Por Alejandro Cabranes Rubio
Cuando La huella (Sleuth, Kenneth Branagh, 2007) se presentó en el Festival de Venecia no sólo Michael Caine vio perdidas sus expectativas de ganar la Copa Volpi en beneficio de Brad Pitt (galardón, presumiblemente, atribuible a Alejandro González Iñárritu, presidente del jurado y que dirigió al intérprete en la horrenda y muy conservadora Babel), sino que la prensa cinematográfica volvió a hacer gala de su analfabetismo teatral y su ausencia de reflejos democráticos. Branagh, el mismo que se fue al gimnasio para lucirse en Frankenstein (1994) y escribió sus memorias a los treinta años, había vuelto a demostrar su vanidad queriendo hacer su versión de una obra maestra, La huella (Sleuth, Joseph Lee Mankiewicz, 1972). El argumento se caía sobre su propio peso: Mankiewicz era conocido precisamente por su vanidad intelectual, facultad que no le impedía rodar buenas películas. También desconocían otro hecho básico: Branagh asumió La huella como un encargo, como también lo hizo con su extraordinaria (y menospreciada) La flauta mágica (The Magic Flute, 2006). Por si fuera poco, esos cronistas tampoco notaron ninguna referencia alguna en los créditos a la versión previa de Mankiewicz. Si las distintas versiones cinematográficas de Hamlet han calado mejor en la crítica, ¿por qué tantas reticencias? La huella era algo así como un material que no se podía tocar: era inútil mejorarlo. "¿Por qué?" fue la pregunta más repetida aquellos días.
Por mi parte, considero de que cualquier material se puede extraer múltiples lecturas porque son puntos de partida: tanto da que esa obra anterior fuese magnífica y la nueva funesta, caso de Psicosis (Psycho, Gus Van Sant, 1998). ¿Por qué? Porque el cine, por más que se empeñen algunos en demostrar lo contrario, es una actividad que genera debate e incluso en casos como el referenciado al menos sirven para comprender un poco más la época en la que se consideró que se podía volver a adaptar un tema.
Desde luego, en ese sentido, La huella parte de la pieza de Anthony Shaffer (un autor todavía peor conocido en España que su hermano gemelo, Peter Shaffer) para proponer algo diametralmente opuesto a Mankiewicz, algo a lo que no es ajeno la adaptación llevada a cabo por un autor con una personalidad tan definida como Harold Pinter… Branagh y Pinter tienen en su contra el hecho de que el conocimiento previo –por parte del espectador- de cada acto puede generar una sensación de apatía en el público, al que hay que ofrecer otra cosa. Ya no sólo prescindiendo de los signos más identificables de la anterior película –cf. la metáfora del laberinto, los juguetes, el capitán Zodiac, el disfraz de payaso, la tierra cavada-, sino minimizando la noción de juego, de representación, de mascarada que enfrenta a clases sociales distintas que pugnan, destruyéndose entre sí… Aunque esa lucha de clases preexiste y de que el dominio del decorado por parte de uno de los personajes opera como metáfora del control escénico, La huella (2007) enturbia más su atmósfera, reduciendo “la intriga” bajo mínimos: no importa tanto el factor sorpresa como el dibujo de personajes. A ese nuevo tono contribuye no sólo la fotografía en tonos azulados y el menos barroco decorado, sino al haber profundizado directamente la ambigüedad que tiñe la relación de los dos personajes; allá donde Mankiewicz volvía a hablarnos de una clase social “en extinción” a la que el mismo pertenecía. Andrew Wyke, en manos del realizador de Eva al desnudo (All about Eve, 1950), no podía aguantar que un peluquero, Milo viviese con su mujer (Maggie), sobre todo por pertenecer a otra clase social “inferior” a la suya. En cambio, para Pinter y Branagh, la cosa va mucho más allá al combinar el repudio de Andrew hacia Milo con cierto sentimiento de admiración y atracción hacia el mismo; lo que hace muy atractivo el segmento que relata “la venganza del proletariado”.
