sábado, 8 de marzo de 2008

Nunca digas nunca jamás

NUNCA DIGAS NUNCA JAMÁS
La versión pirata
Por Alejandro Cabranes Rubio
Al final de Nunca digas nunca jamás un enviado del jefe del servicio secreto británico, M (Edward Fox), Nigel (Rowan Atkinson: anticipando su temible legado al cine) se queda estupefacto cuando James Bond declina la oferta de reincorporarse al servicio, ya que el mundo no estaría a salvo sin él. Bond se aproxima a la cámara y guiña el ojo. Sólo con esta conclusión se pretendía desafiar a toda la franquicia de 007 encabezada por el productor Albert Brocccoli. Lo cierto es que a veintitrés años de su estreno, Nunca digas nunca jamás se puede considerar el más señalado precedente de Muere otro día al convertir a Bond en poco menos que en un cincuentón harto de sacar las castañas del fuego a sus superiores, quienes incluso han tenido la desfachatez de enviarlo a una clínica de reposo para que pierda unos quilos de más. Como la película que cerrase la etapa Brosnan, James Bond deviene en un anacronismo viviente cuyo desprecio por lo políticamente correcto le hace en teoría inservible. Al revés que en aquella ocasión, Nunca diga nunca jamás justifica finalmente los años de experiencia, por más que esa oferta de M quede rechazada: el filme ante todo se puede interpretar como la mueca de desprecio hacia los gobernantes actuales, indignos de recibir ayuda,; un guiño hacia unos fans que como el propio agente prefieren batirse en retirada y disfrutar de la jubilación. La próxima vez que ESPECTRA robe cabezas nucleares, otros han de realizar el trabajo indispensable que desempeñaba. Después de la crisis del petróleo, la guerra de Camboya y el caso Watergate resulta comprensible la reacción del protagonista como lo es que, a pesar de que la acción se trasladase a la era que alumbró la Perestroika, todavía los dardos se dirijan contra el bloque soviético cuyo hielo no tardaría en deshacerse.

Por un lado tenemos el respeto a las convenciones genéricas de la saga con una trama que sigue la fórmula de Operación Trueno, de la cual Nunca digas nunca jamás se confiesa "ilegal" remake. Por el otro, el sentido desprecio hacia los dirigentes sólo interesados en conservar su estrategia geopolítica. Una secuencia define la colisión entre ambas perspectivas. 007 y el villano de ESPECTRA, Largo (un Klaus María Brandauer chulesco y que disfruta del personaje), juegan en una pantalla electrónica a bombardear el mundo; poniendo de relieve la virtualidad de la geoestrategia y la política de bloques… Al mismo tiempo que el realizador Irving Keshner logra sacar partido de los gestos de los contrincantes, generando cierta tensión, ambos quedan plenamente ridiculizados: si no fuera por los insertos que muestran complacida a Fátima (una divertida Bárbara Carrera), aliada de Largo, la secuencia sería excelente en su combinación de parodia y aventura, en su denuncia de una humanidad para la que el inmenso planeta ya sólo sirve para jugar a la destrucción.

Nunca digas nunca jamás combina errores y aciertos derivados de sus enfoques dispares. Entre los primeros ya no sólo su carácter formulario, el tímido esbozo de la memorable malvada que podía haber sido Fátima, o la nefasta aportación musical de Michel Legrand; sino sobre todo un sentido del humor tosco (la execrable presentación de Nigel; la pesca en pleno mar de Bond a manos de una mujer llamada Nicole), demasiados subrayados visuales (cf. el plano de Fátima bajando unas escaleras, vestida de diablesa y complacida por el hecho de que Largo le proporcione una nueva oportunidad de acabar con el espía británico) e incluso mal gusto en la planificación que se detecta en cierta deleitación a la hora de captar “el ambiente” de los años ochenta (filmando la pericia de Fátima como surfera, o de la novia de Largo, Dominó como bailarina), o en montajes realmente espantosos como el que relaciona a unos peces…con James Bond y Fátima haciendo el amor.

Si a pesar de todo ello Nunca digas nunca jamás no resulta un espectáculo despreciable, ello se debe a algunos buenos momentos. Pienso en su diminuta disquisición sobre la distorsión de los sentidos en una escena en la que un personaje emplea unos ojos que no son los suyos para modificar el rumbo de unas cabezas nucleares. O en la atractiva similitud entre Largo y el Capitán Nemo, ambos aspirantes a dominar el mundo desde un barco (o submarino) y ambos propietarios de terrosos terrenos donde guarecerse. O en algunas secuencias de acción bien filmadas como en la que Bond se enfrenta a un tiburón o se pelea contra un hombre enviado por Fátima…al que 007 vence arrojándole su propia orina a los ojos. O en detalles malévolos como el de Nicole –la mujer que sacó al héroe del océano- ahogada en una fuente. O en el travelling que vincula a Domino y James charlando con Largo y Fátima planeando maldades en una oscuridad que refuerza el carácter conspirativo de su conversación. Pequeños méritos que logran que aceptemos el guiño del agente secreto una vez más.

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