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jueves, 13 de diciembre de 2007

Crash (2005)

CRASH (COLISIÓN)
Altman + Capra
Por Alejandro Cabranes Rubio
Al principio de Crash, una mujer llamada Ria (Jennifer Esposito) sufre un accidente de tráfico. La cámara la desenfoca a fin de evidenciar su conmoción. Paul Haggis –el realizador- nos quiere transportar a un mundo donde el desencuentro entre gentes de distinta raza, la pobreza, la incomunicación, el aislamiento emocional y la insolidaridad rigen la vida cotidiana. En Los Angeles post 11 de septiembre nadie se fía de nadie, aislándose en sus propias burbujas donde estar a salvo; pero a su vez deseando establecer contacto físico aunque sea mediante la colisión… En ese marasmo de paranoia y soledad los individuos sacan lo peor y lo mejor de sí mismo en apenas veinticuatro horas…

Para adentrarse en esa jungla humana, Haggis y su coguionista Robert Moresco diseñan una dramatis personae en principio jugosa. Echemos un vistazo. El Oficial Ryan (Matt Dillon) es un policía racista que cuida de su padre y termina salvando de una muerte segura a Christine (Thandie Newton), una mujer a la que había humillado la tarde anterior por practicarle una felación a su marido, Howard (Terrence Howard); un hombre negro que ha prosperado y cuya paciencia termina estallando al final de la jornada… Frente a la xenofobia de Ryan, el oficial Hanson (Ryan Phillippe) se comporta con tolerancia, por lo que solicita patrullar con otro compañero, y tras evitar que Howard sea detenido -asombrando a un delincuente asqueado del comportamiento de los blancos que lo había secuestrado-, a causa de sospechas infundadas asesina a un joven ladrón (Peter: Larenz Tale); quien en compañía de Anthony (Lucradis), el hombre que secuestró a Howard, había asaltado a una pareja rica (Rick y Jean: Brendan Fraser y Sandra Bullock)…un matrimonio que al final del día se ve obligado a reconocer que la mejor amiga que tienen es su propia criada hispana…

¿Un filme sobre el drama de estar vivo?

Vista así, no cabe duda que Crash podría ser una eficaz descripción de toda una fauna urbana; un filme que podría emparentándose con el John Sayles de la estupenda Ciudad de la esperanza (1991). Posee una estructura coral y algunos juegos de montaje que relacionan el comportamiento de diversos individuos, como aquél que muestra a Rick y Jean paseando por las calles mientras Anthony y Peter se disponen a hacer lo mismo. La tercera gran virtud que la prensa ha destacado consiste en la construcción de los personajes, ninguno completamente bueno o malo. Todo ello servido por un conjunto espléndido de intérpretes, entre los cuales merecen destacarse a Don Cheadle, Terrence Howard, Ryan Phillippe, Matt Dillon y Thandie Newton. De esta manera Crash para algunos aúna cierta sofisticación formal, un contenido adulto, y cierta innovación.

Sin embargo, a poco que se piense en ella sólo se descubre su vulgaridad, infantilismo y espíritu conservador; y que ese estudio de personajes tan aparentamente matizado en realidad no es más que un triste esbozo hecho con trazo grueso. De ello dan parte numerosas escenas. En un momento dado de la proyección, uno de los protagonistas para dormir a su hija le cuenta que ella posee una capa que la hace intocable, y que le proporciona seguridad. Minutos más tarde mientras al padre le amenazan con una pistola, la niña se interpone entre la bala y él, saliendo ilesa. ¿En qué quedamos Paul?, ¿tu película es un agudo retrato sobre la inseguridad y desazón de estar vivo, o un cuento redentor de navidad? Muy poco después, Anthony libera a unos presos de la mafia y un plano con grúa resalta su heroicidad… Crash ya no es el mosaico social que promete, sino otra cosa: un melodrama sólo en algunos puntos existencialista –todo lo referente a la historia del hermano de Peter, sintiéndose culpable del destino del susochicho-, articulado a base de casualidades –algunas muy trilladas, sobre todo las que concierne a los itinerarios de Hanson y Ryan- que obligan a sus personajes a acometer las mismas acciones para al final descubrir su humanidad. Crash aborta sus pretensiones críticas a favor de un cuento infantil sobre la magia de estar vivo, por más que asevere que a veces la existencia reserva momentos terribles…

¿o un cuento navideño?

