John Glen, 1981) no tiene nada de anecdótica. A partir de esos años, con las excepciones de Gladis Knight y Tina Turner, las películas Bond empiezan con las voces de grupos característicos de unos estilos musicales que rompen con el estilo melódico de esas dos décadas: el pop de Easton o el rock de Duran Duran (impensable en los años que 007 se enfrentaba a Scaramanga o Goldfinger) no poseen las connotaciones ideológicas/artísticas de sus antecesores. No en vano, Sólo para tus ojos fue el primer filme de la década que alumbró el deshielo de la guerra fría. Y eso significa por lo menos dos cosas: que la utilidad de James Bond queda más entredicha en los nuevos tiempos, y que debe adaptarse a ellos como evidencia esa ruptura musical antes comentada.

Si a ello le sumamos el hecho de que Roger Moore ya era consciente de que no le quedaban muchas más oportunidades para ¿interpretar? a 007 por cuestiones de edad, no cabe duda de que el personaje dejaba atrás un pasado cinematográfico. Al respecto la primera secuencia de Sólo para tus ojos encierra una declaración de intenciones al contener el definitivo cuerpo a cuerpo entre agente secreto y el número uno de la organización ESPECTRA, Blofeld, el hombre que hizo enviudar a Bond. Ese combate no sólo se salda con la muerte de Blofeld, echando el cierre a una etapa, sino que además presentaba una característica muy peculiar: nunca se ve la cara del susodicho, como en sus primeras apariciones en títulos Desde Rusia con amor (From Rusia with Love, Terence Young, 1962); y no de cuerpo entero bajo los rasgos de Donald Pleasance, Telly Savallas, Charles Grey. Blofeld ya no formaba parte del ideario de Broccoli, pero sí de su socio (el productor Kevin McClory) en Operación Trueno (Thunderball, Terence Young, 1965) quien al preparar el remake del mismo (Nunca digas, nunca jamás) contrató a Max Von Shydow para interpretarlo; aunque también en esta ocasión el tratamiento de la historia hace hincapié en el envejecimiento de 007.

Ese envejecimiento en Sólo para tus ojos se traduce en seis hechos muy concretos: rehusa acostarse con una jovencita (Bibi Dahl: Lynn Holly Jonson); tarda más de lo habitual en cautivar a la protagonista (Melina: Carole Bouquet); engañado casi hace el trabajo sucio del villano (Kristatos: Julian Glover, el mismo que también lograría confundir a Harrison Ford en Indiana Jones y la última cruzada) tomando por un enemigo a un hombre que le ayudará en su trabajo (Columbo: Topol); su misión se desarrolla en la cuna de la civilización occidental (Grecia); y ésta no tendrá un resultado plenamente satisfecho (recuperar Attac, un transmisor que da órdenes de lanzar automáticamente cohetes) al arrojar el Attac al vacío para romperlo sin que nadie pueda usarlo. Al revés que en Moonraker, hay algo parecido a un ligero tratamiento de personajes y eso revierte positivamente en los resultados finales.

Eso no quiere decir que la cinta esté del todo conseguida y no sólo por la clásica rigidez de la estructura narrativa característica de la saga. Para empezar la horrible partitura de Bill Conti resta bastante tensión a la acción, alcanzando su cima de ridículo más grande cuando relaciona musicalmente Madrid con un tema aflamencado muy poco oportuno. De nuevo el sentido paródico que imprime el concurso de Roger Moore termina restando interés a algunas secuencias de acción, como una persecución por las carreteras españolas, repleta de chistes fáciles y planos enfáticos (el primer plano de Roger Moore, horrorizado al ver el coche de Carole Bouquet). Incluso secuencias dotadas de cierto atractivo, como en la que Melina y James Bond bucean sobre varias ruinas griegas están desaprovechadas por su falta total y absoluta de sentido de lo atmosférico.

