CATORCE AÑOS DESPUÉS
A Marisa Ollero, que lo hizo posible.
A Marisa Ollero, que lo hizo posible.
Al resto de los "principitos"
Por Alejandro Cabranes Rubio
Sábado 9 de febrero de 2008. Una generación que acabó EGB en junio de 1994 se reunió catorce años después de que finalizase más de una década de convivencia diaria. Algunos fueron compañeros de instituto y de carrera. Otros no, pero siguieron encontrando huecos en sus agendas para al menos verse un par de veces al mes. Y si eso fallaba siempre quedaban acontecimientos como la celebración del 25 aniversario del colegio en el que crecieron para comprobar cómo habían evolucionado. Los hijos de un país que abandonaba una etapa histórica para adentrarse en la aventura de la democracia habían sido educados por los profesores del Príncipe de Asturias. Docentes que les enseñaron valores como la solidaridad, la importancia de trabajar entre todos sin caer en el corporativismo. Viajaron con ellos a lugares como la Expo de Sevilla de 1992. Se fueron de acampada a Cercedilla. Esquiaron en Andorra. Visitaron el Museo del Ferrocarril. Recorrían el campus de la Autónoma corriendo. Participaban en los Festivales de Canciones, en los que se iniciaban en el arte del Playback, aún a costa de disfrazarse de Whitney Houston. Jugaban al fútbol e invariablemente destrozaban las persianas de todos los edificios del colegio. Plantaban árboles. Dormían en las aulas. Vestidos de chulapos se metían en las facultades de alrededor. Se reunían los fines de semana para celebrar cumpleaños, rogando a sus progrenitores poder quedarse un poco más para terminar de ver una película en la tele. La confianza entre los profesores y los padres, la complicidad en la ejecución de unas líneas de actuación educacionales muy bien definidas basadas en el compañerismo, lo hizo posible. Como resultado de todo ello, catorce años después quedaban para cenar en la Plaza 66, en la madrileña Calle Génova.
Después de recibir una cantidad ingente de emails, acudían a la cita. Miraban arriba y abajo a ver si reconocían en los viandantes a algunos rostros del pasado. El círculo de gente reunida en la puerta del restaurante aumentaba. Una masa de arquitectos, informáticos, economistas, jefes de sección de casas automovilísticas, músicos, licenciad@s (en arte, psicología, historia), empresarios, (proyecto de) guardias civiles, profesoras de baile y música posaban para la cámara. Se fotografiaba el cariño acumulado tras años de tipos de vivencias (puñetazos y collejas incluidos). Quedaba encuadrado el resultado de un itinerario vital que se bifurcó para volver a converger. A compartir más trayectorias que con sus posibles altibajos no fueron sino el producto de un programa educativo moderno. Rosa Valdivia, antigua directora del colegio, me comentaba hace un par de años que llevaban tanto tiempo vendiendo la moto, que se habían dado cuenta de que tenían una Harley. Y esa noche, ya libres del tutelaje de sus maestros, esos niños que crecieron actuaron en consecuencia para lo que habían sido enseñados; en la creencia de que la amistad –a pesar del tiempo transcurrido entre ambas fechas- se puede preservar si el afecto, la valoración del “otro” y la integración hacen mella en las personas. En la cena se brindaba con cerveza por catorce años que ya se fueron, pero que permitieron a los niños de entonces ser los adultos de hoy.Había mucho que celebrar y en consecuencia tras los postres decidieron poner rumbo al filo de la madrugada para seguir charlando, brindando, evocando tiempos pasados. Se reconocían e identificaban entre ellos. Sabían que de alguna manera que sus compañeros formaban parte de su propia identidad, con formas de encarar determinadas situaciones más o menos parecidas. Esas primeras relaciones sociales en el colegio les ayudaron a ser como eran: el resultado de una idiosincrasia en común. Eran mujeres y hombres que se trataban como si la última vez que se vieron hubiera sido recientemente, pero también con una extraña sensación de lejanía que iban venciendo según el minutero daba una vuelta más en el reloj. Y derrotada esa sensación, acordaron no volver a dejar pasar catorce años y apostar por un contacto más regular; por reunirse sin necesidad de quedar a lo grande, sin excluir esa posibilidad. Para poder hablar del presente y no sólo del pasado. Para, como esa noche de febrero, volver a disfrutar del espíritu fraternal de aquellos años compartidos.
