viernes, 2 de marzo de 2007

Un ligero malestar/ La última copa

UN LIGERO MALESTAR/ LA ÚLTIMA COPA
Playing Pinter
POR ALEJANDRO CABRANES RUBIO
Los atentados contra las torres gemelas y la guerra de Irak han sido los dos (lamentables) sucesos que han marcado la vida internacional de estos años. El fomento de un miedo que ha permitido la creación de leyes tan totalitarias como el Acta Patriótica estadounidense ha dado sus frutos, sumiéndonos en un estado de indefensión ante el mundo. Quizás por ello rescatar los textos de Harold Pinter quizás nos ayude un poco a entender las raíces del mal. Alfonso Ungría nos ha brindado la oportunidad de revisar uno de los más lejanos en el tiempo (Un ligero malestar) y otro de los más recientes (La última copa).

La trasladación de la acción en Un ligero malestar de derecha a izquierda en el escenario reviste una notable carga simbólica: el movimiento indica una transformación, una dinámica en virtud de la cual las antiguas realidades se subvierten. El día a día del matrimonio burgués compuesto por Flora (Cristina Sanamiego) y Edward (Chema Muñoz) queda alterado al principio de la función cuando invitan a su casa a un vendedor de clínex de origen extranjero (Aítor Mazo) que se aposenta en la acera de su casa. El rechazo a lo desconocido viene expresado por el oscurecimiento súbito de la sala, la más evidente metáfora de esa turbación emocional. El uso de una iluminación rojiza coincide con la escena en la que Edward está más aterrorizado. La escenificación simultánea de acciones que evocan sensaciones vitales contradictorias redunda en la idea de inseguridad. Así ocurre en el momento en el que Edward interroga al extranjero mientras Flora ilusionada riega las flores, soñando con la posible llegada de un mundo nuevo y que Ungría escenifica fuera de campo, el símbolo inequívoco de lo exterior, lo desconocido. Y la percepción de éste desemboca en actitudes distintas: renace un instinto dormido en Flora, y Edward tiene miedo a perderlo todo. De ahí que se llegue a ocultar dentro del escenario. De ahí que el personaje al tratar de sonsacar información al invitado no haga más que proyectar sus propios temores: los subtextos de Pinter, sus ruidosos silencios son declamados con propiedad por el elenco.

La última copa también gravita sobre un interrogatorio y alimenta su construcción dramática de nuevo en los subtextos y silencios que provienen de un matrimonio interrogado en una cárcel en la que se emplean los mismos métodos que en Guantánamo. Y en esta ocasión Ungría los duplica al valerse de un monitor en el que quedan inmortalizadas sus reacciones ante las atronadoras palabras del interrogador (memorable Aítor Mazo), cuyos pasos sobre sus acomplejados cuerpos atemorizan de paso a los propios espectadores. Y se ven acorralados por los chasqueantes dedos de Mazo, quien los acusa de “no ser auténticos patriotas”… Lo más terrorífico del caso es que mientras se representaba la obra, el ex presidente José María Aznar rehuía a la prensa española para no tener que dar cuenta de las actividades de ciertos españoles en Guantánamo y que suponían una violación –una vez más- de los derechos humanos. Los cuerpos desnudos de Sanamiego y Muñoz en Un ligero malestar de esta manera nos conmueven más al estar despojados de su propia dignidad. Para Pinter la humanidad no ha cambiado tanto entre los años transcurridos entre la redacción de Un ligero malestar y La última copa hasta el punto de que a día de hoy se escenifican consecutivamente. Todo un síntoma.

jueves, 1 de marzo de 2007

El vals del adiós

Fernando Guillén, El vals del adiós

EL VALS DEL ADIÓS
Música para los herederos
Por Alejandro Cabranes Rubio

Hace no mucho se estrenaba una fábula llamada El arquitecto y el relojero -con unos inmensos Gary Piquer y Antonio Canal- donde los personajes por más que lo intentasen no podían estar a espaldas de la historia, y por tanto preservaban su memoria. Más adelante, Joan Ollé se lanza a la tarea suicida –con un sentido del riesgo innegable- de representar Soldados de Salamina; el libro por excelencia contra el olvido y que sacaba del anonimato a aquellos desterrados por una Historia Oficial.

No sé a ciencia cierta si Louis Aragón los acusaría, en El vals del adiós, de “optimistas”… Fernando Guillén presta su cuerpo al escritor y con él escruta un sentimiento de desamparo vital que sitúa a la obra en las mismas puertas del desgarro existencial. Las imágenes de un mundo soñado, acompañadas de la preciosa música compuesta e interpretada por Alfredo Valero, pertenecen a una época ya pasada, de lucha, y recrea en algunos instantes la alegría de vivir… En ese sentido el acordeón de Valero inicia una cabalgada hacia el conocimiento, que viene dado por unos acordes festivos e impulsivos. En paralelo Guillén saluda a los viandantes situados en fuera de campo… Un mundo donde todo es posible, incluso que los libros que se escribieron épocas difíciles de lucha contra el fascismo susciten la curiosidad de nuevas generaciones…

Es a ellos a quienes El vals del adiós quiere transmitir un legado… Y elige un tono circular relacionado de manera íntima con un baile no menos circular: un vals cuya música impulsa la danza de Guillén… Pero no por mucho tiempo… Aunque sus notas suenen cada vez que la ilusión del protagonista renace, no es menos cierto que cuando él mira en la pantalla aquellas miserias que él ha vivido no puede evitar dejar de bailar… Y sentarse… La memoria histórica es una materia frágil, artificial, que ya quisiera seleccionar para sí sus momentos más álgidos y plenos; pero, como le ocurre al propio Guillén en la obra, no resisten el enfrentamiento directo con la experiencia y trayectoria vital.

En ese sentido cuando se proyecta en una pantalla la invasión rusa de Checoslovaquia, la música de Valero realiza un fuerte viraje; una transformación súbita y dramática. La melancolía da paso a la agitación melódica. Y una intensa luz casi rosada ciega a Guillén: la iluminación amarillenta que le proporcionaba la lamparilla de su despacho ha quedado también atrás. Modificar la realidad para construir un mundo mejor supone mirarla de frente; sin autocomplacencias que valgan, sin la consoladora intuición de que todo cambia por sí mismo. Seguramente El vals del adiós arremete contra los mismos individuos que Lucien Febvre azotase en sus aún sorprendentemente modernos Combates por la historia.

El vals de adiós más que una obra teatral es la síntesis de una carrera, la de su protagonista, quien interpela directamente a su público sabiendo que por última vez ese contacto directo se va a producir. Y por tanto debe de alguna manera desnudar su alma: El vals del adiós contiene uno de los más impactantes striptease que este cronista haya visto recientemente en unas tablas. La autenticidad de Fernando Guillén, su cariñoso beso a un público que le ovaciona de píe a fin de la representación, justifican por sí sola la entrada en una sala en la que el vals de la melancolía dejará de sonar por culpa de la barbarie de la civilización.