ADOS@DOS
El teatro debería estar prohibido por el código penal
Por Alejandro Cabranes Rubio
El María Guerrero despedía la programación de 2006 con un montaje sobre Mihura titulado Las visitas deberían estar prohibidas por el código penal. En él, varios personajes esperaban (baldíamente) en una especie de limbo a su autor para empezar a tener vida propia: el teatro era incapaz de representar los dramas y las comedias humanas, el absurdo de la existencia. Ahora Juan Margallo estrena en el Español Ados@dos una pieza, como la anterior, que partiendo de unas reflexiones sobre la naturaleza del teatro habla también del mundo que nos vivimos, sin tener que someterse a los dictados de la “dramaturgia acabada”. La diferencia estriba en qué aquí ya no hay ni siquiera personajes, sino sólo dos actores –Petra Martínez y el propio Margallo- que llegan incluso a rebelarse contra su trabajo.
El texto participa de esa insurrección contra el mundo contemporáneo. Sin solemnidad Ados@dos arremete contra la obsesión por la seguridad, la xenofobia instalada en la clase media, la neurosis de nuestra sociedad por “estar sanos” tomándonos múltiples medicinas que no sirven muchas de ellas para nada: la vida sigue y de acuerdo pasa el tiempo perdemos facultades… ¿El confort lleva de verdad aparejado la “simplicidad”? Margallo diría que no a tenor de las imbecilidades que hay que rellenar en la declaración de la renta…
Esa “enajenación” hacia una clase de vida alienante tiene su correspondencia en algunos elementos de la puesta en escena: esos focos que giran sobre sí mismo y que iluminan a los propios espectadores; el carro con cocina que aparece y desaparece de la escena con sólo pulsarse un mando; el robot de cocina (ni más ni menos que R2D2) que actúa a su antojo trasladándose por las tablas; el helicóptero que sobrevuela alrededor de Margallo y Martínez… Elementos cuya introducción en la trama es completamente arbitraria, trucos de ilusionista que son fruto del carácter manipulador del teatro. Artificio que ya queda subrayado en la primera ¿escena? en la que los dos actores desayunan y actúan simétricamente, de manera inhumana…
En tales condiciones, ¿cómo es posible abogar por un “teatro libre”, improvisado? Margallo y Martínez lo tienen muy claro: por mucho que se improvisen los monólogos y se interpele al público para que este decida el final de la obra; por más que se mande a freír espárragos al apuntador y se compartan experiencias intimas sin que haya una estructura dramática férrea de por medio; al final todo lo relacionado con el teatro es impostado. Se pactan los momentos de lucimiento dramático de los actores (y para resaltarlos se emplean luces más o menos intensas que los hagan brillar más), y al final todo lo que se ve en la sala “está previsto”…
El María Guerrero despedía la programación de 2006 con un montaje sobre Mihura titulado Las visitas deberían estar prohibidas por el código penal. En él, varios personajes esperaban (baldíamente) en una especie de limbo a su autor para empezar a tener vida propia: el teatro era incapaz de representar los dramas y las comedias humanas, el absurdo de la existencia. Ahora Juan Margallo estrena en el Español Ados@dos una pieza, como la anterior, que partiendo de unas reflexiones sobre la naturaleza del teatro habla también del mundo que nos vivimos, sin tener que someterse a los dictados de la “dramaturgia acabada”. La diferencia estriba en qué aquí ya no hay ni siquiera personajes, sino sólo dos actores –Petra Martínez y el propio Margallo- que llegan incluso a rebelarse contra su trabajo.
El texto participa de esa insurrección contra el mundo contemporáneo. Sin solemnidad Ados@dos arremete contra la obsesión por la seguridad, la xenofobia instalada en la clase media, la neurosis de nuestra sociedad por “estar sanos” tomándonos múltiples medicinas que no sirven muchas de ellas para nada: la vida sigue y de acuerdo pasa el tiempo perdemos facultades… ¿El confort lleva de verdad aparejado la “simplicidad”? Margallo diría que no a tenor de las imbecilidades que hay que rellenar en la declaración de la renta…
Esa “enajenación” hacia una clase de vida alienante tiene su correspondencia en algunos elementos de la puesta en escena: esos focos que giran sobre sí mismo y que iluminan a los propios espectadores; el carro con cocina que aparece y desaparece de la escena con sólo pulsarse un mando; el robot de cocina (ni más ni menos que R2D2) que actúa a su antojo trasladándose por las tablas; el helicóptero que sobrevuela alrededor de Margallo y Martínez… Elementos cuya introducción en la trama es completamente arbitraria, trucos de ilusionista que son fruto del carácter manipulador del teatro. Artificio que ya queda subrayado en la primera ¿escena? en la que los dos actores desayunan y actúan simétricamente, de manera inhumana…
En tales condiciones, ¿cómo es posible abogar por un “teatro libre”, improvisado? Margallo y Martínez lo tienen muy claro: por mucho que se improvisen los monólogos y se interpele al público para que este decida el final de la obra; por más que se mande a freír espárragos al apuntador y se compartan experiencias intimas sin que haya una estructura dramática férrea de por medio; al final todo lo relacionado con el teatro es impostado. Se pactan los momentos de lucimiento dramático de los actores (y para resaltarlos se emplean luces más o menos intensas que los hagan brillar más), y al final todo lo que se ve en la sala “está previsto”…
…Y sin embargo nos encanta. Porque el teatro –a pesar de vampirizar tanto como la televisión, tal como se pone en evidencia durante la representación- es cercano, profundamente humano, divertido, nos hace pensar sobre nuestras propias limitaciones: nos hace sentir vivos. Por eso, en Ados@dos, tal como también ocurría en Barroco de Tomaz Pandur, se llega a citar el día exacto en el que tiene lugar el espectáculo. Si en aquella ocasión esa cita formaba parte de un bastante curioso discurso sobre la naturaleza de la historia y sobre un tiempo ¿indefinido?; en Ados@dos sólo sirve para recordarnos que estamos aquí y ahora compartiendo un buen rato, con dos actores espléndidos, y que a pesar de que hay veces que se dilata un poco la función, recupera fuelle por su ingenio, por su sentido de la búsqueda hacia otras formas de teatro. Tal como ocurría en el María Guerrero con Las visitas deberían estar prohibidas por el código penal.
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