Sábado 9 de febrero de 2008. Una generación que acabó EGB en junio de 1994 se reunió catorce años después de que finalizase más de una década de convivencia diaria. Algunos fueron compañeros de instituto y de carrera. Otros no, pero siguieron encontrando huecos en sus agendas para al menos verse un par de veces al mes. Y si eso fallaba siempre quedaban acontecimientos como la celebración del 25 aniversario del colegio en el que crecieron para comprobar cómo habían evolucionado. Los hijos de un país que abandonaba una etapa histórica para adentrarse en la aventura de la democracia habían sido educados por los profesores del Príncipe de Asturias. Docentes que les enseñaron valores como la solidaridad, la importancia de trabajar entre todos sin caer en el corporativismo. Viajaron con ellos a lugares como la Expo de Sevilla de 1992. Se fueron de acampada a Cercedilla. Esquiaron en Andorra. Visitaron el Museo del Ferrocarril. Recorrían el campus de la Autónoma corriendo. Participaban en los Festivales de Canciones, en los que se iniciaban en el arte del Playback, aún a costa de disfrazarse de Whitney Houston. Jugaban al fútbol e invariablemente destrozaban las persianas de todos los edificios del colegio. Plantaban árboles. Dormían en las aulas. Vestidos de chulapos se metían en las facultades de alrededor. Se reunían los fines de semana para celebrar cumpleaños, rogando a sus progrenitores poder quedarse un poco más para terminar de ver una película en la tele. La confianza entre los profesores y los padres, la complicidad en la ejecución de unas líneas de actuación educacionales muy bien definidas basadas en el compañerismo, lo hizo posible. Como resultado de todo ello, catorce años después quedaban para cenar en la Plaza 66, en la madrileña Calle Génova.
Después de recibir una cantidad ingente de emails, acudían a la cita. Miraban arriba y abajo a ver si reconocían en los viandantes a algunos rostros del pasado. El círculo de gente reunida en la puerta del restaurante aumentaba. Una masa de arquitectos, informáticos, economistas, jefes de sección de casas automovilísticas, músicos, licenciad@s (en arte, psicología, historia), empresarios, (proyecto de) guardias civiles, profesoras de baile y música posaban para la cámara. Se fotografiaba el cariño acumulado tras años de tipos de vivencias (puñetazos y collejas incluidos). Quedaba encuadrado el resultado de un itinerario vital que se bifurcó para volver a converger. A compartir más trayectorias que con sus posibles altibajos no fueron sino el producto de un programa educativo moderno. Rosa Valdivia, antigua directora del colegio, me comentaba hace un par de años que llevaban tanto tiempo vendiendo la moto, que se habían dado cuenta de que tenían una Harley. Y esa noche, ya libres del tutelaje de sus maestros, esos niños que crecieron actuaron en consecuencia para lo que habían sido enseñados; en la creencia de que la amistad –a pesar del tiempo transcurrido entre ambas fechas- se puede preservar si el afecto, la valoración del “otro” y la integración hacen mella en las personas. En la cena se brindaba con cerveza por catorce años que ya se fueron, pero que permitieron a los niños de entonces ser los adultos de hoy.Había mucho que celebrar y en consecuencia tras los postres decidieron poner rumbo al filo de la madrugada para seguir charlando, brindando, evocando tiempos pasados. Se reconocían e identificaban entre ellos. Sabían que de alguna manera que sus compañeros formaban parte de su propia identidad, con formas de encarar determinadas situaciones más o menos parecidas. Esas primeras relaciones sociales en el colegio les ayudaron a ser como eran: el resultado de una idiosincrasia en común. Eran mujeres y hombres que se trataban como si la última vez que se vieron hubiera sido recientemente, pero también con una extraña sensación de lejanía que iban venciendo según el minutero daba una vuelta más en el reloj. Y derrotada esa sensación, acordaron no volver a dejar pasar catorce años y apostar por un contacto más regular; por reunirse sin necesidad de quedar a lo grande, sin excluir esa posibilidad. Para poder hablar del presente y no sólo del pasado. Para, como esa noche de febrero, volver a disfrutar del espíritu fraternal de aquellos años compartidos.
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