Ana Miranda y Raúl Fernández
EN TORNO A LA GAVIOTA
Nuevas formas de teatro
Nuevas formas de teatro
Por Alejandro Cabranes Rubio
Al principio de la representación de En torno a la gaviota, adaptación de Antón Chéjov, Juan Pastor (su director) sale al escena y se disculpa por las limitaciones del teatro, exigiendo al espectador imaginación para adentrarse en una era pretérita. Nos abre las puertas de una finca rusa, con su propio teatrillo cerca de un largo. Allí permanece hasta que concluye la función, comentando el entreacto. En una silla cerca de la salida del recinto, Pastor permanece observando a sus actores: el creador ante su obra. Y no cualquier obra. Cuando fundó –hace algunos años- en la periferia del madrileño Barrio de Salamanca el Teatro Guindalera, ideó un pequeño vestíbulo con un par de árboles que rendían homenaje a la pieza de Chéjov más musical, El jardín de las cerezas. Por tanto En torno a la gaviota posiblemente sea la obra que mejor defina la programación de Guindalera, al representar lo que para Pastor es su propio ideal de teatro: uno humilde y sencillo, certero en su análisis de las relaciones humanas. Un teatro donde el público y los actores comparten más que nunca una experiencia única, y a la que el director nos invita: unas funciones que no buscan la complicidad dada de antemano con el espectador, sino su colaboración directa. Si a eso sumamos que el original propone una reflexión sobre el paso del tiempo, de unos años felices que ya desaparecieron, no cabe duda entonces que Pastor nos está ofreciendo su alma sin paternalismos que valgan; un striptease emocional que asume en el momento que comparte el escenario con sus intérpretes.
Consecuentemente En torno a la gaviota destaca por su desnudez formal (los actores ejercen de tramoyistas), textual (se reduce la pieza original a seis personajes) y emocional. De acuerdo con ese principio todo el reparto en un momento dado se pone en escena ocupando el centro de la sala. Kostia (Raúl Fernández), un escritor, se queja de las obsoletas formas teatrales actuales –abogando por unas nuevas- y de la tacañería de su madre, la actriz Arkadina (Ana Miranda), y nos confiesa su amor hacia otra joven intérprete, Nina (María Pastor). Esta no le corresponde al quedar enamorada de otro dramaturgo Trigorín (Josep Albert); consciente de su mediocridad y su falta de creatividad para crear textos rebosantes de vida, y que se arrastra buscando el favor de Arkadina. El maestro de la comarca, Medvédenko (Alex Tormo), se sincera ante el público declarando que quiere casarse con la hija del terrateniente, Masha (Ana Alonso), enamorada de Kostia. La densidad de las relaciones entre los personajes, tan certeramente ideadas por Chéjov, al quedar representada tan artesanalmente cobra una inesperada emoción: la transparencia de los sentimientos no acarrea el chantaje al espectador, y por el contrario refuerza esa idea de intimidad.
Esa experiencia privada entre los actores y sus espectadores alcanza sus más altas cotas en una escena en la que todos los personajes, con Trigorín en primer término visual cara al público, escuchan una música que los embarga, generándoles ilusiones: son seres humanos que oyen la llegada de unos tiempos nuevos; gentes que buscan su propio espacio vital en el mundo. Unos adolecen más dificultad que otros como Kostia, quien llega a esconderse detrás del biombo cuando se representa un texto suyo, ocultándose de sí mismo y ante todos en el transcurso de una función que lleva incorporada otra en su interior: el teatro mira a la vida y la vida le devuelve su imagen, como en todas las piezas dirigidas por Pastor. Pero en esta ocasión la caja de resonancia es mayor que nunca porque los espejos se multiplican.
Las imágenes evocadas aterran: sueños frustrados, experiencias traumáticas, matrimonios celebrados por la resignación de una de las partes, abandonos emocionales, soledades variadas… En ese sentido podemos apreciar una de las claves que me proporcionó Josep Albert a la salida: cómo después de dos siglos seguimos padeciendo los mismos defectos; sin asumir compromisos, inflingiendo heridas, destruyendo todo a nuestro alrededor. Al principio de la función los personajes visten con prendas claras, de lino, y usan sombreros de paja mientras que al final de la misma optan por el negro riguroso, el gris. Cuando se inicia la representación los principales objetos decorativos son sillas de mimbre y hamacas, y cuando termina una alfombra y una severa mesa ejercen de fondo escénico de la trama. ¿Es de extrañar, pues, que en la primera aparición de Nina la veamos iluminada fuertemente –de acuerdo con su candor e inocencia inicial- y que su última venga precedida por los sonidos de un viento invernal que ha congelado su interior? Los personajes de Chéjov son como la gaviota que mató Kostia por el placer de hacerlo: naturalezas muertas, asesinadas por el capricho de sus semejantes, animales heridos. Ya en la primera escena, Masha rechaza inicialmente el ofrecimiento de Medvédenko, situándose a cierta distancia emocional de él, sentada en el mismo banco de mimbre que después se convertirá en un espacio rebosante de felicidad cuando se aposente en él Arkadina. De esta manera Pastor logra dosificar los elementos dramáticos puesto en solfa, sin perder cierto sentido de lo atmosférico. Construye imágenes donde el peso del detalle otorga densidad a la función: Medvédenko lía su tabaco, mientras en una hamaca Masha lee unos papeles que él mira por encima, al mismo tiempo que el resto de sus compañeros disfrutan de un día sereno… De nuevo la intimidad como fuerza motora de una función particularmente efectiva en sus momentos más trágicos: el intento de suicidio de Kostia –marcado por la oscuridad de la sala, en la que a penas unos rayos de luz artificial permiten ver el rostro del personaje-, o el último encuentro entre éste y Nina, con el contrapunto sonoro de las voces de Arkadina y Trigorín alzándose en la letanía, recordando el propio fracaso emocional de los personajes…
El trabajo de los actores, admirable, redondea los resultados. Alex Tormo sabe transmitir la bondad interior del pobre maestro, que sólo aspira a ser querido, y cuya carencia de afecto el actor transluce en sus miradas furtivas a Masha, y su forma de arrastrarse al andar. Ana Alonso nos hace partícipe de la resignación vital de su personaje, ofreciendo su rostro ausente, mal herido y a la vez egoísta. Raúl Fernández puede que conserve algo de la ingenuidad de sus personajes en Traición y Odio a Hamlet, pero aquí su cara refleja una melancolía y dolor ausente en los títulos anteriores. Ana Miranda revive las glorias pasadas de Arkedina, su propia vanidad y rehuye de la caricatura, ofreciendo un retrato profundamente humano. María Pastor lentamente va modulando la inocencia de Nina hasta convertirla en esa pobre gaviota muerta. Josep Albert, memorable, logra expresar el amor hacia los actos cotidianos que siente Trigorín, su propia lucidez ante su propia obra (a ello contribuye el control del actor sobre su propia voz); y a la vez su comportamiento abyecto, interesado.
No hay artificio. Sólo seis personajes abandonados. Seis historias de decepciones de seres que han perdido por culpa de su individualismo no sólo su capacidad para amar, sino su propia dignidad, otro leit motiv de los últimos montajes del director… Sin ánimo de provocación, Pastor demuestra que las nuevas formas de teatro que reclama Kostia sólo son posibles desde el cariño y creencia en las obras escogidas para representar; imprimiéndoles su propia personalidad. No me queda pues que contravenir las palabras del director: En torno a la gaviota demuestra que el teatro carece de limitaciones cuando la imaginación, la sensibilidad y el rigor aciertan al crear un mundo propio: al captar retazos de vida repletos de emoción.
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