jueves, 22 de noviembre de 2007

El perro del hortelano


EL PERRO DEL HORTELANO
Ni come ni deja de comer
Por Alejandro Cabranes Rubio

Cuando se anunció que el grupo Monteverde había adquirido el Teatro Albéniz para derrumbarlo y poner en su lugar un centro comercial más en el centro de Madrid (¡otro!), uno podría pensar que tal “ilustre” compañía, suculento ejemplo de la anti-decencia y la anti-cultura (a su magna obra en Marbella me remito), se comportase como el perro del hortelano. Ni comía ni dejaba comer. Mejor aún: se atiborraba con otros manjares (los de la especulación), sin catar los más suculentos y prohibiendo a la ciudadania seguir disfrutando del banquete. Determinados políticos y jueces salieron al encuentro de estos comensales de dinero, y colaboraron en su bacanal de corrupción ya fuese haciendo la vista gorda, favoreciendo la retirada de leyes que protegían el teatro, o desestimando jurídicamente su condición de bien cultural. Ellos no sólo no disfrutaban del lugar sino que lo rondaban, obstaculizando su acceso a él. En tales condiciones el hecho de que El perro del hortelano (Lawrence Boswell, 2007) sea precisamente la última obra de teatro allí representada (que no el último espectáculo) no puede resultar –al menos para mi- hasta paradójico.

Boswell, sin subrayar la contemporaneidad de la pieza de Lope de Vega, lo “único” que ha hecho es potenciar los aspectos ya apuntados allí (cf. los discursos sobre la relatividad del honor, el egoísmo), imprimiendo a la acción un ritmo muy diferente al que le confirió Pilar Miró en su película homónima. Los comportamientos de los sujetos allí retratados siguen estando allí bien visibles para el espectador. Diana (Blanca Oteyza en un registro opuesto al mostrado en su delicioso Diario de Adán y Eva) no puede evitar sentirse atraída por Teodoro, por más que no pueda casarse con él por cuestiones sociales. Este, interpretado por un extraordinario Ernesto Arias que expresa certeramente las dudas del personaje, se dirime entre su ambición amoroso (y social) de casarse con Diana, y la conformidad que le inspira su relación con Marcela (Lidia Otón, que, huelga decirlo, está tan bien como siempre). El Marqués Ricardo (Jesús Fuente) y el Conde Federico (Rodrigo Arribas) a pesar de contar de antemano con el rechazo de Diana no pueden permitir que esta se acerque a Teodoro. Como fábula moral, la obra de Lope soslaya el maniqueísmo al dotar a sus personajes de sus zonas oscuras y luminosas –sin que resulte forzado-, con un verso ágil, a pesar de que quizás esté peor estructurado que otras obras suyas menos conocidas (El arrogante español) Lawrence Boswell se beneficia de las características del original, construyendo un universo de conspiradores –como lo pueden ser todos aquellos que han dado su estocada final al Albeniz-, intereses creados y comportamientos insolidarios.

La puesta en escena es sencilla, pero a la vez efectiva. Para sugerir los sentimientos contradictorios de Diana hacia su amado, Boswell la hace pasear alrededor de Teodoro, tomándose sus pausas, envolviéndolo en sus estratagemas… Para reforzar su autoridad, la sitúa en primer término del escenario y en segundo a sus criadas dándole la espalda. Para insinuar su poder demiúrgico sobre los hechos, la muestra espiando situaciones que han tenido lugar como consecuencia de sus propios tejes-manejes, como la reconciliación entre Marcela y Teodoro con ayuda del criado Tristán (estupendo Óscar Zafra), quien simbólicamente se sitúa en medio de estos dos, acercando posturas… Para aislar a Marcela y Teodoro en sus alegrías y sin sabores, los abandona en un decorado exento que redunda en la soledad. Para distinguir grupos sociales, las composiciones en la tabla a veces se dividen en mitades, como ocurre hacia el final cuando Teodoro y Diana deciden casarse y sus criados quedan en el otro extremo del escenario. Para reforzar el carácter conspirador del Duque y Conde, Boswell proyecta sus sombras sobre las cortinas que delimitan el decorado…

La pieza se redondea con el concurso de los actores. A los ya mencionados Ernesto Arias, Blanca Otayza, Lidia Otón, Óscar Zafra, Rodrigo Arribas y Jesús Fuente, cabe sumarle la discreción y saber estar de las criadas que componen Alejandra Sánz y Elia Muñoz, el buen trabajo de César Sanchez, Luis Moreno y Chema Ruíz; y un Bruno Ciordia que tras su eficaz composición –para José María Flotats en La cena- de criado expectante ante el rumbo del devenir histórico de Francia vuelve a vestirse con serviciales trajes con gracia y buen recitado del verso. Y juntos nos dan de comer. ¿El Grupo Monteverde aprenderá de ellos?

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