viernes, 15 de febrero de 2008

Don Juan, príncipe de las tinieblas

DON JUAN, PRÍNCIPE DE LAS TINIEBLAS
Actores de su propia comedia
Por Alejandro Cabranes Rubio

Don Juan (Roberto Enríquez) vive en la Barcelona de los años cuarenta. Se codea con la alta burguesía en busca de una nueva conquista a la que extraer todo su jugo para saciar su sed de sangre fresca que revitalice su existencia solitaria. Como Drácula se ha convertido en una presencia siempre temida y deseada. De ahí que Josep Palau i Fabre en su libreto original ponga en boca de un personaje que “Don Juan es un vampiro”. Y resulta imposible de esta manera no hacer paralelismos con las diversas manifestaciones artísticas que han contribuido a la mitología del conde de Transilvania, sobre todo en los casos de Drácula (John Bandham, 1979) y Drácula, príncipe de las tinieblas (Terence Fisher, 1965). En la primera, la llegada del vampiro a Inglaterra está filmada como si fuera el prólogo a una revolución encabezada por alguien cuyos modos y cultura es muy superior a la de aquellos que le persiguen. No anda lejos la aportación de Fisher, en la que la tardía aparición del personaje refuerza sus propias características (una presencia animal que siembra el pánico en los representantes del Antiguo Régimen) y en la que el fruto de sus mordidas germina en el estallido de la emancipación de la mujer, que ya no precisa del marido para satisfacer sus deseos: “no los necesitamos” espeta una de las víctimas a sus cuñada… Ahora bien, al quedar hundido Drácula bajo el hielo, se congela momentáneamente una revolución sexual que no tardaría mucho en resurgir…

El texto de Palau i Febre se presenta más subversivo aún al hacer de su Don Juan un personaje ya inmune a posibles Van Helsings… Don Juan, príncipe de las tinieblas acentúa el carácter individualista y romántico del mito para acabar ofreciendo una feroz crítica a esa España de los años cuarenta en la que bajo una idílica apariencia de confort se escondía una doble moral, cuyos principales practicantes eran los mismos que imponían posturas vitales represoras a los demás. El Don Juan que hoy nos brinda Hermann Bonnin sobre el texto de Palau i Fabre e interpretado por Roberto Enríquez –quien según avanza la obra va ganando en fuerza dramática hasta lograr hacia el final de la obra un brillo difícil de negar- desafía a esas buenas costumbres, desechando conceptos como el honor y descorchando toda conducta represiva; aunque por el camino deje un reguero de sangre a su alrededor y almas a las que deja enfermas de amor tras ser rechazadas después de ser usadas… Don Juan se negará –a pesar de sus anhelos- la posibilidad de encontrar a la mujer ideal para la convivencia diaria, e incluso en el infierno –a pesar de ciertos arrepentimientos- volverá a instalarse en la misma rutina que en la tierra, donde participaba en orgías presididas por sarcedotisas cuyo fálico báculo condenaba a pobres desgraciadas violadas.

En ese sentido el concurso de Roberto Enríquez dota de nuevas implicaciones a la función. Pasando por alto el hecho de que prestase su voz al Don Juan de Zorrilla en una lectura dramática memorable –igual que la extraordinaria Paloma Paso Jardiel, también presente en esta incursión en las tinieblas-, si algo llama la atención en la trayectoria de Enríquez es que –dejando al lado su jugador de segunda división de Barcelona, mapa de sombras- en ella hay suficientes títulos en los que el actor debía encarar la vida más allá de la muerte. Si en Siglo XX…que estas en los cielos (emocionante evocación de la pérdida de ideales de una centuria en la que demasiadas vidas se truncaron demasiado pronto) esperaba la reencarnación en un purgatorio en el que Díos se reía de sus aspiraciones; en El Infierno de Tomaz Pandur se convertía en el guía de Dante (Asier Etxeandia) en la tierra de Lucifer desde la cual el poeta vislumbraba tanto los grandes logros de la humanidad cómo su tendencia a la destrucción masiva. Ahora Enríquez no espera ni tampoco informa a los recién llegados: ahora simplemente actúa y lo hace con las mismas pautas de comportamiento que en la vida pagana ya abandonada.
Pero hay más. Ese trabajo previo con Pandur permite al intérprete encarar mejor los presupuestos intelectuales y estéticos de este Don Juan que comparte con Barroco –el último montaje de Pandur- unos protagonistas que representan al individualismo; a viajeros del tiempo unos condenados a una excitante soledad combatida con nuevas conquistas; otros a amarse eternamente. Las semejanzas no terminan allí. Tanto Barroco como Don Juan, príncipe de las tinieblas dejan en los huesos al mito y propone directamente unas reflexiones sobre sus actuaciones: y de ahí que puedan producir rechazo en la medida de que resulta muy difícil empatizar con los personajes cuando la transición de un estado emocional o a otro ha quedado en el aire. Al combatir la infección sentimental, Bonnin y Pandur piden un esfuerzo extra al público al que se le exige una continua colaboración mental en los resultados (y eso contando con textos que a priori pueden parecerles fríos a personas no acostumbradas a este tipo de teatro). En ese mismo sentido, la adscripción o rechazo a la propuesta puede provocar debate entre los espectadores porque muchas situaciones parecen “mecánicas” según qué gustos –como un prólogo en la fiesta, quizás algo prolongado-, y para otros atractivas disquisiciones y apuntes que permiten nuevas vías de interpretación del mito.

