Por Alejandro Cabranes Rubio
José Alcalá Zamora y Queipo de Llano en una de las ponencias del congreso Calderón y la España del Barraco celebrado en el CESIC en el ya lejano 2000 vino a afirmar la notoria superioridad literaria del autor de La vida es sueño frente a Lope de Vega, autor de fecunda trayectoria pero, según él, apenas poblada por copas altas. Cierto es que quizás el alcance intelectual de Calderón supere al del autor de El perro del hortelano, pero no por ello se han de menospreciar los méritos artísticos de éste.
El estreno en la RESAD de una de las obras menos conocidas de Lope, El arrogante español, datada a finales del siglo XVI, nos proporciona una estupenda ocasión para volver al tema. Con una acusada tendencia al vodevil, la obra podría ser despachada por algunos críticos como “pieza menor” que gira en torno a un pícaro llamado Luzmán que con sus engaños se aprovisiona de todo aquello que le hace falta para vivir. Bien mirada su clara adscripción a la picaresca –que no ha impedido a piezas como El lazarillo de Tormes o El buscón cotizar a la altura que se merecen- nos proporciona datos que nos ayudan a entender mejor la época, por mucho que por motivos de auto-censura se ubicase la trama en el reinado de Carlos V. Su cuidado en no tropezar con la objeción de La Inquisición se tradujo en la sustitución del natural escenario castellano por otro extranjero. Empero su traslación de la trama a Roma quizás de manera involuntaria llega a ahondar en su discurso: el sacco de Roma sólo fue posible mediante la conjura y la mentira que se cobraron la vida de Medicci como puso de relieve la hermosa película de Ermanno Olmi El oficio de las armas (2001). La política de entonces, como la actual, basaba su eficacia en la estrategia y ésta a su vez pasaba por la manipulación de la realidad. En las fechas en las que fue escrita El arrogante español (1593) varios sucesos –ya no sólo de ámbito nacional- arrojaban luz sobre tal delicada cuestión: Enrique IV de Francia se había pasado por razones pragmáticas al catolicismo a fin de solventar las crisis internas del país y allanar el camino a la paz con Felipe II, pero más su fingida pose no le impidió ser asesinado en 1610 por aquellos que miraron con malos ojos el Edicto de Nantes. No deja de resultar fácil trazar paralelismos con nuestra actualidad, en la que la virtual presentación de las presuntas armas de destrucción masiva en Irak llevó aparejada uno de los mayores desastres (y horrores) de comienzo de siglo. De ahí El arrogante español puede considerarse como una parábola clarividente sobre cómo la simulación sólo permite una eventual supervivencia, pero a costa de un mañana abocado al fracaso: todo ello teñido del pesimismo propio de quien sólo unos años antes había presenciado la derrota de la Armada Invencible.
José Alcalá Zamora y Queipo de Llano en una de las ponencias del congreso Calderón y la España del Barraco celebrado en el CESIC en el ya lejano 2000 vino a afirmar la notoria superioridad literaria del autor de La vida es sueño frente a Lope de Vega, autor de fecunda trayectoria pero, según él, apenas poblada por copas altas. Cierto es que quizás el alcance intelectual de Calderón supere al del autor de El perro del hortelano, pero no por ello se han de menospreciar los méritos artísticos de éste.
El estreno en la RESAD de una de las obras menos conocidas de Lope, El arrogante español, datada a finales del siglo XVI, nos proporciona una estupenda ocasión para volver al tema. Con una acusada tendencia al vodevil, la obra podría ser despachada por algunos críticos como “pieza menor” que gira en torno a un pícaro llamado Luzmán que con sus engaños se aprovisiona de todo aquello que le hace falta para vivir. Bien mirada su clara adscripción a la picaresca –que no ha impedido a piezas como El lazarillo de Tormes o El buscón cotizar a la altura que se merecen- nos proporciona datos que nos ayudan a entender mejor la época, por mucho que por motivos de auto-censura se ubicase la trama en el reinado de Carlos V. Su cuidado en no tropezar con la objeción de La Inquisición se tradujo en la sustitución del natural escenario castellano por otro extranjero. Empero su traslación de la trama a Roma quizás de manera involuntaria llega a ahondar en su discurso: el sacco de Roma sólo fue posible mediante la conjura y la mentira que se cobraron la vida de Medicci como puso de relieve la hermosa película de Ermanno Olmi El oficio de las armas (2001). La política de entonces, como la actual, basaba su eficacia en la estrategia y ésta a su vez pasaba por la manipulación de la realidad. En las fechas en las que fue escrita El arrogante español (1593) varios sucesos –ya no sólo de ámbito nacional- arrojaban luz sobre tal delicada cuestión: Enrique IV de Francia se había pasado por razones pragmáticas al catolicismo a fin de solventar las crisis internas del país y allanar el camino a la paz con Felipe II, pero más su fingida pose no le impidió ser asesinado en 1610 por aquellos que miraron con malos ojos el Edicto de Nantes. No deja de resultar fácil trazar paralelismos con nuestra actualidad, en la que la virtual presentación de las presuntas armas de destrucción masiva en Irak llevó aparejada uno de los mayores desastres (y horrores) de comienzo de siglo. De ahí El arrogante español puede considerarse como una parábola clarividente sobre cómo la simulación sólo permite una eventual supervivencia, pero a costa de un mañana abocado al fracaso: todo ello teñido del pesimismo propio de quien sólo unos años antes había presenciado la derrota de la Armada Invencible.
Pero hay más. Ese discurso sobre el fingimiento nutre otro de igual calado: la disección entre lo real y lo imaginario, siempre en función de la perspectiva de quien presencia en determinados ángulos unas no menos determinadas situaciones. Y de éste último emerge un ensayo sobre el poder de la mirada que se sustenta de un grupo de personajes que representan ante otros y que a la vez que espían son ellos mismos vigilados. La dinámica puesta en escena de Guillermo Heras, en ese sentido, permite la escenificación simultánea de acciones acaecidas en distintos términos visuales jerarquizados armónicamente. Sólo un prólogo innecesario empaña las cualidades de esta estupenda función muy bien interpretada. Tomás Repila viste a Luzmán del artificio que requería un personaje que vive de la apariencia. Inge Martín expresa el lado más candoroso de Isabel para revelarnos al final certeramente su inteligencia. Delia Vime nos regala todo su desparpajo. Manuela Paso confiere a su interpretación la determinación que define a Octavia. Ángel Solo, Andrés Ruiz, David Boceta, Rubén Nagore, Chema Ruiz, Diego Toucedo y José Luis Matienzo escenifican muy bien la humillación a la que se ven sometidos. Juan Ignacio Ceacero, Enrique Aparicio y Elena Guevara los acompañan con gracia y arrojo. De esta manera El arrogante español demuestra que el buen teatro no entiende de competiciones ni comparaciones y que se disfruta por sus valores intrínsecos.
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