Los antiguos criados y ahora recién propietarios de una casa familiar perteneciente a la nobleza (Gregoria y Venancio: Esperanza Alonso y Zorrino Eguileor) preparan las cosas ante la llegada de la Condesa Doña Mariana (Nati Mistral). Gregoria desciende por la escalera principal, bajando en definitiva de su posición adquirida hace muy pocos meses. Ese movimiento implica un retroceso vital que quizás ayude a definir La duda, la nueva propuesta de Ángel Fernández Montesinos. La adaptación de la novela El abuelo de Benito Pérez Galdós hereda el tapiz de una sociedad que ha evolucionado y de una nobleza imbuida, como diría el ya fallecido historiador Dense Richert, en el tiempo de las nostalgias. El paso de la sociedad estamental a la sociedad de clases es entendida por Montesinos y los adaptadores Juan Altamira y Carlos Villacís como una pugna por hacerse con el control del espacio escénico. La alcurnia aristocrática queda representada en Doña Mariana, deseosa de conocer quién es su auténtica nieta de las dos niñas que tuvo su nuera Doña Lucrecia (Marisa Segovia); ambas autoritarias, alimentadoras del poder de una burguesía utilitaria; ambas orgullosas y poseedoras de un código vital en extinción en la crisis (relativa) de fin de siglo. A su lado se mueven oscuras siluetas como la de Don Senén (Carlos Manuel Díez) quien ambiciona escalar en su carrera en el ayuntamiento en virtud del mantenimiento del secreto.
El primer enfrentamiento entre las dos mujeres -más parecidas de lo que quisiesen reconocer- está despojado cualquier énfasis melodramático: por el contrario Montesinos trabaja a fondo un movimiento continuado y sutil, tan escurridizo y volátil como las transformaciones que operan en el seno de la sociedad de las que ellas constituyen los últimos restos de una época. En apenas quince minutos Doña Lucrecia no mira a la cara a su rival queriendo dar la espalda a los problemas y a una autoridad moral superior a la suya; Doña Mariana (que en su primera aparición ocupa simbólicamente el sillón del centro de la casa) la persigue con la mirada; y se sienta demostrando su dominio del espacio escénico. Nadie, y mucho menos Don Senén, puede conversar de igual a igual con ella. Así pues Mariana construye su corte: se acomoda en su asiento mientras lo demás dan vueltas a su alrededor de pie duplicando su imagen en un espejo; quizás para incrementar la presencia de sus mezquinos intereses: el comportamiento propio de quien sólo puede conversar con sus semejantes en el rincón de la casa. Doña Lucrecia, por su parte, como Doña Mariana queda definida por su posición en el escenario: en su primera aparición se adelanta a todos los demás personajes que comparten con ella la secuencia.
Pues bien esa dialéctica muy bien definida espacialmente termina por saldarse, como todo conflicto (violento o no), ni con una victoria ni derrota absoluta de ninguno de sus componentes; sino por el contrario con la lógica transformación de la dinámica social. Un detalle de puesta en escena acierta plenamente a afianzar esos caminos cruzados: Nelly (Esther Palomo) y Dolly (Patricia Ponce de León), hijas de Lucrecia, van al encuentro de su madre; pero en el espacio se colocan de manera perpendicular, incidiendo en su carácter diferencial que las opone en la encrucijada vital que experimenta el propio país; y de la que saldrá, literalmente, tras alumbrar las llamas que lo calcinan, alumbrando con su fuego el conocimiento de esa verdad que siempre relativiza conceptos como el honor. Es allí y no en otro punto donde La duda interesa a Montesinos. Como en sus anteriores montajes estrenados este año (La escalera y Filomena Marturano), la obra apuesta por el conocimiento de una realidad tapada con el manto de la hipocresía; está protagonizada por seres que por fin deciden llevar las riendas de una vida cuyo camino sólo puede ser atravesado en compañía. Como ambas piezas, La duda dilucida entre la mentira y lo auténtico, inquiriendo sus propias respuestas a la solución de un mundo descompuesto en el que el valor de la fraternidad se alza como la única solución posible; tal como demuestra la apertura del jardín de la casa hacia el final de la obra tras permanecer cerrada demasiado tiempo…
Quizás por ello los representantes de la posmodernidad –que por otra parte tantos logros plásticos ha legado- con su autosuficiencia, vanidad y desmesura habitual desechen La duda por su carácter en apariencia amansado, complaciente, sin concesiones, propia de un teatro que como Doña Mariana pertenece a otra época; y que produce un efecto retro y nostálgico. Una sensación que el propio Montesinos asume con una dirección de actores que con su forma de declamar nos hacen viajar al pasado. Mal que les pese, el texto de Pérez Galdós y la escenografía revisten una indudable solidez, sin confundir el clasicismo con la atonía ni con la inexpresividad: el espectador no va a recibir ningún "puñetazo moral", sino que se dispone a ver una función diseñada bajo parámetros clásicos no innovadores, pero sólidos. Despojado de esos prejuicios, quizás el mayor inconveniente de la propuesta –que al menos el firmante de estas líneas encuentra- proceda de la construcción de una escena (no diré cual) en la que la personalidad artística de Nati Mistral (por otra parte irreprochable en su dicción y en gesto) se adueña del texto: la escenografía procura acompañarla con una coreografía que se pretende intensa, pero no alcanza densidad que persigue. A pesar de ello La duda desciende por esa escalera hacia el pasado con una firmeza difícil de negar.