En ese sentido, La huella (2007) poco a poco va dibujando ese doble proceso. Andrew progresivamente irá admitiendo que Milo le seduce; que en otras circunstancias se hubiese llevado bien con él; que le estimula; e incluso que prescindiría de Maggie para llevar una vida con él… Milo, por su parte, cuando se ve amenazado por su oponente evoca el recuerdo de un compañero de instituto; obliga a Andrew a vestirse con las joyas de Maggie que previamente había simulado robar (para, en teoría, defraudar uno a la compañía de seguro y el otro venderlas en el mercado negro); y se muestra impaciente por probar la cama de Andrew… Pinter, como en piezas como Un ligero malestar, no sólo perfila las contradicciones e hipocresías de una clase social; sino sobre todo su miedo a lo desconocido, a sus temores a perderlo todo; su pavor al experimentar nuevas sensaciones o al contactar con partes de su propia personalidad enterradas hasta ese momento; algo que Michael Caine sabe expresar en una sola mirada.
No obstante atribuir completamente la autoría a Pinter es injusto considerando que el filme obedece a las pautas de la filmografía de Branagh como director. De un lado, la reflexión sobre las consecuencias de madurar. Milo querrá irse de ese mundo, al comprender de una vez por todas que su intrusión en él se saldaría con su propia corrupción y pérdida de integridad… De otro, la manera de potenciar el decorado para expresar ideas de la obra o sentimientos de los personajes es característica del realizador.
Entre los recursos más novedosos es obligado mencionar el empleo de las cámaras de seguridad con cuatro ejemplos particularmente sofisticados. El primero, al inicio del filme, corresponde a la imagen de Milo entrando en la mansión de Andrew; quedando encuadrado entre su coche pequeño y el enorme de su rival, en un plano en picado que ya sugiere la idea de enfrentamiento además de contener ya apuntes sobre diferencias sociales. El segundo tiene lugar muy poco después: vemos en una pantalla a Milo (sólo en el encuadre) mientras el otro extremo del encuadre –fuera de esa pantalla- un libro de Wyke, el símbolo de su poder y riqueza (Andrew es un escritor de bet-seller). Otra manera de afianzar la dialéctica entre ambos personajes. El tercero viene a continuación del segundo: en las imágenes que proceden de las cámaras de seguridad ya no hay rastro de ninguno de los personajes, sólo son presencias intuidas, escurridizas, que ocultan sus intenciones, a punto de salir de su escondite. El cuarto –a mi entender sublime- tiene lugar al inicio del segundo acto, cuando Andrew recibe la visita de un supuesto detective que investiga la desaparición de Milo; encuentro que sólo vemos a través de la pantalla del televisor en una habitación; indicando claramente que se trata de una película elaborada por el propio Milo.
Si el empleo de las cámaras de seguridad, además de sugerir esa violación de intimidad también depara ese caudal de sugerencias, la de los restos de objetos y luces de la casa no le va a la zaga. Pienso en el expositor con libros escritos por Wyke, que gira sin cesar alrededor de Milo; quien empieza a sentir de esa manera ya no sólo la vanidad de su anfitrión, sino la personalidad del mismo dando vueltas sobre él. Junto a ese expositor merece destacarse el maniquí con ropa femenina, que viene a sustituir la presencia física de Maggie en su casa. Cuando Andrew se niega a conceder el divorcio a Maggie queda encuadrado al lado del maniquí, como si todavía fuese un matrimonio bien avenido. Más tarde, Andrew y Milo quedan encuadrados con el maniquí en medio, como si peleasen por poseerlo. Y finalmente, Milo quita la ropa al maniquí, desnudándolo, revelando la auténtica verdad sobre el matrimonio entre Maggie y Andrew. No menos notable resulta el empleo de las rejas del ascensor –que encarcela literalmente al escritor cuando es acusado de asesinato por el presunto detective-; de las luces que pasean por el rostro de Andrew mientras en contraplano Milo permanece en la oscuridad (el plano contra plano no sólo los separan, sino también las luces establecen esas divergencias morales; y el hecho de que las que iluminen a Wyke sean escurridizas insinúan, sobre todo, que lo que éste ofrece encierra una trampa); de las persianas en las cuales los protagonistas quedan encerrados entre sus rendijas; de las luces que acosan a Andrew mientras es interrogado por el “investigador”… Hay veces que incluso la imagen que se presenta de estos resulta deliberada distorsionada. Así al principio de la proyección sólo vemos a Milo a través de un vaso colocado en una mesa: Milo está atrapado en el mundo de confort de Andrew. Hacia el final el uno y el otro quedan reflejados sobre un cristal que distorsiona con toda claridad su alma… No quisiera acabar estas pinceladas sobre el empleo de la decoración sin mencionar el plano imposible tomado desde el interior de la cámara de seguridad de Maggie –donde permanece sus joyas-; extasiando y atrayendo a Milo, situado en el último término visual del encuadre.
