Por Alejandro Cabranes Rubio
Hace exactamente un año el director teatral Mario Gas estrenaba una notable adaptación de A Electra le sienta bien el luto. En ella demostraba ciertas cualidades para graduar la tragedia humana en la cual el amor –en realidad la expresión más directa del reconocimiento, en palabras de uno de los personajes de la obra que hoy nos ocupa- no significa un sinónimo de la felicidad. En 2007 estrena en el Teatro Español Homebody Kabul según el texto de Tony Kushner. Más allá de las diferencias establecidas entre ambas (distintas sociedades, distintos tiempos históricos, distintas maneras de entender la dramaturgia), lo cierto es que Homebody Kabul recupera de la anterior propuesta de Gas varias vertientes temáticas: el ahogo existencial, la pérdida de la ilusión en una vida conyugal entre seres que han perdido su capacidad para entenderse entre sí; los amargos silencios que ocultan los problemas familiares; el sentimiento de desasosiego que produce contemplar cómo las nuevas generaciones son incapaces de moverse por el mundo…
Todo ello queda expresado en un delicioso monólogo que ocupa una hora de duración (una tercera parte de la función), recitado por una insatisfecha mujer incorporada por una Vicki Peña que huelga decirlo está tan bien como siempre. Ella repasa la historia de Afganistán; evoca las invasiones persas y helénicas, las migraciones y los avatares de la Guerra Fría… Páginas de historia de una humanidad que se sabe contemplada por una herencia cultural milenaria transmitida por hombres que se suceden unos a otros de manera efímera, y que están atrapados en su propio yugo vital. ¿Resulta casual que Vicki Peña tarde treinta minutos exactos en ponerse de pie en el escenario después de haber permanecido literalmente casi inmóvil? Ese breve movimiento sugiere sin duda los deseos de cambio de actitud del personaje que interpreta…. La introducción en la pista de sonido de la canción It´s Nice to Go Travellin´ afianza su voluntad de apertura traducida en ese ansia de viaje. Y a través de ella la obra realiza ya no su propia “escapada” física, sino su propio viraje.
En efecto, tras esa primera hora maravillosa la función rompe con sus propios moldes teatrales y nos transporta a Kabul, donde la mujer ha desparecido o muerto... La introducción de nuevos paisajes supone también la incorporación de otros cuatro personajes principales más: el marido (Milton: Roberto Álvarez, muy ajustado), su hija Priscila (Elena Anaya), el guía Kwhaja (Mehdí Ouzzani) y una bibliotecaria de origen pastur (Mahala: una notable Gloria Muñoz). Y la búsqueda de Vicki Peña adentra a Homebody en una tradición literaria: el viaje como medio de conocimiento, generador de experiencias que aparejan la maduración personal. La incursión de la obra por estos terrenos la emparenta con algunos trabajos cinematográficos de Ken Loach e incluso del Costa Gravas de Desaparecido (Missing, 1982). Con ellos comparte la generosidad de su discurso sobre la apertura mental, la capacidad de supervivencia, la denuncia ante el asesinato y la falta de libertad, y la convulsión de un mundo en plena transformación; algo que no sé si de manera voluntaria consigue transmitir el empleo de los objetos móviles (la habitación del hotel, puentes que se abren)… La diferencia estriba que en esta ocasión hereda de Philip Roth su interés por rastrear la superficie de la Era Clinton e incluso de la guerra fría, donde se encuentran los orígenes de los problemas internacionales que desgraciadamente se han traducido en atentados horrorosos y en guerras no menos condenables. La cultura de los libros se ve remplazada por la de la metralla y las armas químicas…
Todo ello queda expresado en un delicioso monólogo que ocupa una hora de duración (una tercera parte de la función), recitado por una insatisfecha mujer incorporada por una Vicki Peña que huelga decirlo está tan bien como siempre. Ella repasa la historia de Afganistán; evoca las invasiones persas y helénicas, las migraciones y los avatares de la Guerra Fría… Páginas de historia de una humanidad que se sabe contemplada por una herencia cultural milenaria transmitida por hombres que se suceden unos a otros de manera efímera, y que están atrapados en su propio yugo vital. ¿Resulta casual que Vicki Peña tarde treinta minutos exactos en ponerse de pie en el escenario después de haber permanecido literalmente casi inmóvil? Ese breve movimiento sugiere sin duda los deseos de cambio de actitud del personaje que interpreta…. La introducción en la pista de sonido de la canción It´s Nice to Go Travellin´ afianza su voluntad de apertura traducida en ese ansia de viaje. Y a través de ella la obra realiza ya no su propia “escapada” física, sino su propio viraje.