LA ESCALERA
I´m not half the man I used to be
I´m not half the man I used to be
Por Alejandro Cabranes Rubio
Charly (José Luis Pellicena) está citado por la policía, culpable de alborotar (o mejor dicho de travestirse en público). Años atrás quedaron su carrera teatral, abandonada para establecerse como peluquero al lado de su novio Harry (Julio Gavilanes). Entra oportunamente en la banda sonora de la obra teatral representada, La escalera, la canción Yesterday, transportando al espectador a un pasado imposible de recuperar. Charly, hombre siempre pendiente de sí mismo, sólo puede sobrevivir moralmente denigrando a Harry, a la vez que se refugia emocionalmente en él. Si él ha de descender por su escalera vital, otros deben situarse en un peldaño inferior. Víctima de una sociedad que empuja baldosas abajo a quienes se apartan de la norma establecida, Charly no puede enfrentarse así mismo y a través del punzante sarcasmo –que según el es digno del gran Oscar Wilde- que brota en sus labios huye de lo que representa. Como el propio autor de El abanico de Lady Windermare es perseguido por una corte de puritanos que lo quieren expulsar de la faz de la tierra, encerrándolo bajo las sombras. Como los personajes de La importancia de llamarse Ernesto precisa crearse nuevas identidades para poder maniobrar a su antojo, huyendo de una vida subyugante. Como el protagonista de Un marido ideal arrastra una historia sumergida y debe aprender a aceptar la verdad. Y como Dorian Gray está enamorado de su propia imagen por más que la contemplación de su propio retrato le espante al sentirse juzgado. No supone por tanto una casualidad que Pellicena, el actor que había interpretado a Lord Henry en la adaptación teatral de Fernando Savater, encabece el reparto de la obra. Como tampoco lo es que el intérprete que daba vida a Dorian en aquella ocasión, Alejandro Navamuel, aquí ejerza de ayudante de dirección; contribuyendo de paso a crear un ambiente familiar a la función.
Charly (José Luis Pellicena) está citado por la policía, culpable de alborotar (o mejor dicho de travestirse en público). Años atrás quedaron su carrera teatral, abandonada para establecerse como peluquero al lado de su novio Harry (Julio Gavilanes). Entra oportunamente en la banda sonora de la obra teatral representada, La escalera, la canción Yesterday, transportando al espectador a un pasado imposible de recuperar. Charly, hombre siempre pendiente de sí mismo, sólo puede sobrevivir moralmente denigrando a Harry, a la vez que se refugia emocionalmente en él. Si él ha de descender por su escalera vital, otros deben situarse en un peldaño inferior. Víctima de una sociedad que empuja baldosas abajo a quienes se apartan de la norma establecida, Charly no puede enfrentarse así mismo y a través del punzante sarcasmo –que según el es digno del gran Oscar Wilde- que brota en sus labios huye de lo que representa. Como el propio autor de El abanico de Lady Windermare es perseguido por una corte de puritanos que lo quieren expulsar de la faz de la tierra, encerrándolo bajo las sombras. Como los personajes de La importancia de llamarse Ernesto precisa crearse nuevas identidades para poder maniobrar a su antojo, huyendo de una vida subyugante. Como el protagonista de Un marido ideal arrastra una historia sumergida y debe aprender a aceptar la verdad. Y como Dorian Gray está enamorado de su propia imagen por más que la contemplación de su propio retrato le espante al sentirse juzgado. No supone por tanto una casualidad que Pellicena, el actor que había interpretado a Lord Henry en la adaptación teatral de Fernando Savater, encabece el reparto de la obra. Como tampoco lo es que el intérprete que daba vida a Dorian en aquella ocasión, Alejandro Navamuel, aquí ejerza de ayudante de dirección; contribuyendo de paso a crear un ambiente familiar a la función.
Como en las obras de Wilde, La escalera se sustenta sobre el dilema de afrontar la existencia, llegando a la conclusión que la única manera de atravesar esa escalera, que cruje a cada paso que damos, es en compañía. En ese sentido no resulta casual que Harry cante You can dance all night de acuerdo a su actitud vitalista, de resistencia, y que permite encarar un futuro con una dignidad por encima de un presente angustioso. De ahí que al inicio de la función se escuche Somewhere over the Rainbow. De ahí el delicado trabajo de iluminación que permite pasar de la luz a la oscuridad más absoluta sin brusquedad. Prohibida por la censura franquista, La escalera es, sin duda, una pieza que quizás hoy no resulte provocativa. También habrá quién reproche que en su afán de emplear la ironía como recurso narrativo resta algo de tensión al atractivo material escrito por Charles Dyer. A pesar de ello la puesta en escena de Angel Fernández Montesinos y el trabajo de Pellicena y Gavilanes (también productor) suplen esas carencias, proponiendo un espectáculo que afirma tajantemente que para persistir se ha de dejar de deleitarse en los reflejos del ayer.
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