Hay apuntes de puesta en escena que ya no tienen que ver con el empleo de la decoración y que merecen ser destacados: el montaje que relaciona el pasado y presente de Andrew (que narra la lucha con su adversario como si fuese un partido de tenis), el encuadre de Milo y Andrew sin que les veamos la cara (ambos ocultan su verdadero rostro y no tienen comunicación real entre ellos); el plano en picado que enfrenta al primero con el segundo mientras éste humilla a su invitado mientras “roba” las joyas; el primer plano de la pistola que empuña Andrew y que pone el acento sobre el miedo que le provoca a Milo (Branagh potencia la repercusión emocional sobre los aspectos más objetivos); y sobre todo las panorámicas que se dirigen a los oídos de Milo cuando finge ser detective (está oyendo una confesión que le complace escuchar) y el primerísimo plano de uno de los ojos de Andrew en esa misma secuencia, y que insinúa que Wyke no alcanza a ver lo que realmente está sucediendo…
Si como estudio sobre el miedo en la sociedad contemporánea y como ejemplo sobre cómo se puede adaptar una pieza teatral con sólo dos personajes de manera plenamente cinematográfica La huella se revela como una película francamente interesante; como documental sobre la propia trayectoria artística de Michael Caine resulta impagable. Cuando Michael Caine interpretó a Milo en 1972 a las órdenes de Mankiewicz era un poco la encarnación de la base proletaria, a raíz de títulos como Alfie (Lewis Gilbert, 1966): en 2007 pertenece digamos a la aristocracia de la interpretación y eso a pesar de que de vez en cuando en algún título a recobrado los tipos sociales que le hicieron popular (pienso en la estupenda Shiner o en la correcta Little Voice). Su porte distinguido en filmes como Las normas de la casa de la sidra (The Cider House Rules, Lasse Hallström, 1999), Quills (Philip Kauffman, 2000) o El prestigio (The Prestige, Christopher Nolan, 2006), ya sea para proyectar su humanidad o el lado más mezquino de una clase puritana, indican claramente que Caine es una presencia de lujo: el rostro indomable de los años sesenta ya ha sido absorbido por la cultura oficial. En La huella (2007) lo asume deliberadamente ofreciendo una interpretación de Wyke todavía mejor que la de Laurence Olivier, quien duda cabe estaba excelso en la versión de 1972: ha heredado de aquel esa nobleza que caracterizaba a intérpretes como John Gielgud o Ralph Richardson. Y ello se hace más evidente al oponerlo a Jude Law (que está peor que en otras ocasiones: está estupendo en la primera mitad de la proyección y luego se “excede” en la segunda); quien también ha interpretado a Alfie y con quien había compartido terna en las candidaturas de los Oscar de 1999.