Por si fuera poco lo peor de esa inesperada mezcla de Robert Altman con Frank Capra descansa en su notaria incapacidad expresiva; en su reiterado uso de planos desenfocados, ralentizados, fotografía quemada y luces de neón que lejos de conferir turbulencia a la acción, le restan intensidad: Crash agota no sólo su discurso, sino sus estrategias cinematográficas, absolutamente parapléjicas que no suponen, por si fuera poco, novedosas. La sustitución del realismo desgarrador comprometido en beneficio del relato espiritual encuentra su propia personalidad, imitando el cine de Tony Scott. ¿De verdad que Crash es un digno sucesor del cine entenido como experiencia intelectual, catalizador de denuncia, que nos viene a compensar de tantas tonterías espectaculares? Disculpen la franqueza, encuentro más inteligencia en el narciso (pero a efectos cinematográficos interesante) King Kong de Peter Jackson.

¿Debemos creer por tanto en la superioridad de esta película sobre otras vulgaridades oscarizadas como Gandhi, La fuerza del cariño, Rain Man o Una mente maravillosa? Evidentemente, no: al revés que en su (magnífico) guión para Million Dollar Baby, Paul Haggis ha rehuido mirar de frente la verdad de sus personajes para proponernos un villancico disfrazado con múltiples coartadas –intelectuales y artísticas- que, empero, dejan translucir la trampa. Por eso lo que a estas alturas no importa es que Match Point o Oliver Twist no figurasen en la terna de mejor película en los Oscar, sino el gran interrogante que abre Crash sobre la forma de hacer cine social en la actualidad, en el que se confunde estética con esteticismo; maquillando la realidad de artificio, sin acogerse ni a una planificación clásica bien asumida ni tampoco a una puesta en escena realmente transgresora. Y Crash en su búsqueda de nuevos caminos se queda paralizada ante el reto inicialmente planteado, por culpa de la colisión de enfoques y géneros. Como Ria ha sufrido un terrible accidente mientras se dirigia a su destino.

martes, 4 de diciembre de 2007

Banderas de nuestros padres

BANDERAS DE NUESTROS PADRES
Barras y estrellas
Por Alejandro Cabranes Rubio

Ahora que ha transcurrido un tiempo razonable desde que Cartas desde Iwo Jima –una cinta extraordinaria- eclipsara al anterior trabajo del director Clint Eastwood sobre la batalla de Iwo Jima, Banderas de nuestros padres; estaría bien reflexionar más detenidamente sobre esta última y dejarla de tratarla como “la hermana menor” del díptico. Y descubrir entre sus imágenes sus discursos comunes… Ambas películas están concebidas como sendos lamentos generacionales sobre la inutilidad del sacrificio; una denuncia sobre los gobiernos que usan sin pudor a sus hombres a los que despojan de sus familias. Dos cintas que más que reconstruir la experiencia, la deconstruyen. Como algunos de los mejores trabajos de Eastwood, Banderas de nuestros padres y Cartas desde Iwo Jima adoptan un tono elegiático, propio de dos relatos sobre vidas malgastadas en busca de su segunda oportunidad, tema recurrente en la filmografía de Eastwood.

