Por Alejandro Cabranes Rubio
A falta de ver Bubble (2005), mi estima hacia el cine de Steven Soderbegh nunca ha sido muy alta. Kafka (1991) y El buen alemán (2006) me parecen de lejos sus mejores trabajos y los más arriesgados, aunque no se librasen de algunos defectos. El rey de la colina (1992), a pesar de su carácter algo mecánico, me inspira cierta simpatía, igual que Oceans Eleven (2001). Pero en general sus filmes más reputados como Traffic (2000) revisados me causan una sensación de hastío considerable. Su imagen intelectualizada contrastada con su filmografía era para mi un misterio, más considerando que los discursos de sus películas de estar firmados por Steven Spielberg hubiesen sido ajusticiados sin piedad.
De ahí que Oceans Thirteen, siendo una película de cortos vuelos, añade una cualidad a su cine: por fin Soderbegh se atreve a reírse un poco de si mismo, de su cinefilia, de sus relatos acerca de hombres que luchan contra los elementos que lo rodean para labrar una supervivencia. En ese sentido hay una secuencia en Oceans Thirteen, tercera parte sobre la banda de atracadores de casinos liderada por el carismático Danny Ocean (George Clooney), que resume muy bien su espíritu. El número tres del clan, Linus (Matt Damon), se perfuma para embriagar a la secretaria de un magnate (Willie: un Al Pacino sin ganas de figurar y que hace gala de un notable saber estar), Abigail (Ellen Barkin). Su encuentro viene precedido por la introducción en la banda sonora del Tema de Lara que Maurice Jarre compusiese para Doctor Zhyvago (David Lean, 1965) en clave burlesca, una parodia en toda regla al cine romántico que de paso pone en primer término la carencia afectiva de Abigail. La impagable prestación de una felizmente recuperada Ellen Barkin, fascinante desde todos los puntos de vista, contribuye no poco a crear un clima desprejuiciado; un vistazo cariñoso y a su vez burlón a los géneros del antiguo Hollywood, los cuales eran identificados en algunos casos en función del casting (John Wayne y el western, Gloria Grahame y el cine negro). De ahí que no sea casualidad de que Ellen Barkin y Al Pacino, protagonistas de Melodía de seducción (Sea of Love, 1989), interpreten a una pareja laboral caracterizada por el amor no correspondido que siente la primera respecto al segundo. Como tampoco resulta gratuito que el máximo rival del personaje de Pacino sea otro magnate, Terry, esté incorporado por Andy García, su sobrino en El padrino III (The Goodfather III, 1990). De esta manera la identificación de Barkin, Pacino y García con historias sobre criminales permite una complicidad para con el espectador que a su vez posibilita la activación de ese juego cinéfilo, esa mirada hacia el pasado cinematográfico del país.
La puesta en escena de Soderbegh reproduce buena parte de los métodos narrativos de un cine ya extinguido, y los mira con tanta ternura como sentido crítico, como ocurre con el empleo de las pantallas múltiples. Hay dos secuencias particularmente desternillantes. En la primera Willie lee una carta apasionada de Abigail: la voz en off de ésta última desaparece en el mismo instante en el que Willie rompe el papel que la secretaria ha escrito y abre directamente el regalo que ha recibido. Hace mucho que no se contemplaba en una película comercial americana con tanta jocosidad las relaciones laborales. El segundo momento al que me refiero tiene lugar en México donde un miembro de la banda de Danny inspira un estallido sindical que forma parte de la operación que llevan a cabo: épicamente Soderbegh recrea las convenciones del cine político, pero concluye la secuencia con un inserto de un cuadro de Zapata –colocado en el lugar en el que transcurre la acción- que evidencia la artificiosidad del brote revolucionario.
A falta de ver Bubble (2005), mi estima hacia el cine de Steven Soderbegh nunca ha sido muy alta. Kafka (1991) y El buen alemán (2006) me parecen de lejos sus mejores trabajos y los más arriesgados, aunque no se librasen de algunos defectos. El rey de la colina (1992), a pesar de su carácter algo mecánico, me inspira cierta simpatía, igual que Oceans Eleven (2001). Pero en general sus filmes más reputados como Traffic (2000) revisados me causan una sensación de hastío considerable. Su imagen intelectualizada contrastada con su filmografía era para mi un misterio, más considerando que los discursos de sus películas de estar firmados por Steven Spielberg hubiesen sido ajusticiados sin piedad.