A pesar de ello, John Glen increíblemente logra bastantes buenos momentos a retener, impensables en alguien a quien se debe un engendro de la calaña de Cristóbal Colón: el descubrimiento (Christopher Columbus: The Discovery, 1992). Pienso en la panorámica que recoge el momento en el que Melina recoge un regalo que hizo para su madre, asesinada ante sus ojos; en la manera de insinuar que un asesino acecha a Melina y Bond mientras bucean; o en el travelling que descubre que ésta espía a Bond en un casino; o en ciertos detalles en las secuencias de acción: el travelling hacia las ruedas de una moto que advierte que Melina será atacada; en el travelling que relaciona a un esquiador, Erich (John Wyman), con el número dos de Kristatos (Locque: Michael Gothard) advirtiendo que ambos están confabulados para matar a Bond… Así mismo destacar en esa balaza positiva dos escenas muy bien filmadas: el asesinato de una Condesa (la que fuera la difunta mujer de otro Bond, Pierce Brosnan: Cassandra Harris) en la playa; y el enfrentamiento entre Bond y un matarife contratado por Kristatos en lo alto de una montaña… También es digno de mención algún apunte sobre Erich (otro heredero directo del personaje de Robert Shaw en Desde Rusia con amor): “ni siquiera habla con las chicas”…y que viene a cuestionar también la transformación del prototipo de los enemigos de 007 durante dos décadas. Puede que Bond dejase de escuchar a Shirley Bassey en beneficio de la más ligera Sheena Easton, pero su aterrizaje en los años ochenta resultaba mucho más óptimo de lo que podía hacer esperarse tras los paupérrimos resultados de Moonraker.

El guerrero número 13


EL GUERRERO NÚMERO 13
Tiempos bárbaros
Por Alejandro Cabranes Rubio

El guerrero número trece (The 13th Warrior, John McTiernan, 1999) cosechó en España una acogida tibia, injusta dada la singularidad de su propuesta y más si la contrastamos con la dispensada a la anterior película protagonizada por Antonio Banderas, La máscara del zorro (The Mask of Zorro, Matrin Campbell, 1998), a todos los niveles más conformista, sin prejuicio de que fuera una película agradable de ver. Quizás tres factores ayuden a entender esta indiferencia. El primero de ellos, posiblemente, esté relacionado con la total desvinculación de El guerrero número trece con la excepcional Los Vikingos (The Vikings, Richard Fleischer, 1958), para muchos el ejemplo paradigmático de cómo hay que contar una historia protagonizada por los pueblos del norte de Europa durante la Edad Media. Por una vez que alguien decide rodar una película de vikingos con su propia personalidad, no lo toman en serio: tantas veces se reclama el sentido del riesgo y cuando por fin un director hace gala de él lo acusan de aburrido. El segundo también responde a un prejuicio muy estúpido: el hecho de que esté basado en una novela de Michael Crichton levanta (lógicas) suspicacias sobre la calidad de la película. Si alguien ha visto esa horrible película más que machista llamada Twister (Jan de Bont, 1996) o logra recordar la espantosa Congo (1996), de un Frank Marshal sin complejos -ver ese momento en el que, a sones de The Mamas and The Papas, los protagonistas descienden por un río; o, sobre todo, el delirante final-, de entrada niega cualquier virtud a El guerrero número trece. Pero, conviene recordar, las sinopsis de los bet-sellers del autor al menos tienen algún apunte interesante. Por añadidura, hay que considerar que la filmografía de Michael Crichton como director contiene algún título medianamente simpático como El primer asalto a un tren. En tercer lugar, el nombre de John McTiernan pone nervioso a “los intelectuales” -los mismos que aplauden las estupideces de Todd Solondz y Jane Campion-, ya que, lo admito, hay títulos suyos escalofriantes como La jungla de cristal 3 (Die Hard, 1994) al lado de otros interesantes, pero no del todo conseguidos como Los últimos días del edén (The Last Days of Eden, 1993). Por si fuera poco, las discrepancias artísticas entre Crichton y McTiernan revirtieron negativamente en el proceso de montaje de la película, hecho que sistemáticamente para los críticos significa que ésta es malísima (ejemplos como la plomiza Todos los caballos bellos sustentan esta teoría).