¿Y dónde se encuentra esa segunda oportunidad en Banderas de nuestros padres? Sus protagonistas, John Bradley (Ryan Philippe), Rene (Jesse Bradford) e Ira (Adam Beach), tres de los seis hombres que alzaron la bandera estadounidense en uno de los montes de Iwo Jima, podrán volver a sus casas a cambio de contribuir –durante una gira- a la venta de bonos que permitiesen financiar la guerra. Su imagen irradiaba esperanza, la certeza en el subconsciente colectivo de que los días de lucha terminarían satisfactoriamente para los americanos. La promesa de la paz. El sabor de la victoria. El historiador Michel Fouquet hace tiempo que estudió el valor de la propaganda en la Edad Moderna y la imagen como medio de hallar la cohesión social y amaestrar a los individuos. Como bien recuerda, Luis XIV llegó a identificar su despertar con el amanecer del reino. Antropólogos como Clifford Geertz han señalado que el poder se sostenía en parte por la capacidad de las escenificaciones públicas para construir una memoria común, alimentada a través de símbolos que permiten avivar la conciencia nacional tanto en el centro como en la periferia del estado. La fotografía de los seis hombres abrigó esperanza. Y el poder decidió emplearla de manera mezquina. ¿Es casualidad entonces que en Banderas de nuestros padres el momento en el cual Franklin Roosevelt da la orden de iniciar la gira no le veamos el rostro? Las barras y estrellas que encallaron en Iwo Jima no fueron más que el espejismo de la prosperidad del país, y que no hacía más que ocultar sus propias miserias.

Una gran idea de puesta en escena sintetiza admirablemente el sentido de la película. Rene, John e Ira suben una montaña artificial: parece que están escalando el monte de la isla, cuando en realidad están saludando al público estadounidense en un estadio. De esta forma Banderas de nuestros padres inicia un exhaustivo estudio sobre la diferencia entre el brillante armazón propagandístico y la realidad que queda encubierta tras este. Como en el excelente flash back que relaciona al atormento Ira en un vagón de tren –camino a un nuevo acto de la gira- con sus recuerdos del combate. Clint Eastwood planifica las secuencias de batalla recreando el horror y el desconcierto: la steady camp que se abalanza sobre John en pleno campo ejerce la misma función que el salto de eje que trastocaba la posición en el encuadre de un soldado japonés en Cartas desde Iwo Jima: ambos recursos fílmicos evidencian que los militares se quedaron fuera de su lugar en la historia, abrumados por las circunstancias históricas que les tocaron vivir. Y pese a que Eastwood mantiene el doble punto de vista (japonés y estadounidense) en la contienda (los planos de los nipones acechando entre los matorrales, o tras un mortero), no duda en recrear lo innombrable; ya sea con una panorámica que se aproxima a la cabeza decapitada de un compañero de Ira, o con el travelling que recorre las camillas donde descansan los hombres heridos.

Esa hiriente realidad, que impide a Ira, John y Rene considerarse unos héroes, se manifiesta ejemplarmente en una secuencia en la que los tres asisten a una cena en las que le sirven un pastel que tiene la misma forma de la montaña en la que arriaron la bandera: Ira pide bañar la tarta con una crema de fresa cuyo color rojizo remite directamente a la sangre vertida. Incluso a la mezquindad de los propios soldados antes de desembarcar y que son capaces de tomar el pelo a un soldado (Franklin: Joseph Cross) asegurándole que “debe poner el regla sus papeles de masturbación”; o dejar a su suerte a un compañero que se ha caído del barco que los conduce a su destino… La imagen de la patrulla, sentada fuera de los camarotes, con Rene tocando la guitarra mientras la niebla cubre el cielo –y que hace pensar en Federico Fellini-, carga de malos augurios una atmósfera plagada de presagios… Los propios superiores no les tratan con respeto y por su propia vanidad son capaces de mandar poner dos veces las banderas, provocando un terrible equívoco: el soldado Hank (Paul Walter) al izarla la primera ocasión es confundido con Harlon (Benjamín Walter); cuyos padres se separarán ante la inutilidad de su sacrificio. Rene, John e Ira sirven una causa empeñada en mostrar su lado más triunfal, sin reparar en la memoria de aquellos que fallecieron en combate, o en los traumas de los soldados como Ira, quien clavó una bayoneta a un soldado enemigo… De ahí que el montaje en paralelo que relaciona a los tres hombres aturdidos por los flashes de las cámaras de fotos que recogen su escalada a la montaña artificial con el recuerdo de la muerte de sus amigos Mike (Barry Pepper), Hank o Franklin no sólo pone en evidencia la hipocresía subyacente al acto, sino que los tres protagonistas actúan cegados por el “brillo” de la empresa –simbolizado en esos flashes- mientras sus recuerdos sacuden su propia conciencia.