De ahí que Oceans Thirteen, siendo una película de cortos vuelos, añade una cualidad a su cine: por fin Soderbegh se atreve a reírse un poco de si mismo, de su cinefilia, de sus relatos acerca de hombres que luchan contra los elementos que lo rodean para labrar una supervivencia. En ese sentido hay una secuencia en Oceans Thirteen, tercera parte sobre la banda de atracadores de casinos liderada por el carismático Danny Ocean (George Clooney), que resume muy bien su espíritu. El número tres del clan, Linus (Matt Damon), se perfuma para embriagar a la secretaria de un magnate (Willie: un Al Pacino sin ganas de figurar y que hace gala de un notable saber estar), Abigail (Ellen Barkin). Su encuentro viene precedido por la introducción en la banda sonora del Tema de Lara que Maurice Jarre compusiese para Doctor Zhyvago (David Lean, 1965) en clave burlesca, una parodia en toda regla al cine romántico que de paso pone en primer término la carencia afectiva de Abigail. La impagable prestación de una felizmente recuperada Ellen Barkin, fascinante desde todos los puntos de vista, contribuye no poco a crear un clima desprejuiciado; un vistazo cariñoso y a su vez burlón a los géneros del antiguo Hollywood, los cuales eran identificados en algunos casos en función del casting (John Wayne y el western, Gloria Grahame y el cine negro). De ahí que no sea casualidad de que Ellen Barkin y Al Pacino, protagonistas de Melodía de seducción (Sea of Love, 1989), interpreten a una pareja laboral caracterizada por el amor no correspondido que siente la primera respecto al segundo. Como tampoco resulta gratuito que el máximo rival del personaje de Pacino sea otro magnate, Terry, esté incorporado por Andy García, su sobrino en El padrino III (The Goodfather III, 1990). De esta manera la identificación de Barkin, Pacino y García con historias sobre criminales permite una complicidad para con el espectador que a su vez posibilita la activación de ese juego cinéfilo, esa mirada hacia el pasado cinematográfico del país.
La puesta en escena de Soderbegh reproduce buena parte de los métodos narrativos de un cine ya extinguido, y los mira con tanta ternura como sentido crítico, como ocurre con el empleo de las pantallas múltiples. Hay dos secuencias particularmente desternillantes. En la primera Willie lee una carta apasionada de Abigail: la voz en off de ésta última desaparece en el mismo instante en el que Willie rompe el papel que la secretaria ha escrito y abre directamente el regalo que ha recibido. Hace mucho que no se contemplaba en una película comercial americana con tanta jocosidad las relaciones laborales. El segundo momento al que me refiero tiene lugar en México donde un miembro de la banda de Danny inspira un estallido sindical que forma parte de la operación que llevan a cabo: épicamente Soderbegh recrea las convenciones del cine político, pero concluye la secuencia con un inserto de un cuadro de Zapata –colocado en el lugar en el que transcurre la acción- que evidencia la artificiosidad del brote revolucionario.
Oceans Thirteen a ratos es una película mal intencionada: así se entienden las críticas a la solidaridad mal entendida que emanan de los programas de televisión (que da lugar a una secuencia final divertidísima en la que la mismísima Ophra Winfrey se presta a un cuestionamiento salvaje de su show), y de la actitud de determinadas estrellas como Brad Pitt (así mismo protagonista de la película) que “para sentar la cabeza” no paran de adoptar niños… Oceans Thirteen tiene su gracia, algo insólito en Soderbergh, quien en líneas generales narra con convicción la acción. La buena labor de algunos actores como David Paymer, Don Cheadle, Elliot Gould o Carl Reiner juegan muy a favor de una película que se deja ver gratamente. Ello no quita que hay varios elementos que limitan mucho el resultado: es un filme demasiado superpoblado en el que los personajes (salvo en el caso relativo de Abigail) apenas existen como tales; que se pliega a una fórmula bastante mecánica que hace adivinar la misma resolución de la trama. La película se reduce gracias a ello a como un chiste para proselitistas de Soderbegh, quien por si fuera poco recupera algunos de los peores modos de Soderbegh en determinados momentos como uno en el que Linus cruza la calle…detestable por su mal uso de la cámara digital. Oceans Thirteen es una película demasiado prefabricada, que sabe reírse de si misma, pero carece de toda entidad: no hay en ella sensación de peligro, sólo de que unos actores conocidos han querido pasar un buen rato mientras se filmaba. En todo caso, la presencia de Ellen Barkin facilita de sumo grado a su aceptación.
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