FILOMENA MARTURANO
Figuras geométricas revolucionadas
Figuras geométricas revolucionadas
Por Alejandro Cabranes Rubio
En la función Filomena Marturano un hombre de negocios (Domenico: Héctor Colomé) canta alegremente O Sole Mío al mismo tiempo que en su interior se siente ultrajado por el hecho de que la prostituta (Filomena Marturano: Concha Velasco) con la que ha compartido su existencia se ha casado con él usando una estratagema. Más allá del irónico apunte sobre un hombre con miedo a reconocer sus propios sentimientos, Filomena Marturano entronca gracias al empleo de la música de Verdi con dos tradiciones: una mediterránea de carácter festivo, y otra de indudable melancolía por una época revolucionaria en la que se produjo la unificación italiana.
Como si fuesen los soldados de Garibaldi que entraron en el Vaticano cuando la guardia francesa que lo custodiaba debió partir hacia el fracasado encuentro con las tropas de Bismarck, Filomena toma el poder y devuelve a sus hijos no reconocidos la posibilidad de empezar a formar parte de la sociedad civil. Tal subversiva actitud, nos dice el director Ángel Fernández Montesinos y su protagonista Concha Velasco, no está reñida con esa nostalgia propia de quien representa por segunda vez una misma pieza después de casi treinta años. Si presumiblemente en 1979 Filomena Marturano podría interpretarse como la involuntaria expresión de una España prostituida, analfabeta, que derrocado el dictador lograba dignificarse y reconocer a sus mal llamados bastardos; en 2006 y 2007 también de manera quizás involuntaria encontrar su propia lectura política en tanto la función preludia el nacimiento de una nueva era tras la descomposición del mundo tal como lo conocíamos.
Dejando al margen este tipo de posibles apreciaciones que sólo dependen de la percepción de quien vea la obra, lo cierto que la escenografía incluso se contagia de cierta rebeldía y lo hace en un marco de supuesto resplandor; en un decorado dotado de baldosas en las cuales se aprecian dibujos geométricos y que, en apariencia, hallan su equivalencia en la disposición de los personajes. ¿O tal vez no? Cuando Filomena anuncia su maternidad, los personajes están alienados en dos bandas y en medio de ellos la protagonista exhibe su secreto; rompiendo tanto el perfecto equilibrio coreográfico como un orden de cosas ya establecido; y cuya desintegración Ángel Fernández Montesinos ya había anunciando al establecer una jerarquía de términos visuales en el momento en el que Filomena y Domenico (en una composición triangular) hablan de la legalidad de su matrimonio…mientras en el segundo los vástagos (también formando una composición triangular) esperan la llegada de los nuevos tiempos. Una era que desplaza a quienes no se han adaptado aún a sus formas: de hecho en un momento dado de la función se preguntan qué fue de Dominico…mientras un espejo sólo refleja sus piernas: más adelante los personajes se vuelven a alinear en dos bandas, pero esta vez es él quien asume su paternidad. Un círculo que ha quedado completado. De esta manera Filomena Marturano puede ser vista como un espectáculo popular, si se quiere conciliador (algo que no tiene porqué ser un defecto), en el que no en vano la democratización de la sociedad lleva aparejada la mayor iluminación en el escenario (y que se relaciona con la entrada de los hijos a escena), y que usando una pieza italiana inscrita en el neorrealismo recupera así la presencia de nuevos tipos con una contagiosa vitalidad –a la que contribuyen cada uno de los intérpretes, que no merecen ser destacados ninguno por encima del otro-, en la que el sonido del O Sole Mío sólo puede evocar la necesidad de fraternidad en el mundo de hoy.
En la función Filomena Marturano un hombre de negocios (Domenico: Héctor Colomé) canta alegremente O Sole Mío al mismo tiempo que en su interior se siente ultrajado por el hecho de que la prostituta (Filomena Marturano: Concha Velasco) con la que ha compartido su existencia se ha casado con él usando una estratagema. Más allá del irónico apunte sobre un hombre con miedo a reconocer sus propios sentimientos, Filomena Marturano entronca gracias al empleo de la música de Verdi con dos tradiciones: una mediterránea de carácter festivo, y otra de indudable melancolía por una época revolucionaria en la que se produjo la unificación italiana.
Como si fuesen los soldados de Garibaldi que entraron en el Vaticano cuando la guardia francesa que lo custodiaba debió partir hacia el fracasado encuentro con las tropas de Bismarck, Filomena toma el poder y devuelve a sus hijos no reconocidos la posibilidad de empezar a formar parte de la sociedad civil. Tal subversiva actitud, nos dice el director Ángel Fernández Montesinos y su protagonista Concha Velasco, no está reñida con esa nostalgia propia de quien representa por segunda vez una misma pieza después de casi treinta años. Si presumiblemente en 1979 Filomena Marturano podría interpretarse como la involuntaria expresión de una España prostituida, analfabeta, que derrocado el dictador lograba dignificarse y reconocer a sus mal llamados bastardos; en 2006 y 2007 también de manera quizás involuntaria encontrar su propia lectura política en tanto la función preludia el nacimiento de una nueva era tras la descomposición del mundo tal como lo conocíamos.
Dejando al margen este tipo de posibles apreciaciones que sólo dependen de la percepción de quien vea la obra, lo cierto que la escenografía incluso se contagia de cierta rebeldía y lo hace en un marco de supuesto resplandor; en un decorado dotado de baldosas en las cuales se aprecian dibujos geométricos y que, en apariencia, hallan su equivalencia en la disposición de los personajes. ¿O tal vez no? Cuando Filomena anuncia su maternidad, los personajes están alienados en dos bandas y en medio de ellos la protagonista exhibe su secreto; rompiendo tanto el perfecto equilibrio coreográfico como un orden de cosas ya establecido; y cuya desintegración Ángel Fernández Montesinos ya había anunciando al establecer una jerarquía de términos visuales en el momento en el que Filomena y Domenico (en una composición triangular) hablan de la legalidad de su matrimonio…mientras en el segundo los vástagos (también formando una composición triangular) esperan la llegada de los nuevos tiempos. Una era que desplaza a quienes no se han adaptado aún a sus formas: de hecho en un momento dado de la función se preguntan qué fue de Dominico…mientras un espejo sólo refleja sus piernas: más adelante los personajes se vuelven a alinear en dos bandas, pero esta vez es él quien asume su paternidad. Un círculo que ha quedado completado. De esta manera Filomena Marturano puede ser vista como un espectáculo popular, si se quiere conciliador (algo que no tiene porqué ser un defecto), en el que no en vano la democratización de la sociedad lleva aparejada la mayor iluminación en el escenario (y que se relaciona con la entrada de los hijos a escena), y que usando una pieza italiana inscrita en el neorrealismo recupera así la presencia de nuevos tipos con una contagiosa vitalidad –a la que contribuyen cada uno de los intérpretes, que no merecen ser destacados ninguno por encima del otro-, en la que el sonido del O Sole Mío sólo puede evocar la necesidad de fraternidad en el mundo de hoy.
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