lunes, 10 de marzo de 2008

Chéjov en el jardín

CHÉJOV EN EL JARDÍN
Personajes en busca de autor
Por Alejandro Cabranes Rubio

Juan Pastor a término de la representación de El juego de Yalta –una adaptación de “La señorita del perrito” de Chéjov- se acercaba al público para hablar de la función y sobre el sentimiento de incertidumbre vital que afecta a todos los elementos dramáticos de la pieza escenificada. La duda sobre si una idílica experiencia en Yalta fue fruto de una imaginación, o de un recuerdo magnificado en la memoria, o una experiencia realmente maravillosa propiciaba en el espectador no pocas reflexiones. Y diferentes a las que se desprendían al asistir a su anterior aventura chéjoviana, En torno a la gaviota, en la que presentaba a una serie de personajes (o mejor dicho animales) heridos por la soledad, la falta del compromiso, la mezquindad, los intereses creados, el abandono emocional… La exquisita pluma de Chéjov siempre arrojaba nuevas luces sobre las relaciones entre los hombres y las mujeres, captando retazos de vida cuanto menos conmovedores.

Luis d´ors demuestra compartir tal opinión en Chéjov en el jardín en el que ¿reúne? al autor con sus personajes literarios, necesitados de vida propia. Allá donde Brian Frield especulaba en Afterplay sobre el destino de los protagonistas de Tio Vanya y Tres hermanas, Luis d´Ors y Verónica Rodríguez Ballesteros prefieren mezclar a alguno de lo más conocidos (como Masha de La gaviota) con personajes reales (Gorki, Stanlislavski) a los que atribuye rasgos de algunos de los personajes chejovianos (Trigorín en el caso de Gorki, Kostia en el de Stanislavski). Todos ellos esperan enfrentarse a sus encrucijadas vitales mientras buscan a Chéjov en un espacio simbólico: su jardín de los cerezos, subastado tristemente, y en el que se evocan dramas y alegrías individuales para despedirse de ellas y adentrarse en una nueva etapa. Chéjov en el jardín de esta manera construye un marco literario reconocible para los conocedores de la obra de Antón Chéjov, sin que se circunscriba sus pretensiones creativas a esa recreación. De acuerdo que hay personajes que llevan luto por su propia vida; que se han casado para no cumplir un matrimonio de conveniencia; y directores teatrales con serios problemas de entendimiento con el público del “teatro del lago”; pero tales guiños nunca deben interpretarse sólo como guiños en sí mismo considerados, sino como una herramienta de trabajo que permite contar otras cosas.

Ante la imposibilidad de recrear el universo chejoviano en su totalidad (cf. el sentimiento de culpa de la dama del perrito; la necesidad de descanso de Sonya y Tio Vanya; el egoísmo del Astrov y el profesor; la madre traumatizada por la muerte de su hijo ni se nombran en la función) retoma del mismo parcelas para formar su propio collage: Chéjov en el jardín es un teatro que busca su propia forma y que da vueltas sobre sí mismo (quizás en algunos momentos, sobre todo los iniciales, de manera demasiado prolongada) para encontrar nuevos cauces de representación y así atrapar frustraciones (cf. el sentimiento de impotencia artística de Gorki; por poner un ejemplo claro) en un teatro que no precisa tener un aspecto acabado para estimular los sentidos y el pensamiento. A pesar de utilizar las estaciones del año como Chéjov para sugerir estados anímicos y poseer una estructura narrativa más o menos lineal, Chéjov en el jardín rinde un sentido homenaje al autor, pero admitiendo más influencias estéticas para evitar que el espectáculo esté tan muerto como la gaviota que asesinó Kostia por el mero placer de hacerlo.

Esa influencias adicionales –sobre todo en relación con Pirandello- hacen de Chéjov en el jardín un experimento de campo en el que se traza un agudo discurso sobre la naturaleza del teatro en cualquier sociedad y en cualquier tiempo. La vida debería ser tal como la imaginamos en el teatro, escrita con trazos simples. En ella saldrían por arte de magia nuevos personajes de armarios donde antes se guardaba la imaginación, sin dejarla salir al jardín, símbolo de la vida. Incentivar el deseo, el desarrollo personal sin que esa evolución suponga la vejación del otro, y permita la consecución de los anhelos más íntimos.

Ese espacio infinito apareja tanto la desnudez de la tabla como su ampliación hasta llegar a los camerinos donde los espejos permiten a sus responsables mirarse así mismos. De esa manera la evocación a Chéjov por parte de los personajes llega a coincidir cuando este último se aposenta en una silla frente al espejo… Chéjov en el jardín habla de la capacidad del ser humano para hacer material aquello que simplemente imaginamos y sobre la capacidad del teatro para crear ilusiones: de ahí la presencia de ese armario mágico. Ese poder evocativo se palpa en determinados momentos como la lectura de una carta mientras el remitente la recita para deleite de su receptor. En el teatro, parece sugerir Luis d´Ors, todo es posible y por eso todas las sensaciones se ponen en escena en él. Esa euforia que permite que todos los actores se agrupen por todo el escenario y lo cubran entero de manera simultánea, tal y como ocurría en tantas piezas de chéjov. Una melancolía que provoca que los intérpretes se pongan a bailar al final de la función. La confrontación actúa de catarsis de todas esas emociones y de ahí que el escenario se divida (virtualmente en una linea imaginada) en dos cuando Stanislavski se enfrente a la mujer de Chéjov, en una composición que pone de relieve el artificio de cualquier ficción. Esta en concreto destaca por un carácter experimental que hace incurrir en su desarrollo en alguna que otra irregularidad (hay determinados fragmentos que brillan más que otros; ese ligero alargamiento de algunas secuencias; una exigencia con el juego cómplice que si bien activa los sentidos de los espectadores conocedores de la obra literaria chejoviana quizás en determinados momentos se deleite un poco en sí mismo), pero deja un buen sabor de boca por la delicadeza de los trabajos interpretativos (Paloma Mozo, Néstor Roldán, Ana Santos-Olmos, Juan Ceacero, Isabel Sánchez Barrena, Sandra Muro y Quique Fernández), su sentido del riesgo (muy agradable), su desnudez formal; y ese espíritu de búsqueda (y espera) que nos hacen desear que la vida sea tal y como la imaginamos, haciéndonos dudar –como la hermosa aportación de Juan Pastor- sobre los recuerdos que depara la existencia.

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