lunes, 31 de diciembre de 2007

Arthur y los Minimoys

ARTHUR Y LOS MINIMOYS
El rey Arturo en el país de Oz
Por Alejandro Cabranes Rubio
Las primeras imágenes de Arthur y los Minimoys muestran las hojas de un libro encuadernado artesanalmente. El pasar de los folios nos hace viajar al reino de la fantasía en un mundo que cada vez la necesita más. El pequeño Arthur (Freddie Highmore) ha construido su pequeño refugio construido con coches de juguete, tribus que proceden de lejanas tierras; sistemas de riego inspirados en los de la Antigua Roma… Un lugar apartado de los especuladores que quieren expropiar la casa de su abuela (Mia Farrow), quien añora a su marido, ausente desde que fuera a buscar el tesoro que escondió en su jardín con ayuda de los Minimoys, unos seres fantasiosos amenazados por el malvado Meltazar. Como la Dorothy de El mago de Oz, Arthur debe viajar a países que escapan los límites de lo conocido… Como si fuera el protagonista de la leyenda Artúrica arranca una espada clavada en una piedra, demostrando el poder de la pureza y la imaginación ante la rutina. Dialéctica que se establece en un plano en el que Arthur sopla las velas de su cumpleaños; y sus deseos quedan vinculados al inserto de una rueda de molino detenida que anuncia la llegada de la magia…

Al frente de semejante historia, a la cual no vamos a valorar de entrada por emplear determinadas convenciones tópicas, se encuentra Luc Besson, el enfant terrible del cine europeo para derribarlas con su personalidad. En ese sentido la presentación del país de los Minimoys, el travelling que relacionan a Arthur por primera vez con sus habitantes; o las panorámicas que ponen en comunicación sus peripecias allí con la casa de la abuela saben expresar el poder fascinador de una fantasía construida con una estructura ritual en virtud de la cual se accede al conocimiento. De esta manera Arthur y los Minimoys se adhiere al terreno de la fábula, insuflándola con realidades muy vigentes hoy en día como la especulación inmobiliaria. Justo es reconocerlo, el filme cuenta con instantes de cierta fuerza melodramática como en el que la Abuela deposita en una caja otra hoja más de un calendario que indica los días transcurridos desde que su marido desapareciera.

Es una lástima que varios impedimentos dejen a la película en el terreno de la mera corrección. Entre ellos, el carácter formulario de algunas situaciones, el uso de subrayados (cf. el primerísimo plano de los dientes de Meltazar ;el otro primerísimo plano de un villano pisoteando el cochecito de Arthur), momentos algo mecánicos, cierta precipitación en la traca final de la historia, y un gusto por el detalle coyuntural que no escamotea homenajes al cine de Tarantino… Flaquezas que restan densidad atmosférica a la historia y la embarga de vulgaridad, deshaciendo su componente mágico. A pesar de ello, Arthur y los Minimoys queda como una pequeña curiosidad, sin pretensiones y tiempos muertos, y que en su conjunto nos hace despertar la curiosidad de abrir los libros de nuestra niñez, por más que quede muy lejos de lo conseguido por Gabor Csupo en Un puente hacia Terabithia (2007).

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