Una vez que nos desprendemos de estas impresiones previas, al ver El guerrero número trece se llega a una conclusión: es una buena película. Su discurso sobre las relaciones entre el hombre y la naturaleza así como la magnífica labor tras las cámaras de McTiernan elevan su interés de forma harto considerable. Su trama argumental es bien sencilla: un noble árabe, Ahmed Ibn Fahdlan (Antonio Banderas) se ve obligado a trabajar como embajador fuera de su país, acompañado de su tutor Melchisdek (Omar Sharif). Huyendo de los tártaros, Fahdlan se refugia entre un pueblo del norte, el cual le recluta para combatir contra unos enemigos, los wendolfs, también conocidos como “los devoradores de cadáveres”. El guerrero número trece pertenece a ese subgénero de películas donde el viaje se convierte en fuente de conocimiento y maduración, y en el que un personaje como Fahdlan se introduce en ese mundo por explorar, compartiendo su mirada con la del espectador. El guerrero número trece recrea la experiencia de Fahdlan en un lugar que le resulta ajeno en sus costumbres y creencias religiosas, en el que a pesar de todo acaba acomodándose. John McTiernan opta por el rodaje en la cámara en mano para que cada plano, por espectacular que sea, posea cierta intimidad, y para que el proceso de aprendizaje del protagonista tenga algo de documento antropológico. Desde el momento en el que Fahdlan penetra en la tienda de campaña montada por Buliwyf (Vladimir Kulich), la puesta en escena, desde un punto de vista subjetivo, está atenta a cada acción del pueblo nórdico y lo hace desde un punto de vista cotidiano, sin deleitarse en ellas: su forma de comer, de disfrutar del almuerzo con representaciones escénicas, su violencia…

La puesta en escena transmite en todo momento un sentimiento de extrañeza que da paso a una mayor serenidad formal en consonancia con la mejor integración de Fahdlan en esa sociedad. Resulta memorable la secuencia en la que empieza a hablar en el mismo idioma que sus nuevos compañeros: los primerísimos planos de los labios de éstos, los primeros planos de sus rostros, los movimientos de cámara hacia sus figuras y hacia la del árabe, en un progresivo crescendo, insinuar con fuerza el proceso por el cual Fahdlan adquiere un sistema lingüístico y su capacidad para quedar integrado en el grupo. La posesión de todo un nuevo código vital le permite constatar las semejanzas entre pueblos distintos caracterizados por su brutalidad, por una actividad guerrera, como muy bien expresa el plano que relaciona el ataque de los salvajes tártaros con la nave vikinga, en el fondo dos sociedades cuyas peores características quedan sintetizadas en los despiadados wendolfs, cuyos disfraces de oso simbolizan el lado más primitivo de la naturaleza.

En esa barbarie, el miedo y los terrores más profundos exigen la adopción de un frente común para extirpar el mal. De acuerdo con la importancia de ese hecho, la configuración de la partida de guerreros para luchar contra los wendolfs está rodada con un tono casi místico, comparable a una escena similar de El señor de los anillos: la comunidad del anillo (The Lord of the Rings: The Fellowship of the Ring, Peter Jackson, 2001): la sucesión de primeros planos exaltando el porte heroico de los voluntarios, en ritmo casi coreográfico, dotan a la secuencia de una ejemplar armonía.

Definitivamente instalados en el territorio del Rey Hrothgar (Sven Wollter), los trece guerreros se sitúan frente a un enemigo capaz de provocar los más sádicos asesinatos: el estremecedor registro a una cabaña atacada por los wendolfs saca a relucir la vulnerabilidad y los temores de unos hombres acostumbrados a batirse y decapitarse con la más absoluta frialdad (es de agradecer que las consecuencias de este tipo de duelos estén filmadas por McTiernan de acuerdo con su planteamiento, prefiriendo visualizar la sangre salpicando a los asistentes que el acto brutal). A raíz sus inquietudes, John McTiernan despliega su talento para sugerir el profundo terror: la imagen de los Wendolfs subiendo una colina con antorchas en forma de una serpiente; el inserto de un wendolfs espiando a los trece guerreros; el zoom que muestra a un niño huyendo de los "devoradores de cadáveres", el zoom de retroceso que se aleja de los hombres mientras discuten sobre el origen de éstos; los planos de los wendolfs forzando la puerta donde los protagonistas los esperan a sabiendas de que es posible que no vuelvan a ver el sol, otorgan una sensación de inquietud plenamente lograda.

