HEDDA GABLER
Triángulo de destrucción
Triángulo de destrucción
Por Alejandro Cabranes Rubio
Un año después del clamoroso éxito de Un enemigo del pueblo, otra obra de Ibsen llega a la cartelera. La Hedda Gabler que nos brinda Ernesto Caballero parte de una situación más intimista que la retratada por Gerardo Vera: la historia de una mujer, Hedda (Ana Caleya), casada con Jorge Tesman (Josep Albert), que al no poder disfrutar de la compañía de un novio del pasado (Eilert Lovbrog: José Luis Alcobendas) provoca una tragedia; ya que no soporta que éste haya encontrado una musa en la Señora Elvsted (Inma Nieto), una mujer que abandonó a su marido como la Nora de Casa de muñecas para poder vivir su vida de manera digna. Como en Morir pensando matar –uno de los anteriores montajes de Caballero- la tragedia de una sociedad se masca en el aire: en Hedda Gabler se respira también el aire de los tiempos bárbaros en los que Zorrila ubicaba la acción, pero lo hace bajo el paraguas de la modernidad. Allá donde Morir pensando matar ofrecía un discurso sobre el choque de civilizaciones abocadas a su destrucción –en parte por la inutilidad de las venganzas personales-, Hedda Gabler muestra otra civilización con tendencia a su aniquilación –ejemplificada en un retrato femenino certero-; pero en esta ocasión dicha civilización tiene la oportunidad de verse a si misma a través de sus propios espejos.
La puesta en escena de Caballero en ese sentido potencia –aprovechando la mampara con la que se limita el espacio escénico que representa la casa de Jorge- un discurso sobre el poder de la mirada, y la capacidad innata de los hombres de contemplar la imagen que proyectan de sí mismos ante los demás. Cuando Jorge estrena féliz su casa, la imagen de Hedda en el espejo produce una sensación de inquietud, advirtiendo al espectador que esa conformidad tiene un reverso perturbador. Cuando al final de la obra esos augurios se cobran una víctima mortal –inocente del todo-, el resto de personajes contemplan desde el otro de la mampara ese horror mientras planean rendir homenaje al fallecido –reconstruyendo su legado vital-, o quieren aprovecharse del conocimiento de la verdad para disfrutar de ciertas ventajas, como el Juez Brack (David Lorente), quien recoge el testigo del Krogstad de Casa de muñecas.
Un año después del clamoroso éxito de Un enemigo del pueblo, otra obra de Ibsen llega a la cartelera. La Hedda Gabler que nos brinda Ernesto Caballero parte de una situación más intimista que la retratada por Gerardo Vera: la historia de una mujer, Hedda (Ana Caleya), casada con Jorge Tesman (Josep Albert), que al no poder disfrutar de la compañía de un novio del pasado (Eilert Lovbrog: José Luis Alcobendas) provoca una tragedia; ya que no soporta que éste haya encontrado una musa en la Señora Elvsted (Inma Nieto), una mujer que abandonó a su marido como la Nora de Casa de muñecas para poder vivir su vida de manera digna. Como en Morir pensando matar –uno de los anteriores montajes de Caballero- la tragedia de una sociedad se masca en el aire: en Hedda Gabler se respira también el aire de los tiempos bárbaros en los que Zorrila ubicaba la acción, pero lo hace bajo el paraguas de la modernidad. Allá donde Morir pensando matar ofrecía un discurso sobre el choque de civilizaciones abocadas a su destrucción –en parte por la inutilidad de las venganzas personales-, Hedda Gabler muestra otra civilización con tendencia a su aniquilación –ejemplificada en un retrato femenino certero-; pero en esta ocasión dicha civilización tiene la oportunidad de verse a si misma a través de sus propios espejos.
La puesta en escena de Caballero en ese sentido potencia –aprovechando la mampara con la que se limita el espacio escénico que representa la casa de Jorge- un discurso sobre el poder de la mirada, y la capacidad innata de los hombres de contemplar la imagen que proyectan de sí mismos ante los demás. Cuando Jorge estrena féliz su casa, la imagen de Hedda en el espejo produce una sensación de inquietud, advirtiendo al espectador que esa conformidad tiene un reverso perturbador. Cuando al final de la obra esos augurios se cobran una víctima mortal –inocente del todo-, el resto de personajes contemplan desde el otro de la mampara ese horror mientras planean rendir homenaje al fallecido –reconstruyendo su legado vital-, o quieren aprovecharse del conocimiento de la verdad para disfrutar de ciertas ventajas, como el Juez Brack (David Lorente), quien recoge el testigo del Krogstad de Casa de muñecas.
Hay más ideas correlativas de puesta en escena que ayudan a perfilar el discurso. La luz blanca que baña de alegría la casa de Jorge al inicio de la obra contrasta con la amarillenta que alumbra a Hedda en pleno proceso de aniquilación de cuanto la rodea. La disposición triangular –nada rara en Caballero: también estaba presente en el momento culminante de Morir pensando matar- con la que quedan relacionados todos los personajes en una en teoría apacible merienda se retoma cuando la festividad haya desaparecido por culpa de un suicidio inducido. Esos elementos escénicos contribuyen sobremanera a ir perfilando las características de los personajes: el Juez sale varias veces del escenario y desde el patio de butacas conspira para lograr sus fines; Hedda permanece sentada en su casa mientras se entera que su marido y Lovbrog pueden competir para conseguir una cátedra, convirtiéndola a ella a una Lady Marian a la espera de que la competición termine para besar a su propio Robin Hood… Los angustiosos intermedios de la obra, y la relación directa entre la música de violín - que tal vez convenga rebajar en sucesivas funciones para no superponerse al parlamento de los actores- y la muerte impregnan al espectador de un estado de ánimo que hacen de Hedda Gabler una pieza perturbadora, inquietante, beneficiada directamente del talento de sus intérpretes. José Luis Alcobendas vuelve a bordar otro personaje desesperado, que lucha contra sus fracasos interiores. Rosa Savioni (la deliciosa señora de los calditos de Las visitas deberían estar prohibidas por el código penal) vuelve a imprimir dulzura a una obra que la necesita. David Lorente –como en su montaje Desnudas- sabe retratar la mezquindad y egoísmo de las personas. Ana Caleya acierta a hacer de Hedda un ser distante y a la vez cercano: algo que sólo actrices como Isabelle Huppert podrían lograr. Inma Nieto proyecta en su composición la alegría de vivir. No puedo hablar con la misma objetividad de Josep por muchas razones, no sólo lo maravillosamente que me ha tratado siempre desde que nos conocimos hace año y medio, sino porque sólo había realizado cuatro ensayos: de momento quedarnos con la energía que transmite a Jorge, el reverso de su anterior (y memorable) Trigorín de En torno a la gaviota: su presencia escénica y maravillosa voz vuelven a ser sus herramientas de trabajo fundamentales. Que una obra tan pequeñita y tan rigurosa no haya conquistado plazas como la sala pequeña del María Guerrero, Teatro Español o el Valle Inclán me produce cierta tristeza porque merece una difusión que en cambio si disfrutan otras propuestas menos rigurosas. ¿O es qué acaso no se puede repetir el éxito de Un enemigo del pueblo?
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