sábado, 8 de marzo de 2008

JFK, caso abierto

JFK, CASO ABIERTO
El artificio y el documento
Por Alejandro Cabranes Rubio

El pasado 22 de noviembre se cumplía cuarenta años del asesinato del presidente John Fitgerald Kennedy. De una fecha a otra la investigación sigue despertando interés entre una importante parte de la sociedad: hay quien juega a los acertijos, y quien intentar comprender los principios vectores de cualquier sistema político y de la vertebración del poder a través de la alianza de corporaciones con intereses comunes. Trece años después de su estreno, J.F.K. (Oliver Stone, 1991) constituye -guste o no, se comporta o no sus aseveraciones concretas- un documento que refrenda la tesis de que el magnicidio sólo fue posible por la firma de pactos de silencio entre distintas entes (CIA, FBI, la mafia, la población anti-castrista, la oficina del sheriff de Dallas, la Casablanca).

Intentar abordar el análisis de ésta película (o mejor dicho falso documental) desde ese prisma sólo nos conduciría a un estudio sociológico, más pendiente de debatir sobre la tesis propuesta por Oliver Stone y el ex fiscal del distrito de Nueva Orleáns, el ya fallecido Jim Garrison, que de intentar contextualizar la importancia de su realización, tanto a nivel ideológico como audiovisual. Porque, huelga decirlo, J.F.K. puede ser diseccionada por los críticos e historiadores de forma coyuntural (es decir considerando sólo un hecho político: el magnicidio) o global, optando por un estudio antropológico del poder. Un poder, sostiene Oliver Stone a través de las palabras de un personaje ficticio, X (Donald Sutherland), que se alimenta del arte de la guerra; de la puesta en marcha de una carrera de armamentos que aumente el consumo interno del estado, y que no debe ser modificado o alterado so pena de agotar los recursos financieros del sistema. En otras palabras, J.F.K. vincula el magnicidio de Dallas con la decisión de Kennedy de disminuir el peso de los federales y de la CIA sobre la política exterior del país mediante el traspaso de poder al Departamento de Estado Mayor: Stone relaciona el asesinato del presidente con su decisión de abandonar Vietnam y con su iniciativa de llevar a cabo el programa de la “Alianza para el Progreso” en los “estados prebenditarios” de América Latina.

En momentos en los que en el mundo se practica nuevos tipos de golpes de estado –desde la compra de tránsfugas a la obstrucción del recuento de votos, a la intentona fallida de mentir a unos electores abatidos por una masacre-, J.F.K. nos brinda la oportunidad de trazar analogías entre la coyuntura internacional de aquel entonces y la de hoy; entre el Vietnam de ayer y una guerra que sólo encontró su razón de ser en oscuros intereses empresariales que afectaban al precio del petróleo y a la reconstrucción de Irak. Por tales motivos mi curiosidad hacia J.F.K. no ha dejado de crecer desde que en 1992 la viese por vez primera. No quiero decir que sea una película extraordinaria y que no se la pueda hacer reproches ideológicos importantes (Oliver Stone santifica a Kennedy y a Jim Garrison), pero contiene tantos puntos dignos de comentar que no me hacen dudar ante el hecho de que, junto con Nixon (1995), se trata del mejor filme de un realizador al que se deben –no lo olvidemos- películas realmente horribles como Asesinos natos (1994).
Oliver Stone, al reconstruir la investigación llevada a cabo por Garrison (Kevin Cotsner) y que culminó con la detención del director del Centro Internacional del Comercio en Nueva Orleáns, Clay Shaw (Tommy Lee Jones imprime un cinismo y elegancia a su personaje de forma realmente admirable), ha desechado la filmación objetiva de los hechos relatados a favor de una mayor subjetividad, y que le lleva a incurrir en subrayados, tanto verbales –durante el proceso contra Shaw pone numerosas frases de juicio moral en boca de Garrison- como visuales. Entre los primeros destaca negativamente aquellos con los que intenta narrar el distanciamiento afectivo entre el fiscal y su mujer, Elizabeth (Sissy Spacek), en los que el exceso de retórica redunda en un efecto de teatralidad en disonancia con el resto del filme, con dos excepciones: una tormenta que preludia una discusión entre el matrimonio; o el momento en el que, tras el asesinato de Robert Kennedy, Garrison entra en el dormitorio para comunicar a Liz la noticia y Stone recoge la angustia de ésta con una panorámica que vuelve a unirlos sentimentalmente, mientras progresivamente entra la luz en la habitación.

Aún con esas excepciones, algunos críticos, como Antonio José Navarro, acusan al realizador de anteponer el discurso verbal al visual ([1]), en palabras del comentarista, "un cargante ·descubrimiento iniciatico de la verdad” construido con imágenes demagógicas: la entrevista entre X y Garrison transcurre, no casualmente, en el Capitolio, para los norteamericanos el paradigma de los valores de democracia y libertad que respalda su país; los cuerpos de Garrison, Liz y su hijo Gasperd se bañan con luz solar mientras abandonan el Tribunal de Justicia, tras fracasar en su intento de encarcelar a Shaw. La prepotencia y arrogancia del realizador revierte en la impresión de que J.F.K. es obra de un demagogo, una megalómano, encantado de escucharse así mismo, y que como tal sus recursos visuales son aborrecibles: abusos de ralentís, primerísimos planos, montaje en ocasiones acelerado. Más reconociendo la profunda antipatía que me suscita tales recursos, no me cabe más remedio que admitir que esos trucos visuales aquí son más justificados que en el resto de su filmografía. Pienso por ejemplo en los ralentís con los que Stone resuelve la paliza que el federal Guy Banister propina a su ayudante Jack Martin (Jack Lemmon: excelente), o con los que logra crear la sensación de conmoción en el desfile de Dallas; o los que muestra a David Ferrie (un Joe Pesci antológico), el hombre que se jactó de organizar el asesinato, huyendo de sus asesinos por su piso. Lo mismo ocurre durante el juicio contra Shaw, donde los insertos de la maza del juez y la cantidad de primeros planos vaticinan la tensión y el fracaso de Garrison; así como en el momento en el que Dean Andrews (un John Candy que no volvió a estar mejor), el abogado contratado por Shaw para defender a Oswald, le recalca a Garrison que él es una pieza minúscula, susceptible de ser asesinada por las entes fácticas del poder, y Stone encuadra sólo sus labios (la parte mínima del conjunto de su cara); o, sobre todo, cuando David Ferrie queda vinculado con Clay Shaw en los periódicos y se reúne con el equipo de Garrison en un hotel, y su histeria tiene su plena correspondencia con una cámara inquieta.

Dicho en otras palabras, el principio de subjetividad pivota sobre una puesta en escena que, pese a alguna elección discutible como unos estetizantes (estos sí) planos en ralentí que nos informan de una orgía en la que participaron David Ferrie, Clay Shaw y el chapero Willie O´Keefe, demuestra una inventiva inesperada en Stone. Miguel Juan Payán enunciaba ejemplos muy significativos al respecto: X y Garrison están situados a las espaldas de Abraham Lincoln (símbolo de la insignificancia del fiscal ante el estado); un plano con grúa aleja del encuadre a Garrison y a sus ayudantes cuando reabren el caso JFK, sugiriendo el plano en picado que dichos hombres "se convierten en una especie de minúsculos Gulliver luchando en tierras de gigante" ([2])…

Hechas todas estas consideraciones, se puede descartar que la elección de los encuadres no obedecen al capricho de Stone, sino a una particular estrategia narrativa, y, ésta no es otra que la de violar todas las concepciones hechas de ante mano sobre el género documental manteniéndose en líneas generales muy fiel al libro de Garrison con alteraciones mínimas (Stone fusiona los rasgos de dos ayudantes del fiscal en un solo personaje, el que propicia lo que Garrison denominó su "Idus de Marzo").. Para empezar, J.F.K. muestra en todo momento una imagen personalizada de Nueva Orleáns y sus calles: los locales controlados por la mafia, los desfiles, la música, la decoración de los restaurantes cobran una vida propia, tal como demuestra el travelling que recorre el mural que preside la mesa en la que almuerza Garrison con Andrews. Sólo en un escenario palpitante puede desarrollarse una trama política de dimensiones insospechadas: resulta sintomática esa magnífica secuencia en la que Bill (espléndido Michael Rooker) logra que un mafioso, a cabo de favores judiciales (único apunte crítico sobre la oficina del fiscal), desenmascare a Clay Shaw, y un hombre vestido de esqueleto comparte el encuadre con los dos personajes, augurando la oleada de muertos que desencadena tal revelación.


