Escrita por Pedro Calderón de la Barca en 1637, El mágico prodigioso se adhiere a un tipo de teatro de componente fantástico. La historia de Cipriano, enamorado de Justina, se ve salpicada por la actuación de un diablo que pretende simular ante todos la pérdida de virtud de la dama y de paso alargar su fúnebre manto. Cipriano vende su alma a Belcebú en los tiempos en los que Gustavo Adolfo de Suecia había perecido en Leipzig y la entrada en combate de Francia precipita a las Coronas de Castilla y Aragón al desastre. La Fronda en el país vecino, las revueltas de 1640, la decapitación de Carlos de Inglaterra estaban a la vuelta de la esquina cuando Calderón escribió esta obra sobrenatural. La injuria, las apetencias que enemistan a quienes se consideran así mismo hermanos, la intolerancia, la lucha del hombre contra sus propios deseos desatan en El mágico prodigioso un trozo de arte pletórico de fuerza y en el que sólo la muerte nos puede arropar en un mundo mejor, menos turbulento.
Si el texto en el marco del reinado de Felipe IV reflejaba una visión fiel de un universo en descomposición que pronto albergaría la redacción del Leviatán y con ello el fin de la sociedad corporativa, en la actualidad todavía tiene mucho que decirnos. De la misma manera que El mágico prodigioso vaticina el último acto de la política del Conde Duque de Olivares y de la vida de representantes del pasado como Richelieu, su representación en 2006 constata la descomposición de un sistema de creencias y de un mundo que no se para ante nada para lograr la consecución de cualquier mezquina obsesión: el aprovisionamiento de petróleo, la puesta en marcha de la yihad. La obra presenta a una sociedad a la que no le importa verter sangre y que actúa bajo el influjo de un infierno cuyas llamas iluminan nuestros actos violentos, destructores. …Comportamientos que quiebran la posibilidad de construir una realidad más próspera, armoniosa. Si Tomaz Pandur en su adaptación de la Divina Comedia plasmaba en una pantalla los desastres engendrados por una humanidad capaz también de fabricar cosas bellas, El mágico prodigioso no precisa materializar la destrucción para nadar en ella.
La escenografía de Juan Carlos Pérez de la Fuente barroca y a la vez muy expresiva moldea el desasosiego, dudas internas y desestabilidad en la que se hallan inmersos los personajes y el público. Un decorado en permanente composición y descomposición, la discontinua creación y desaparición de espacios y términos visuales, y la alternancia de sonidos naturalistas con los ruidos que emergen de las tinieblas vehículan la desarticulación de una sociedad a punto de estrellarse contra el abismo. …Precipicio moral que Pérez de la Fuente sugiere con una imagen poderosa: Cipriano tumbado en la postura de un condenado crucificado al que el Diablo masajea con sus tentadores pies… La niebla nubla su alma, el azufre penetra en su cuerpo y la voluntad cede por la magia de una puesta escena de asombrosa plasticidad, gracias a la cual Satán atrapa con sus vestiduras literalmente a todas las criaturas a su alcance.
Los intérpretes están a la altura de las circunstancias. Beatriz Arguello compone un Diablo insinuante, magnífico por intrigante. Jacobo Dicenta pasa de la serenidad al horror en una interpretación digna de alabanza. Cristina Pons, Manuel Aguilar, Jorge Basanta (en sustitución de Leandro Rivera), Alejandra Caparros, Sergio de Frutos, Luis Carlos de Lombana, Rodrigo Poisón, Israel Ruiz, Nicolás Vega y Xabier Elorriaga los acompañan con enorme dignidad. Y de esta manera, como en 1637, El mágico prodigioso se proclama como un poderoso espectáculo y con su desaliento nos enfrenta al fin de una era. Como la que se cerró en Westfalia.
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