sábado, 8 de marzo de 2008

Octopussy

OCTOPUSSY
Un payaso llamado Bond
Alejandro Cabranes Rubio

En Octopussy (John Glenn, 1983), penúltimo filme de Roger Moore en el papel de James Bond, hay una imagen que define muy bien el estilo que el actor imprimió a su paso por la saga. En ella 007 está disfrazado de payaso mientras intenta desactivar una bomba: el agente con licencia para matar no es más que un clown que hace reír a los que le ven actuar mientras lleva a cabo peligrosas misiones secretas. Sus compañeros de profesión no le van a la zaga: 009 muere asesinado vestido de esta guisa. El servicio secreto de su majestad dejaba de infundir el respeto de los espectadores que aplaudieron Agente 007 contra el Doctor No (Dr. No, Terence Young, 1962). Porque no dejaba de ser un reducto del pasado, de la guerra fría.

En pleno deshielo, la saga Bond ya no sólo cuestionaba la idiosincrasia del personaje y ya había sugerido el fin de esa era en La espía que me amó (The Spy Who Loved me, Lewis Gilbert, 1977), sino que además la anunciaba muy cercana: Octopussy recreaba los días en los que se soñaba con el desarme nuclear (algo, sabemos, se está muy lejos de lograr; empezando por aquellos que amenazan con iniciar guerras si un contrincante político no lo hace) para abordar directamente las escisiones producidas en el seno de la URSS. Frente a la postura pacifista del General Anatol Gogol (Walter Gottel), el General Orlov (Steven Berkoff) pretende hacer estallar esa bomba –contra la que Bond lucha disfrazado de payaso, tal como hice notar al inicio de estas líneas- ante un general estadounidense en Alemania del este a fin de que los estadounidenses retiren sus tropas de la zona para iniciar la invasión soviética. Aliado con el Príncipe Afgano Kamal Khan (Louis Jordan), probablemente motivado por las subvenciones de las administraciones republicanas a los talibanes, Orlov se ve financiado por una traficante de joyas llamada Octoppusy (Maud Adams); quien desconoce que sus negocios en realidad suministran líquido a eses fines políticos. Esa escisión en el seno de los altos manos de la URSS viene expresada a través de una buena idea de puesta en escena: John Glenn encuadra a ambos generales discutiendo mientras en segundo término se ve un cuadro que reproduce la cara de Lenin: los dos sólo procuran conservar el legado de aquel, interpretándolo a su conveniencia: varias décadas de sus muerte se seguían sucediendo luchas internas por el poder en el país que construyó…

En ese aprovechamiento del decorado descansan varias de las mejores ideas de realización de la película: el inserto del cartel que M (Robert Brown, recogiendo el legado de su antecesor, el fallecido Bernard Lee) y que señala el fin de la zona americana en Alemania (y que de alguna presagia varias fatalidades); los planos en los que Bond escucha los planes de Orlov y Kamal Khan transmiten cierta sensación de peligro (en parte por el realismo que desprende la dirección artística, como cuando 007 topa con los cadáveres de unos “traidores” ahorcados); la persecución en el tren que transporta la bomba se beneficia del provecho que saca Glenn de los vagones y puentes; la otra persecución en las calles de Delhi en las que las camas de los faquires y las espadas de los traga sables son empleados como armas mortales; el travelling que advierte que Octopussy está espiando a James; la primera aparición de ésta última encuadrada a través de una pecera donde nada un pulpo…

Huelga decirlo, Octopussy es una de las cuatro mejores películas de la etapa de Roger Moore en su paso por la franquicia. A ello contribuye la elección de la Chica Bond de turno –y que no deja de ser una delincuente como 007, con la diferencia de que carece de licencia para matar-; un pequeño discurso construido en torno al camuflaje como forma de vida –cf. Bond entra en un cuartel general rompiendo un cartel que es repuesto de manera mecánica despintando a unos persecutores; Octopussy se venga de Kamal Kahl por haberla condenado a morir con la bomba haciendo pasar a su séquito como prostitutas para alegrar a la guardia del príncipe-; algunos detalles no exentos de cierto sentido físico –cf. 007 se libra de una sanguijuela aposentada en su pecho quemándola con un mechero-; un buen provecho de la banda sonora –cf. el protagonista establece contacto con un agente hindú al huirle tocar con flauta el leit motiv que John Barry compuso para identificar al espía británico-; y un detalle realmente sustancioso: las principales joyas con las que trafica Octopussy son un huevo de pascua que esconde en su interior un motivo zarista; y un zafiro que reproduce la estrella de los Romanov; es decir dos reliquias de una etapa histórica extinguida, como muy pronto sería la Guerra Fría.

A pesar de esas virtudes y algunas otras –cf. saber transmitir cierta tensión en secuencias tan difíciles como en la que Bond se disfraza de payaso; el aprovechamiento de los elementos narrativos más ornamentales para hacer avanzar la acción tal como ocurre con el número circense en el que Glenn da parte de la habilidad de los lanzadores de cuchillo; en realidad peligrosos asesinos contra los cuales el protagonista tendrá que luchar-, o un tratamiento de la violencia más frontal –cf. el disparo en plena frente que realiza Bond contra un enemigo; el lanzamiento de cuchillo con el que el protagonista se desprende de un perseguidor- hay varios motivos que impiden redondear los resultados. Hay chistes execrables como siempre, en particular uno en el que 007 prueba un invento de Q (Desmond Llewyn), para grabar en vídeo el canalillo de una agente del servicio secreto. También cierta ingenuidad en algunos trazos del relato: ¿cómo se explica que Octopussy no esté al tanto de los tejes manejes de Kalam Khan? Sobra también la rigidez estructural endémica en la saga y el abuso del teleobjetivo en la planificación.

En tales condiciones, Octopussy puede ser recordada por ofrecer una última mirada nostálgica a una etapa. El concurso de Maud Adams –la actriz asesinada por Christopher Lee en El hombre de la pistola de oro- o cierta equiparación entre Kalam Khan y Goldfinger (con el que comparte su afición a hacer trampas mientras juega) sólo puede ser entendido de esta manera. En 1983 Bond era sólo un triste payaso al que todavía le reían las gracias, pero que por aquel entonces parecía tener los días contados.

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