No menos llamativo resulta el empleo de flash-back que, lejos de responder a una intención de complicar sin necesidad los hechos, tiene tres funciones concretas: poner en entredicho las afirmaciones de los testigos que mienten a Garrison (sobre todo en el caso de David Ferrie en su primer interrogatorio, y en el de Dean Andrews y Clay Shaw); actuar a forma de fugas mentales de dichos testigos y del propio Garrison (cf. la reunión de Willie O´Keefe en casa de Ferrie, la entrada de Ruby al garaje donde mató a Oswald, la obtención de una huella del rifle una vez que el cuerpo del “cabeza de turco” fue conducido al depósito de cadáveres); y reproducir el pensamiento del fiscal cuando reflexiona sobre las mentiras de La Comisión Warren. De todas ellas merece la pena detenerse en la última, habida cuenta de que Oliver Stone llega a filmar hechos que según él sólo ocurrieron sobre el papel (el Informe Warren), como los asesinatos cometidos por Oswald tras el magnicidio. J.F.K. atesora, además de su propia hipótesis sobre el asesinato, un muy complejo discurso sobre el futuro del documental, y que se desarrolla desde el momento en el que el montaje establece diferencias entre el imaginario (las palabras pronunciadas por cada personaje) y lo que realmente ha acontecido. Desde Woody Allen en Zelig, nadie como Oliver Stone había subvertido de tal manera las reglas sobre las películas de "no ficción": que el propio Jim Garrison encarnase en el filme a su antagonista Earl Warren, que uno de los principales testigos del fiscal (Perry Russo) no citados de forma directa por Stone interviniesen en el filme, que intérpretes tan relacionados con la era Kennedy como Jack Lemmon y Walther Mathau den vida como en sus comedias a personajes antagónicos, y que actores como Gary Oldman interpreten a personajes reales en escenas teóricamente veraces no deja de ser significativo; ya que la noción de lo que entendemos por documento fidedigno y transparente se resquebraja por completo. Las imágenes contradicen los testimonios y reluce el artificio incluso en los momentos donde prima la objetividad, como cuando los ayudantes de Garrison trazan la biografía de Oswald mientras recortan con una cuchilla recortan su silueta sobre una cartulina del que fuera acusado de la muerte de Kennedy mientras al mismo tiempo se suceden imágenes de su estancia en Rusia y en Dallas: Stone refuerza la idea de que todo ese equipo progresivamente obtiene el perfil de un sujeto.

Pero si por un lado J.F.K. ofrece un agudo discurso sobre la relatividad de la veracidad en los documentales, al mismo tiempo ofrece temas que se sitúan más en primer término del encuadre que demuestran la vocación didáctica de su realizador: después de que, a través del montaje, una serie de testigos recuerdan los contactos y acciones de Jack Ruby durante noviembre de 1963 Stone, filma en blanco y negro a un actor interpretando al asesino de Oswald, cuestionando la autenticidad del blanco y negro, declarando que quiere decir la verdad: el siguiente plano muestra al hombre camino del depósito de cadáveres. En primera instancia, Oliver Stone parece recoger objetivamente las consecuencias que se derivan de la investigación de Garrison, pero lo hace mediante efectos dramáticos que enfatizan la idea de que se produjo una conspiración: incluso la estupenda partitura de John Williams insinúa esa sensación a base de la repetición de notas en crescendo sonoro. Como consecuencia de esta concepción, J.F.K. es una película que puede complacer a quienes se dejen impresionar por su explicación del caso (no faltan “frases fuertes” en el metraje como “vuelve el fascismo”, “todo el mundo miente para parecer más importante, sobre todo entre los homosexuales”), o a quienes aún interesarle sobre manera lo narrado, pueden reflexionar sobre el futuro del cine a raíz de su visión, por mucho que se lamente algunas imperfecciones; entre ellas el hecho de que el trabajo del actor principal esté muy por debajo del que ofrece el soberbio reparto en su conjunto. Al final del metraje, Stone introduce unos rótulos en los que afirma que “el pasado es prólogo”: de esas formas de organización política, de ese sistema en el que prevalece la impunidad, se nutre el mañana y de ahí que sea necesario su revisión. Como la del propio pasado del cine, fuentes de vida que gente como Stone no tienen miedo a subvertir.

Notas
[1]Navarro, Antonio José. "Oliver Stone: el compromiso inexitente". p.61, Dirigido por, Nº221, 1994.
[2] Payán, Miguel Juan. Oliver Stone, p,.88, Ediciones JC, 1996.

Texto escrito en 2004

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