La desazón al no comprender la naturaleza de los wendolfs, de apariencia animal y cuyos muertos desaparecen misteriosamente, impiden a los hombres vivir en armonía con el medio físico, indefensos física y psíquicamente ante lo desconocido, donde apenas pueden bromear y amar, tal como ocurría también en otras culturas que, aunque con otras características, no diferían mucho en sus hábitos belicosos. El encuentro con los emisarios de otros mundos (como Fahdlan) les obliga a racionalizar aquellas cosas que daban por inexplicables. Así en su primer combate con los wendolfs como indicaba Antonio José Navarro (Dirigido por, Nº283, 1999) ), "las espadas y las hachas chocan contra figuras infernales; los cuerpos se agitan poseídos por una voraz sed de sangre, el sonido de las armas se funden con los gritos de furia y dolor, los miembros amputados y las heridas obligan a retroceder al enemigo". La oscuridad que preside la batalla hace sentir al espectador esa misma sensación de pavor, de falta de control sobre el terreno que pisan. Contrastado con el primer embiste, en su segundo encuentro directo Fahdlan mata a un wendolf y comprende que es un ser humano, no una extraña criatura monstruosa, de ahí que en ominoso picado McTiernan resalte su cuerpo agonizante. A partir de entonces, la certeza de que el contrario no es invencible revierte en el ánimo de una población que recobra el aliento y deja de encontrarse doblegada ante el poder de las fuerzas exteriores. Como recuerda Antonio José Navarro es entonces cuando "el árabe participará en la lucha con una rabia jamás vista en él, libre de pánico".

Una vez desvanecidas las supersticiones en torno a lo wendolfs, McTiernan se dedica a elaborar cierta escenografía del empirismo, facultad con la que los individuos se volverán a sentir libres al ser conscientes plenamente de su propia idiosincrasia: verán de nuevo la luz en vez de atisbar de lejos los reflejos que emite ésta sobre su pueblo. Pero si para Platón los hombres deben de salir de sus cavernas para que el entendimiento de las sombras que inundan las paredes donde habitan sea inteligible, para McTiernan los trece guerreros tienen que regresar a ellas, a la guarida de los wendolfs, una cueva oculta tras unas cataratas para despejar los enigmas que encierran sus enemigos. El regreso al estado embrionario del cosmos conlleva en El guerrero número trece el enfrentamiento de los protagonistas con su propia imagen, de la cual los wendolfs son un espejo y a la vez su propio pasado. Resulta antológico, al respecto, el momento en el que Buliwyf, antes de iniciar su ataque, contempla las cabezas cortadas por los wendolfs: la visión horrenda de los restos de sus amigos muertos supone el primer paso hacia el final de la oscuridad al contener un elemento de reflexión sobre la crueldad del ser humano. Adquiridas nuevas lecciones en la cueva, los trece guerreros reciben un tercer ataque de los wendolfs que se salda con la definitiva derrota de éstos. La lluvia refresca todo el aire enrarecido que impedía respirar a los súbditos de Hrothgar. El plano de Buliwyf sentado en un trono mientras fallece a consecuencias de las heridas y el empleo del ralentí durante la batalla anuncian el final de una etapa oscura. Sin duda, El guerrero número trece posee una personalidad propia, marcada por la gravedad de su planteamiento y puesta en escena, contemplativa y reflexiva. Sólo dos factores impiden a esta crónica sobre los miedos más profundos de la sociedad ser una obra maestra: a) una banda sonora de Jerry Goldsmith tendente a la fanfarria y el subrayado, y muy lejos de las cotas alcanzadas por el compositor en La profecía, b) el plano final de Fahdlan victorioso en su regreso al hogar, concesión hollywoodiense destinada a edificar al espectador
Texto escrito en 2004.