Una vez admitido ese pequeño peaje –que a algunos espectadores no lo consideran tal- y a sabiendas de que la función aún no está rodada, Don Juan, príncipe de las tinieblas resulta una propuesta cuanto menos curiosa, en gran parte por su planteamiento, impecable diseño de producción y la dirección de Bonnin, muy sugerente a pesar de que –en mi discutible opinión- sobren determinados subrayados –cf. la reproducción de un diablo “empalmado”, cuyo pene ejerce de pórtico a la nueva conquista de Don Juan en el infierno-.

Esos apuntes escénicos ya se encuentran incluso en la escena inicial, en la cual Don Juan se introduce en una fiesta. El carácter ritual de las conquistas que tienen lugar en ellas se traduce en esa escritura mecánica en esos parajes algo dilatantes si se quiere, pero coherentemente plateados. En esa fiesta particular, dos hileras de invitados salen a su encuentro: una sociedad en búsqueda de sí misma se reúne por una noche en un único techo y en la que se inician una serie de encuentros y desencuentros que puntúa Bonnin con precisión. Cuando Don Juan besa a una de las mujeres, en segundo término de la tabla vemos a otra pareja dar rienda suelta a su pasión hasta que el componente femenino se va con otro hombre: el comportamiento de Don Juan no es tan distinto al que los rodean, asiduos y no confesos simpatizantes de relaciones sin compromiso, caracterizadas por su carácter esporádico y volátil. Cuando Don Juan se confiesa delante de su criado Carcanada (estupendo Fernando Soto), consciente de su vacío vital, por primera vez en la obra ya no hay más individuos en escenas, dejando a ambos personajes a solas con su soledad. Cuando Don Juan se encuentra en plena euforia, todos los invitados le rodean metafóricamente haciendo un corro a su alrededor: Don Juan es el epicentro de la escena. Cuando Elvira (Anna Ycobalzeta), la mujer que pudo redimir a su personaje, descubre la promiscuidad de su amado, quien hace el amor con una mujer casada (Kati: Ana Wagener, tan bien como siempre); su padre (Salvador: muy sobrio Jesús Fuente) se interpone en sentido simbólico entre el conquistador y “su niña”.

Esos pequeños apuntes van impregnando poco el estado de ánimo del personaje, aportando sugerencias sobre el mismo, a veces tan insólitas como aquella en la que se revela su lado más tierno. Pienso en ese momento en el que Don Juan lee conmovido una carta de Elvira, mientras a su espalda esta la recita ya con una soga en la mano: la presencia escénica de la muchacha indica ante todo que Don Juan está pensando en ella. Esas cualidades escénicas hacen de Don Juan una obra cuanto menos cuidada, con unas intenciones dramáticas definidas, con todas esas objeciones que he remarcado y que siempre dependerán del gusto personal de cada uno, que tiene un elenco competente (además de los actores que ya he mencionado, destacaría a dos miembros de la compañía rakatá, Oscar Zafra y Ricardo Moya; así como a Juan Codina y Clara Sanchís), y además dispone de sus propias válvulas de humor que –afortunadamente- restan solemnidad a la propuesta (todo lo relacionado con el personaje de Paloma Paso Jardiel) hasta el punto de que se echa en falta alguna más… Queda el retrato de un ser que obtiene la libertad y disfruta del libro albedrío, con el doble mérito de hacerlo en la infernal Barcelona de los años cuarenta.

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