Por Alejandro Cabranes Rubio
En El custodio un guardaespaldas llamado Rubén (magnífico Julio Chávez) es desenfocado por la cámara del director. Tras años de servir a un ministro, es un hombre sin identidad, “desenfocado”, que amolda su rutina a la de su jefe y delega su voluntad en él. Rubén, como el protagonista de La vida de los otros, espía una vida ajena, caracterizada por el mismo vacío afectivo y moral que la suya propia: admira y aborrece a la vez –como le ocurría al Tom Ripley de la extraordinaria A pleno sol- el confort representado por el ministro. El custodio elabora una digresión sobre la situación de Argentina, sumergida en un pozo sin fondo. El filme habla de un mundo alienante poblado por seres abyectos, en el que se establece una dicotomía entre señores y criados. De ahí la jerarquización de términos visuales en el encuadre, aislando a Rubén en el plano. De esa sumisión, de esa perpetua obligación de “guardar las formas” emana la frialdad del personaje y su indiferencia hacia lo que le rodea: impera el silencio porque no hay nada que hablar; la cámara permanece fija en el interior de el coche –cuando el protagonista conduce- porque no hay nada que ver; abundan los planos generales de acuerdo a esa idea de distanciamiento emocional; incluso la secretaria del ministro queda desenfocada a los ojos del guardaespaldas.
Por tales motivos, El custodio no sólo es una prometedora primera película de Rodrigo Moreno, sino también el ejemplo de un cine intelectualmente inquieto, excelentemente planteado, en ocasiones muy preciso en sus imágenes. Pese a todo, es una pena que el filme no esté conseguido: su abundancia de buenas ideas lo ahogan en su propia retórica. Cuando adopta un tono antropológico –en la estela de directores como Mike Leigh- Moreno fracasa por las cuantiosas escenas alargadas cuando ya habían dado todo de sí, deteniéndose en aspectos redundantes, tanto las que corresponden a las largas esperas del personaje como –sobre todo- como otras más cotidianas (cf. las muy horribles secuencias del restaurante y en el prostíbulo, extenuadas hasta la náusea). No ayuda que varias acciones (1) y diálogos (2), en principio creíble resulten subterfugios con los que el director obliga –desde un dictado demiúrgico- a “despertar” del letargo a su protagonista, que, a pesar de algunos matices, es un personaje tan simbólico como el propio ministro. El director precipita al filme a un esquematismo que limita el alcance de su propuesta; más cuando intenta captar gestos subrayándolos en demasía (3), o cuando, incurriendo en el terreno de Ernesto Sábato en El túnel, explora la locura instalada en el quehacer diario en un final, en teoría tan duro como liberador, en el que las luces parpadeantes de los coches simbolizan la confusión de Rubén. Atrapada por esos lastres, El custodio, como el propio Rubén, renuncia a su propia personalidad, quedando desenfocada en la retina del espectador.
En El custodio un guardaespaldas llamado Rubén (magnífico Julio Chávez) es desenfocado por la cámara del director. Tras años de servir a un ministro, es un hombre sin identidad, “desenfocado”, que amolda su rutina a la de su jefe y delega su voluntad en él. Rubén, como el protagonista de La vida de los otros, espía una vida ajena, caracterizada por el mismo vacío afectivo y moral que la suya propia: admira y aborrece a la vez –como le ocurría al Tom Ripley de la extraordinaria A pleno sol- el confort representado por el ministro. El custodio elabora una digresión sobre la situación de Argentina, sumergida en un pozo sin fondo. El filme habla de un mundo alienante poblado por seres abyectos, en el que se establece una dicotomía entre señores y criados. De ahí la jerarquización de términos visuales en el encuadre, aislando a Rubén en el plano. De esa sumisión, de esa perpetua obligación de “guardar las formas” emana la frialdad del personaje y su indiferencia hacia lo que le rodea: impera el silencio porque no hay nada que hablar; la cámara permanece fija en el interior de el coche –cuando el protagonista conduce- porque no hay nada que ver; abundan los planos generales de acuerdo a esa idea de distanciamiento emocional; incluso la secretaria del ministro queda desenfocada a los ojos del guardaespaldas.
Por tales motivos, El custodio no sólo es una prometedora primera película de Rodrigo Moreno, sino también el ejemplo de un cine intelectualmente inquieto, excelentemente planteado, en ocasiones muy preciso en sus imágenes. Pese a todo, es una pena que el filme no esté conseguido: su abundancia de buenas ideas lo ahogan en su propia retórica. Cuando adopta un tono antropológico –en la estela de directores como Mike Leigh- Moreno fracasa por las cuantiosas escenas alargadas cuando ya habían dado todo de sí, deteniéndose en aspectos redundantes, tanto las que corresponden a las largas esperas del personaje como –sobre todo- como otras más cotidianas (cf. las muy horribles secuencias del restaurante y en el prostíbulo, extenuadas hasta la náusea). No ayuda que varias acciones (1) y diálogos (2), en principio creíble resulten subterfugios con los que el director obliga –desde un dictado demiúrgico- a “despertar” del letargo a su protagonista, que, a pesar de algunos matices, es un personaje tan simbólico como el propio ministro. El director precipita al filme a un esquematismo que limita el alcance de su propuesta; más cuando intenta captar gestos subrayándolos en demasía (3), o cuando, incurriendo en el terreno de Ernesto Sábato en El túnel, explora la locura instalada en el quehacer diario en un final, en teoría tan duro como liberador, en el que las luces parpadeantes de los coches simbolizan la confusión de Rubén. Atrapada por esos lastres, El custodio, como el propio Rubén, renuncia a su propia personalidad, quedando desenfocada en la retina del espectador.
NOTAS
(1)Entre estas destaca la iniciativa del ministro de que Rubén dibuje a unos amigos suyos, una secuencia que impregna de ambigüedad la relación entre ambos (¿Rubén es humillado o rebajado?), pero poco probable dada el mutismo del personaje, poco dado a compartir nada.
(2)Me refiero particularmente a dos, en los que se le recrimina a Rubén no haber estado con el ministro cuando le dio un pequeño ataque, o por el contrario se le anima diciendo que debería por su profesionalidad “haber llegado más arriba”: parecen más clichés que preludian el estallido de la violencia, frases superpuestas a la propia cadencia de acontecimientos, más retóricas que orgánicas.
(3)Sobre todo cuando se recrea en la majadería de una amiga del ministro o en la profunda estupidez de la hija después; rematado con otra de esas acciones teóricamente posibles en la vida cotidiana, pero que aquí deviene en convención, superponiéndose también al propio filme.
Aviso
Esta crítica la publiqué -en versión abreviada- en la Guia del Ocio en el número 1672, que corresponde a la semana que va del Viernes 28 de diciembre de 2007 al Jueves 3 de enero de 2008. La página en concreto es la número dieciocho.
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