sábado, 8 de marzo de 2008

El buen alemán

EL BUEN ALEMÁN
Alemania, año cero

Por Alejandro Cabranes Rubio

Cuando Steven Soderbergh se alzó inmerecidamente con el oscar al mejor director por Traffic de alguna manera ciertos hábitos cinematográficos se consolidaron. Me refiero a un tipo de lenguaje que simulaba cierta profundidad en los discursos, con un empleo elíptico del montaje; pero que bien mirado no sólo resultaba intelectualmente nada satisfactorio, sino vanidoso y poco expresivo. Pero creó un precedente y construyó la base que ha permitido triunfar a la discretísima Crash (Paul Haggis, 2005) y la nefasta Babel (Alejandro González Iñárritu, 2006), ambas bastante más huecas de lo que aparentan a pesar de que en su gestación se vieran implicados hombres que anteriormente habían acertado de pleno. Por todo ello no deja de resultar chocante que en plena apoteosis de la ortodoxia que había instaurado, Soderbergh se desmarque plenamente de ella con El buen alemán, la antítesis narrativa -que no temática- de su propio cine.

Con El buen alemán, Soderbergh intenta hacer algo así como lo que llevó a cabo Todd Haynes en relación al melodrama en Lejos del cielo (producida no casualmente por él): una recreación de un código genérico que bajo una apariencia retro ocultaba no pocas reflexiones inquietantes sobre el mundo actual. Y el tono, aunque inferior al alcanzado por Haynes, asume un aire fantasmagórico de acuerdo a la concepción de una sociedad que presuntamente había abandonado ya a sus espectros. El uso del montaje con cortinillas, la lacónica interpretación de Cate Blanchett, el empleo del blanco y negro, y las imágenes documentales a lo Alemania, año cero remiten directamente hacia un pasado cinematográfico que el realizador concibe como propio. Y si bien es cierto que quizás el protagonista de la función, el Capitán Jake Geismer (George Clooney), quede demasiado idealizado; que su resolución es previsible y que en ocasiones la cinta puede resultar algo mecánica por lo que tiene de pastiche; contra todo pronóstico, El buen alemán se erige en el mejor trabajo de su director desde la época de Kafka (1991), y es fácil que comparta el mismo destino en la crítica española que el de la estupenda La condesa rusa (James Ivory, 2005), película de la que se puede aprender cómo se pueden trascender de ciertos clichés con un guión y una planificación cargada de rigor. Increíblemente aquel que reverdeció laureles por su posmodernismo, es abandonado por sus acólitos contando con un libreto bastante mejor construido que en anteriores ocasiones.

En efecto, El buen alemán se beneficia directamente de la firma de Paul Attanasio, un guionista que en dos trabajos previos ejemplares (Quiz Show, Donnie Brasco) había emprendido como en esta ocasión viajes al pasado que se sustentaban en torno a la importancia de la realidad y la dignidad humana, y a la putrefacción de un mundo o bien amañado o traicionado (en todo caso siempre manipulado), y cuyos errores terminaban por dañar cualquier relación personal. Ahora bien, El buen alemán es una película de Soderbegh y se nota en algunas cosas: su canto a la supervivencia en una sociedad donde los crímenes quedan impunes. En otras palabras, la cinta reúne aspectos temáticos que le interesan a sus dos responsables artísticos, que tienen preferencia por los personajes que quedan impunes a pesar de sus actividades ilegales. El protagonista de Quiz Show quedaba perdonado de la misma manera que el de Traffic heredaba un monopolio. La fusión de los intereses de Attanasio y Soderbegh se materializa en un encuadre excelente: la muchedumbre aclamando la llegada de unos nuevos días, aplaudiendo a los aliados, mientras en segundo término un criminal sale de la masa de gente sin que esta se inmute de un asesinato que ha realizado a la vista de todos los presentes. Con permiso de la espléndida El libro negro (Paul Verhoeven, 2006), hace mucho que no se veía una visión tan negra de esos días supuestamente felices.

Desde sus primeras imágenes, El buen alemán inicia su metraje con una atmósfera festiva por las negociaciones de Potsdam. La guerra se convierte en un negocio, como afirma alegremente Tully (un magnífico Tobey Maguire), el chofer del Capitán Geismer, que viene a participar en los acuerdos. La descripción abrupta y sórdida del personaje -de acuerdo a su turbiedad moral-, muy bien trazada visualmente por Soderbergh -quien lo muestra hablando directamente a la cámara-, resume buena parte del espíritu de una cinta que bajo su nostálgica fachada se desvincula de cualquier conformismo. No resulta, en ese sentido, nada casual el concurso de Maguire, la encarnación de la inocencia pervertida de la joven América.

Esa perversión de los personajes se traslada al fondo de la cuestión: El buen alemán nos habla de una paz construida sobre asesinatos e intereses mezquinos que revelan la hipocresía de ambas partes con tal de lograr sus objetivos (1) y que se pueden concretar aún a costa de borrar la memoria de los campos de concentración. Y las sombras de Potsdam se proyectan sobre unas relaciones internacionales actuales en las que las antiguas alianzas entre Estados Unidos con Irak y Al-Kaeda han dado paso a una contienda de desgaste y destrucción que sólo se cobra víctimas inocentes.

De ahí que las imágenes de El buen alemán resulten cuanto menos amenazadoras, como el travelling que descubre que Tully es vigilado, o el plano en el que la amante de éste (Lena: Cate Blanchett), con un pasado sobre el que reposa buena parte de la solidez de la película, negocia su futuro mientras las rejas de una escalara la encierran en el encuadre. La turbiedad de las situaciones viene definida tanto por el guión como por la cámara, como cuando Soderbegh desenfoca al Capitán mientras Lena (que también ha sido su amante) le relata sus experiencias traumáticas; o cuando esta se reúne con su antiguo marido en las alcantarillas y la planificación adelanta las decisiones –con ayuda de la iluminación- que va a emprender la protagonista (donde predomina la oscuridad sobre la iluminación que emanan de las linteras); o en la panorámica que descubre el cadáver de Tully al lado de un río… Hace mucho tiempo que Soderbegh no demostraba tanto gusto por el detalle (ni siquiera en su divertida Ocean Eleven), tal gusto por sacarle partido a los gestos de los actores (memorable el encuentro entre Tully, Lena y Jake en un bar) ni las escenas de acción –todas muy bien filmadas- tenían tantas connotaciones. Ni la banda sonora (gentileza de un Thomas Newman que parece evocar al Jerry Goldsmith de Los niños del Brasil) poseía tal expresividad en su cine.

Por todo ello resulta una auténtica pena que esa rigidez formal, ese estilo asumidamente envarado, impida a esta notable película ir un poquito más allá de lo que podría haber llegado. Su atmósfera tan deliciosamente anticuada como la de otra revisión de la II Guerra Mundial que mereció mejor suerte crítica (Enigma, 2002), se convierte en su mayor atractivo en tanto revela una mirada implacable, con un retrato femenino audaz; pero a su vez en un pequeño lastre al forzar un poco su propia estructura. Si bien son tantos los méritos que ostenta (entre ellos una sólida dirección de actores, entre los que me gustaría hacer una mención a Beu Bridges), que decididamente hacen de El buen alemán una rara avis dentro del cine contemporáneo, cuya singularidad no será apreciada por los que defendieron en su momento la que presuntamente gastaba Traffic.
Notas
(1)Los americanos son capaces de contratar a un científico nazi para construir bombas y atómicas; y los rusos preparan el control sobre la zona.

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