Por Alejandro Cabranes Rubio
La sala pequeña del Teatro Español permanece a oscuras. Emergen en ella Ríos (Juan Alberto López) y Solano (Yiyo Alonso), antiguos cómicos que llevan deambulando en el desierto artístico desde la noche de los tiempos. Y se asombran al ver a su público. Son ellos los que han llegado a las tablas desde ninguna parte, y no los espectadores, que ya estaban allí incorporados al edificio. Su tumultuosa relación con ellos los asustan, tanto que prefieren mirarles desde su butaca (una caja provista de mil accesorios) hasta que entienden que “no hacen nada” y para que ocurra la magia del teatro se precisa de su propia intervención. Aunque después los asistentes se olviden de ellos y sus palabras se las engullan el viento, a pesar del sudor derramado, de ese terrible hambre físico, que causa aún más estragos que el que padece una sociedad necesitada de cultura para reflexionar sobre su propia existencia. Ríos y Solano seguirán deambulando rumbo hacia la nada, a veces impostando gestos, otras sintiendo sensaciones reales –como la que experimentan al recibir invariablemente patadas en el mismo trasero-; la mayoría huyendo del tomatazo correspondiente mientras en su pelo los piojos les chupan la sangre… Ñaque, o de piojos y actores es un canto hacia a aquellos que nos regalan su vida y no reciben nada a cambio; la inmensa tragedia de ser actor, oficio desagradecido durante centurias y centurias, y el que para sobrevivir –como demuestran Ríos y Solano desde la propia puesta en escena- hace falta mirar más allá del escenario, interpelando a quienes los observan.
La sala pequeña del Teatro Español permanece a oscuras. Emergen en ella Ríos (Juan Alberto López) y Solano (Yiyo Alonso), antiguos cómicos que llevan deambulando en el desierto artístico desde la noche de los tiempos. Y se asombran al ver a su público. Son ellos los que han llegado a las tablas desde ninguna parte, y no los espectadores, que ya estaban allí incorporados al edificio. Su tumultuosa relación con ellos los asustan, tanto que prefieren mirarles desde su butaca (una caja provista de mil accesorios) hasta que entienden que “no hacen nada” y para que ocurra la magia del teatro se precisa de su propia intervención. Aunque después los asistentes se olviden de ellos y sus palabras se las engullan el viento, a pesar del sudor derramado, de ese terrible hambre físico, que causa aún más estragos que el que padece una sociedad necesitada de cultura para reflexionar sobre su propia existencia. Ríos y Solano seguirán deambulando rumbo hacia la nada, a veces impostando gestos, otras sintiendo sensaciones reales –como la que experimentan al recibir invariablemente patadas en el mismo trasero-; la mayoría huyendo del tomatazo correspondiente mientras en su pelo los piojos les chupan la sangre… Ñaque, o de piojos y actores es un canto hacia a aquellos que nos regalan su vida y no reciben nada a cambio; la inmensa tragedia de ser actor, oficio desagradecido durante centurias y centurias, y el que para sobrevivir –como demuestran Ríos y Solano desde la propia puesta en escena- hace falta mirar más allá del escenario, interpelando a quienes los observan.
El resultado, tragicómico, arranca con fuerza gracias a los impresionantes Yiyo Alonso y Juan Alberto López, que se ganan al auditorio –que les aplaude de pie- desde su misma entrada en escena. Y a ellos les ofrece un curso acelerado de cómo representar cualquier tipo de situación con los menos medios posible; discurso últimamente muy en boga en el teatro contemporáneo con mejores o peores resultados. Así pues actos pueriles como esconderse detrás de una cortina a través de la cual sólo asoman su cabeza puede servir para magnificar su presencia en escena. Como cuando se ponen encima de la caja que traen consigo, dando fuerza a sus figuras. O se esconden detrás de ella –evidenciando sus miedos escénicos-, o usan pequeñas aperturas de esa caja para poder minimizar su propio cuerpo y poder interpretar incluso a niños pequeños… La ausencia de puesta en escena está justificadísima: es una opción formal que por una vez está dramáticamente bien usada. Para hacer teatro, sólo hace falta poner ganas, estar dispuestos a ejercer de tramoyistas e incluso disfrazarse a la vista de todo el mundo. Y puede que el resultado sea algo discontinuo, que haya momentos que brillen más que otros, pero les dan vida. Y por eso agradeceríamos a Yiyo Alonso y Juan Alberto López que sigan emergiendo de la oscuridad, aunque les suponga una condena a deambular hasta el fin de los tiempos.
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