En efecto, tras esa primera hora maravillosa la función rompe con sus propios moldes teatrales y nos transporta a Kabul, donde la mujer ha desparecido o muerto... La introducción de nuevos paisajes supone también la incorporación de otros cuatro personajes principales más: el marido (Milton: Roberto Álvarez, muy ajustado), su hija Priscila (Elena Anaya), el guía Kwhaja (Mehdí Ouzzani) y una bibliotecaria de origen pastur (Mahala: una notable Gloria Muñoz). Y la búsqueda de Vicki Peña adentra a Homebody en una tradición literaria: el viaje como medio de conocimiento, generador de experiencias que aparejan la maduración personal. La incursión de la obra por estos terrenos la emparenta con algunos trabajos cinematográficos de Ken Loach e incluso del Costa Gravas de Desaparecido (Missing, 1982). Con ellos comparte la generosidad de su discurso sobre la apertura mental, la capacidad de supervivencia, la denuncia ante el asesinato y la falta de libertad, y la convulsión de un mundo en plena transformación; algo que no sé si de manera voluntaria consigue transmitir el empleo de los objetos móviles (la habitación del hotel, puentes que se abren)… La diferencia estriba que en esta ocasión hereda de Philip Roth su interés por rastrear la superficie de la Era Clinton e incluso de la guerra fría, donde se encuentran los orígenes de los problemas internacionales que desgraciadamente se han traducido en atentados horrorosos y en guerras no menos condenables. La cultura de los libros se ve remplazada por la de la metralla y las armas químicas…
Tan loables propósitos se canalizan en una estructura, insisto, que comparte varios rasgos con la de determinados trabajos de Loach: la abundancia de trazos esquemáticos y pinceladas escuetas que a veces restan densidad a aquello que nos intentan contar. El otro problema que emana del texto de Kushner (que no de la dirección de Gas) es su involuntaria mirada etnocéntrica: la mirada occidental pesa sobre la oriental, algo muy llamativo si se considera que la obra apuesta firmemente por la defensa del relativismo cultural y de la necesidad de conocer la realidad ajena. Afortunadamente Gas palia esos defectos con su puesta en escena. Pienso por ejemplo en el momento en que Milton habla a un cooperante británico establecido en Londres sobre el pasado de Priscila… mientras en el otro extremo de la tabla la misma se fuma un cigarrillo en las calles ruinosas de la ciudad. O en aquel en el que esta busca a su madre…mientras Milton fuma opio en esa habitación del hotel que se desplaza por el escenario (y que de paso realza la distancia afectiva entre padre e hija). O la presentación de Priscila, oculta tras unas sábanas. O la resolución en off del clímax del relato. Por todo ello, Homebody se ve gratamente, si bien el nivel de su primer tercio y de su escéptica escena final se vuelven algo en su contra: la brillantez de esos momentos –que compensa con creces la entrada al espectáculo- empaña el conjunto. Ello no es óbice para reconocer que nos encontramos ante un teatro bien facturado, sólido y que rinde parte de los terribles avatares del inicio de la centuria. Un mérito nada desdeñable para unos tiempos donde el amor no garantiza la felicidad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario