Por Alejandro Cabranes Rubio
Hace unos años Christophe Barratier al presentar Los chicos del coro (Le Chrosites, 2004) dijo que su película venía a ser un puente entre el cine comercial y el de “autor”. Ante la invasión de títulos tan horribles como Los padre de él (Meet the Fockers, Jay Roach, 2004) o Black Hawk Derribado (Black Hawk Down, Ridley Scott, 2001), el cine europeo luchaba por encontrar su propio espacio. Para ello lo hacía desde la asimilación de las técnicas del cine contra el que competían, logrando resultados dispares: desde títulos bien filmados y ejecutados como Ríos de color púrpura (que a pesar de su decepcionante final hace gala de una dignidad que brilla por su ausencia en las desdichadas películas que inspiró) a bodrios del calibre de La vida prometida (Est-Ouest, Régis Wargnier, 1999). El cine más comprometido quedaría representado en el cambio de siglo con filmes de la categoría de Cosi Ridevano (Gianni Amelio, 1999), Competencia desleal (Concorrenza Sleale, Ettore Scola, 2003), Gracias por el chocolate (Merci pour le chocolat, Claude Chabrol, 2000), Fugitivos (Les égarés, Ander Téchinè, 2003), El noveno día (Der Neunte Tag, Volker Schlöndorf, 2003) o –por encima de todas ellas- Saraband (Ingmar Bergman, 2003): permítame excluir de esta relación a bluffs como Contra la pared (Gegen die Wand, Faith Akin, 2004), clásico ejemplo de cinta tan excelentemente planteada como mal resuelta. En tiempos en los que el debate se centra en la rendición a través de la asimilación estadounidense o la pose intelectualizada, se abre –y no es ninguna casualidad- una tercera vía que se queda en una especie de tierra de nadie (como la reciente y muy poco afinada Chanson d´amour) y cuyos planteamientos teóricos son sintomáticos para los tiempos que corren, con independencia de que, tarde o temprano, se termine por rodar algo del todo conseguido.
Jean Becker, hijo de Jacques Becker, quizás sea uno de los exponentes más reconocibles de la tendencia. En La fortuna de vivir (Les enfants du Marais, 1999) se encuentra un buen catálogo del acervo temático de su cine: el valor de la amistad, la infancia entendida como una de las etapas más hermosas de la vida, la sencillez frente a la pomposa actitud de aquellos que se consideran “con clase” por su poder económico o pose intelectual, la pureza del campo frente a la ciudad…
En Conversaciones con mi jardinero (Dialogue avec mon jardinier, 2007) reincide en su filiación a Jean Renoir. Un pintor, apodado “Delpincel” (Daniel Auteuil), se reencuentra con su compañero de niñez Leo (un inconmensurable Jean Pierre Darroussin) al regresar a su casa en el pueblo, donde se redime de las estupideces que practicaba en París, donde se acostaba –para enfado de su mujer- con sus jóvenes modelos. Gracias a su relación con él empieza a valorar lo que realmente importante -esas cosas pequeñas que hacen que la vida sea bella- hasta el punto de reconciliarse con su mujer y hacerse cargo de Leo cuando cae mortalmente enfermo. Durante sus conversaciones hablan de sus respectivas experiencias conyugales, sus trabajos, la profunda idiotez de los yernos…
Si en Caché (Michael Haneke, 2005) ese estupendo actor que es Daniel Auteuil encarnaba a una clase progresista muy racista en su interior, en Conversaciones con el jardinero da vida a esa misma clase social regenerada mediante el poder curativo de la amistad. Quizás por la intimidad que quieren desprender los diálogos, la sencillez de su trazo argumental, su ausencia de solemnidad es muy fácil simpatizar en teoría con una película de estas características.
Jean Becker, hijo de Jacques Becker, quizás sea uno de los exponentes más reconocibles de la tendencia. En La fortuna de vivir (Les enfants du Marais, 1999) se encuentra un buen catálogo del acervo temático de su cine: el valor de la amistad, la infancia entendida como una de las etapas más hermosas de la vida, la sencillez frente a la pomposa actitud de aquellos que se consideran “con clase” por su poder económico o pose intelectual, la pureza del campo frente a la ciudad…
En Conversaciones con mi jardinero (Dialogue avec mon jardinier, 2007) reincide en su filiación a Jean Renoir. Un pintor, apodado “Delpincel” (Daniel Auteuil), se reencuentra con su compañero de niñez Leo (un inconmensurable Jean Pierre Darroussin) al regresar a su casa en el pueblo, donde se redime de las estupideces que practicaba en París, donde se acostaba –para enfado de su mujer- con sus jóvenes modelos. Gracias a su relación con él empieza a valorar lo que realmente importante -esas cosas pequeñas que hacen que la vida sea bella- hasta el punto de reconciliarse con su mujer y hacerse cargo de Leo cuando cae mortalmente enfermo. Durante sus conversaciones hablan de sus respectivas experiencias conyugales, sus trabajos, la profunda idiotez de los yernos…
Si en Caché (Michael Haneke, 2005) ese estupendo actor que es Daniel Auteuil encarnaba a una clase progresista muy racista en su interior, en Conversaciones con el jardinero da vida a esa misma clase social regenerada mediante el poder curativo de la amistad. Quizás por la intimidad que quieren desprender los diálogos, la sencillez de su trazo argumental, su ausencia de solemnidad es muy fácil simpatizar en teoría con una película de estas características.
Pero, lamentablemente, arrastra varios déficit: varios montajes que “visualizan” el contenido de sus conversaciones y que se pretenden irónicos (son particularmente toscos los que relatan la experiencia de Leo en el dentista; o los que se burlan de los viajes a Niza entre el jardinero y su mujer); situaciones alargadas inútilmente (los dos amigos saliendo a carcajadas de un velatorio); un desarrollo más bien plano del personaje principal (por más que Darroussin lo humanice a extremos insospechados); varias situaciones más bien tópicas y que reinciden en ideas ya expuestas (cf. el encuentro del pintor con el nuevo novio de una amante); un uso de la música clásica mal entendido y que recuerda al de la reciente Sin reservas (aquí el Concierto a Clarinete de Mozart y el Nabucco de Verdi cumplen la misma función que Puccini en la anterior); una muy monótona planificación; varios momentos desaprovechados (cf. la secuencia de pesca en el que el jardinero reflexiona sobre el poco tiempo de vida que le queda)… A pesar de todo hay tres factores que contribuyen a que la película no naufrague del todo: el trabajo de los actores; algún detalle que matiza el personaje de Auteuil (que a pesar de liarse con jovencitas le revienta que su hija esté prometida con un hombre treinta años mayor que ella); y la hermosa manera de insinuar la muerte de Leo con los planos del pintor regando el huerto plantado por éste; y de los cuadros que le inspiró su relación: sus botas, calabazas, guadañas; un legado existencial que el no podrá olvidar.
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