Cuando La huella (Sleuth, Kenneth Branagh, 2007) se presentó en el Festival de Venecia no sólo Michael Caine vio perdidas sus expectativas de ganar la Copa Volpi en beneficio de Brad Pitt (galardón, presumiblemente, atribuible a Alejandro González Iñárritu, presidente del jurado y que dirigió al intérprete en la horrenda y muy conservadora Babel), sino que la prensa cinematográfica volvió a hacer gala de su analfabetismo teatral y su ausencia de reflejos democráticos. Branagh, el mismo que se fue al gimnasio para lucirse en Frankenstein (1994) y escribió sus memorias a los treinta años, había vuelto a demostrar su vanidad queriendo hacer su versión de una obra maestra, La huella (Sleuth, Joseph Lee Mankiewicz, 1972). El argumento se caía sobre su propio peso: Mankiewicz era conocido precisamente por su vanidad intelectual, facultad que no le impedía rodar buenas películas. También desconocían otro hecho básico: Branagh asumió La huella como un encargo, como también lo hizo con su extraordinaria (y menospreciada) La flauta mágica (The Magic Flute, 2006). Por si fuera poco, esos cronistas tampoco notaron ninguna referencia alguna en los créditos a la versión previa de Mankiewicz. Si las distintas versiones cinematográficas de Hamlet han calado mejor en la crítica, ¿por qué tantas reticencias? La huella era algo así como un material que no se podía tocar: era inútil mejorarlo. "¿Por qué?" fue la pregunta más repetida aquellos días.
Por mi parte, considero de que cualquier material se puede extraer múltiples lecturas porque son puntos de partida: tanto da que esa obra anterior fuese magnífica y la nueva funesta, caso de Psicosis (Psycho, Gus Van Sant, 1998). ¿Por qué? Porque el cine, por más que se empeñen algunos en demostrar lo contrario, es una actividad que genera debate e incluso en casos como el referenciado al menos sirven para comprender un poco más la época en la que se consideró que se podía volver a adaptar un tema.
Desde luego, en ese sentido, La huella parte de la pieza de Anthony Shaffer (un autor todavía peor conocido en España que su hermano gemelo, Peter Shaffer) para proponer algo diametralmente opuesto a Mankiewicz, algo a lo que no es ajeno la adaptación llevada a cabo por un autor con una personalidad tan definida como Harold Pinter… Branagh y Pinter tienen en su contra el hecho de que el conocimiento previo –por parte del espectador- de cada acto puede generar una sensación de apatía en el público, al que hay que ofrecer otra cosa. Ya no sólo prescindiendo de los signos más identificables de la anterior película –cf. la metáfora del laberinto, los juguetes, el capitán Zodiac, el disfraz de payaso, la tierra cavada-, sino minimizando la noción de juego, de representación, de mascarada que enfrenta a clases sociales distintas que pugnan, destruyéndose entre sí… Aunque esa lucha de clases preexiste y de que el dominio del decorado por parte de uno de los personajes opera como metáfora del control escénico, La huella (2007) enturbia más su atmósfera, reduciendo “la intriga” bajo mínimos: no importa tanto el factor sorpresa como el dibujo de personajes. A ese nuevo tono contribuye no sólo la fotografía en tonos azulados y el menos barroco decorado, sino al haber profundizado directamente la ambigüedad que tiñe la relación de los dos personajes; allá donde Mankiewicz volvía a hablarnos de una clase social “en extinción” a la que el mismo pertenecía. Andrew Wyke, en manos del realizador de Eva al desnudo (All about Eve, 1950), no podía aguantar que un peluquero, Milo viviese con su mujer (Maggie), sobre todo por pertenecer a otra clase social “inferior” a la suya. En cambio, para Pinter y Branagh, la cosa va mucho más allá al combinar el repudio de Andrew hacia Milo con cierto sentimiento de admiración y atracción hacia el mismo; lo que hace muy atractivo el segmento que relata “la venganza del proletariado”.
En ese sentido, La huella (2007) poco a poco va dibujando ese doble proceso. Andrew progresivamente irá admitiendo que Milo le seduce; que en otras circunstancias se hubiese llevado bien con él; que le estimula; e incluso que prescindiría de Maggie para llevar una vida con él… Milo, por su parte, cuando se ve amenazado por su oponente evoca el recuerdo de un compañero de instituto; obliga a Andrew a vestirse con las joyas de Maggie que previamente había simulado robar (para, en teoría, defraudar uno a la compañía de seguro y el otro venderlas en el mercado negro); y se muestra impaciente por probar la cama de Andrew… Pinter, como en piezas como Un ligero malestar, no sólo perfila las contradicciones e hipocresías de una clase social; sino sobre todo su miedo a lo desconocido, a sus temores a perderlo todo; su pavor al experimentar nuevas sensaciones o al contactar con partes de su propia personalidad enterradas hasta ese momento; algo que Michael Caine sabe expresar en una sola mirada.
No obstante atribuir completamente la autoría a Pinter es injusto considerando que el filme obedece a las pautas de la filmografía de Branagh como director. De un lado, la reflexión sobre las consecuencias de madurar. Milo querrá irse de ese mundo, al comprender de una vez por todas que su intrusión en él se saldaría con su propia corrupción y pérdida de integridad… De otro, la manera de potenciar el decorado para expresar ideas de la obra o sentimientos de los personajes es característica del realizador.
Entre los recursos más novedosos es obligado mencionar el empleo de las cámaras de seguridad con cuatro ejemplos particularmente sofisticados. El primero, al inicio del filme, corresponde a la imagen de Milo entrando en la mansión de Andrew; quedando encuadrado entre su coche pequeño y el enorme de su rival, en un plano en picado que ya sugiere la idea de enfrentamiento además de contener ya apuntes sobre diferencias sociales. El segundo tiene lugar muy poco después: vemos en una pantalla a Milo (sólo en el encuadre) mientras el otro extremo del encuadre –fuera de esa pantalla- un libro de Wyke, el símbolo de su poder y riqueza (Andrew es un escritor de bet-seller). Otra manera de afianzar la dialéctica entre ambos personajes. El tercero viene a continuación del segundo: en las imágenes que proceden de las cámaras de seguridad ya no hay rastro de ninguno de los personajes, sólo son presencias intuidas, escurridizas, que ocultan sus intenciones, a punto de salir de su escondite. El cuarto –a mi entender sublime- tiene lugar al inicio del segundo acto, cuando Andrew recibe la visita de un supuesto detective que investiga la desaparición de Milo; encuentro que sólo vemos a través de la pantalla del televisor en una habitación; indicando claramente que se trata de una película elaborada por el propio Milo.
Si el empleo de las cámaras de seguridad, además de sugerir esa violación de intimidad también depara ese caudal de sugerencias, la de los restos de objetos y luces de la casa no le va a la zaga. Pienso en el expositor con libros escritos por Wyke, que gira sin cesar alrededor de Milo; quien empieza a sentir de esa manera ya no sólo la vanidad de su anfitrión, sino la personalidad del mismo dando vueltas sobre él. Junto a ese expositor merece destacarse el maniquí con ropa femenina, que viene a sustituir la presencia física de Maggie en su casa. Cuando Andrew se niega a conceder el divorcio a Maggie queda encuadrado al lado del maniquí, como si todavía fuese un matrimonio bien avenido. Más tarde, Andrew y Milo quedan encuadrados con el maniquí en medio, como si peleasen por poseerlo. Y finalmente, Milo quita la ropa al maniquí, desnudándolo, revelando la auténtica verdad sobre el matrimonio entre Maggie y Andrew. No menos notable resulta el empleo de las rejas del ascensor –que encarcela literalmente al escritor cuando es acusado de asesinato por el presunto detective-; de las luces que pasean por el rostro de Andrew mientras en contraplano Milo permanece en la oscuridad (el plano contra plano no sólo los separan, sino también las luces establecen esas divergencias morales; y el hecho de que las que iluminen a Wyke sean escurridizas insinúan, sobre todo, que lo que éste ofrece encierra una trampa); de las persianas en las cuales los protagonistas quedan encerrados entre sus rendijas; de las luces que acosan a Andrew mientras es interrogado por el “investigador”… Hay veces que incluso la imagen que se presenta de estos resulta deliberada distorsionada. Así al principio de la proyección sólo vemos a Milo a través de un vaso colocado en una mesa: Milo está atrapado en el mundo de confort de Andrew. Hacia el final el uno y el otro quedan reflejados sobre un cristal que distorsiona con toda claridad su alma… No quisiera acabar estas pinceladas sobre el empleo de la decoración sin mencionar el plano imposible tomado desde el interior de la cámara de seguridad de Maggie –donde permanece sus joyas-; extasiando y atrayendo a Milo, situado en el último término visual del encuadre.
Hay apuntes de puesta en escena que ya no tienen que ver con el empleo de la decoración y que merecen ser destacados: el montaje que relaciona el pasado y presente de Andrew (que narra la lucha con su adversario como si fuese un partido de tenis), el encuadre de Milo y Andrew sin que les veamos la cara (ambos ocultan su verdadero rostro y no tienen comunicación real entre ellos); el plano en picado que enfrenta al primero con el segundo mientras éste humilla a su invitado mientras “roba” las joyas; el primer plano de la pistola que empuña Andrew y que pone el acento sobre el miedo que le provoca a Milo (Branagh potencia la repercusión emocional sobre los aspectos más objetivos); y sobre todo las panorámicas que se dirigen a los oídos de Milo cuando finge ser detective (está oyendo una confesión que le complace escuchar) y el primerísimo plano de uno de los ojos de Andrew en esa misma secuencia, y que insinúa que Wyke no alcanza a ver lo que realmente está sucediendo…
Si como estudio sobre el miedo en la sociedad contemporánea y como ejemplo sobre cómo se puede adaptar una pieza teatral con sólo dos personajes de manera plenamente cinematográfica La huella se revela como una película francamente interesante; como documental sobre la propia trayectoria artística de Michael Caine resulta impagable. Cuando Michael Caine interpretó a Milo en 1972 a las órdenes de Mankiewicz era un poco la encarnación de la base proletaria, a raíz de títulos como Alfie (Lewis Gilbert, 1966): en 2007 pertenece digamos a la aristocracia de la interpretación y eso a pesar de que de vez en cuando en algún título a recobrado los tipos sociales que le hicieron popular (pienso en la estupenda Shiner o en la correcta Little Voice). Su porte distinguido en filmes como Las normas de la casa de la sidra (The Cider House Rules, Lasse Hallström, 1999), Quills (Philip Kauffman, 2000) o El prestigio (The Prestige, Christopher Nolan, 2006), ya sea para proyectar su humanidad o el lado más mezquino de una clase puritana, indican claramente que Caine es una presencia de lujo: el rostro indomable de los años sesenta ya ha sido absorbido por la cultura oficial. En La huella (2007) lo asume deliberadamente ofreciendo una interpretación de Wyke todavía mejor que la de Laurence Olivier, quien duda cabe estaba excelso en la versión de 1972: ha heredado de aquel esa nobleza que caracterizaba a intérpretes como John Gielgud o Ralph Richardson. Y ello se hace más evidente al oponerlo a Jude Law (que está peor que en otras ocasiones: está estupendo en la primera mitad de la proyección y luego se “excede” en la segunda); quien también ha interpretado a Alfie y con quien había compartido terna en las candidaturas de los Oscar de 1999.
Para quien quiera ver una cinta con la calidez y el factor sorpresa de la primera versión, La huella decepcionará notablemente. Pero, indudablemente, su visión no es inútil. Porque comprende un estudio sobre las contradicciones y temores del mundo actual. Porque atesora un trabajo de puesta en escena encomiable que desarrolla las sugerencias del guión. Porque Michael Caine está superlativo, como siempre. Porque el filme compendia la evolución del star system en los últimos treinta años de la historia del cine británico. Porque está concebida en términos de debate cinematográfico
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