Ese proceso de toma de conciencia queda expresado en dos ideas visuales asimétricas de dos escenas correlativas entre sí. En la primera, John se introduce con una linterna en una cueva donde contempla los cuerpos sin vida de los japoneses que se han suicidado con unas granadas: esa linterna “ilumina” su perspectiva sobre los acontecimientos. En la segunda, John se vuelve a introducir en otro reducto de la isla donde encuentra el cadáver del joven Iggy (Jamie Bell), quien lo idolatraba: pero esta vez ese cuerpo permanece fuera de campo y el encuadre se oscurece casi por completo, porque ya el horror es incapaz de ser descrito con palabras, al afectarle más directamente. A partir de ese momento todos sus actos formarán parte de una mentira, de una dura estratagema, y a la que se prestarán al tener su inocencia amputada. …Un cinismo que se transluce cuando Rene pronuncia un discurso sobre la necesidad de comprar bonos mientras en segundo término del encuadre Ira recuerda que Rene sólo fue un mensajero; o en el plano que muestra a Rene y John en un acto análogo al anterior mientras un cartel en segundo término aboga por la unidad de todos los ciudadanos estadounidenses…mientras Ira ha sido retirado de la misión a consecuencia de su acusado alcoholismo.

Clint Eastwood se entrega a esta historia rescatando, como en Cartas desde Iwo Jima, recursos narrativos ya ensayados en películas que merecerían cierta reconsideración como Poder absoluto. Pienso por ejemplo en el momento en el que el sargento Keyes Beech (John Benjamín Hickey) obliga a Rene a delatar a Ira, quien no quiere participar en la gira, y en vez de mostrar al segundo pronunciando el nombre de su compañero, Eastwood encuadra directamente a Ira, primando la alusión visual (Rene está pensando en él) a su evocación verbal. Sólo gracias a esa limpieza en la puesta en escena y a su equipo de actores (todos, salvo Adam Beach, sin lucirse resultan efectivos en sus papeles: a ellos hay que sumar algunos nombres como Mary Beth Peil o Harve Presnell) los últimos veinte minutos alcanzan una dimensión trágica inesperada. Banderas de nuestros padres habla sobre la incapacidad de superar el pasado: de ahí que resulte tan conmovedor ese distante plano general que recoge el instante en el que Ira –alguien a quien le niegan la entrada en los bares por ser indio, a pesar de jugarse el esqueleto en Iwo Jima- le dice la verdad al padre de Harlon… De ahí también lo hiriente que resulta el montaje que relaciona el discurso que pronuncia Ira sobre el mejor trato que van a recibir los nativos al participar en la guerra con la aceptación de este último de posar en una foto junto a una familia, como si todavía perteneciese a una reserva cuya conservación se debe su interés turístico de reliquia. El destino de Rene tampoco resulta mejor: a pesar del carácter arribista de su mujer, el plano de un superior dando largas a la petición de Rene de cobrarse los servicios de la gira también resulta atronador. Por tanto el travelling de retroceso con el que la cámara se aleja de la familia de John exprese sobre todo una derrota moral, una renuncia, un llanto generacional que los primeros minutos de la cinta ya había insinuado mostrando al hijo de John interrogando en la penumbra a los amigos de su padre…

Pese a todo, Banderas de nuestros padres no resulta tan desalentadora como Cazador blanco, corazón negro; El aventurero de medianoche; Un mundo perfecto, Mystic River, Million Dollar Baby o Sin perdón. El filme, con un absolutamente nihilista discurso sobre el poder político, habla sobre la necesidad de recordar –a falta de mejor consuelo- a los compañeros con los que se vivieron unos fugaces momentos de felicidad en la playa; allá donde Cartas desde Iwo Jima acentuaba la necesidad de huir de la realidad. Rene, Ira, Hank, Franklin, Iggy, John no tuvieron esa segunda oportunidad y fueron víctimas del utilitarismo. Su imagen trajo una esperanza a sus compatriotas que ellos no pudieron sentir. Porque sólo se tenían a ellos mismos mientras subían cegados por los flashes a montañas artificiales.