¿NOS LO MERECEMOS?
Por Alejandro Cabranes Rubio
Hace un par de noches la serie Quart vio demorada la emisión de su segundo capítulo. El motivo: la inclusión en la programación de un reportaje ¿de investigación? en torno a la siniestra desaparición de una niña y que ha ocupado portadas en los periódicos de los últimos días. Tres hechos me llamaron la atención. El más evidente, la falta de respeto al público de la serie y a sus responsables. Pero eso se puede considerar pecata minuta al lado de los otros dos. El espacio justificaba su franja horaria en virtud a la importancia de un suceso que, en su opinión, merecía ser cubierto cuanto antes: la posible culpabilidad de los padres de la menor y que había desatado la indignación de no pocos ciudadanos. Pero analicemos los hechos. En cualquier país democrático la presunción de inocencia se mantiene hasta que se demuestra de forma definitiva la culpabilidad, sin condenas apriorísticas que valgan, por muy sospechosos que sean los datos de los que se dispone. Pero en ningún caso se ha de montar cualquier información como si de facto el caso se hubiera cerrado. ¿Dónde queda la urgencia de las noticias? Hay un dato más: no sólo se saltaba los principios del juicio justo –con lo cual se demostraba un talante reaccionario, antidemocrático- y el programador de Antena 3 no disponía nada en qué ampararse para modificar la sucesión de programas ya establecida; sino que su sensacionalismo –tan condenable, por cierto, al de un reportaje de Tele 5 sobre una víctima de la violencia doméstica- se puede conectar con modelos de comportamientos perversos e irresponsables, que animan al linchamiento público de “unos sospechosos” cuyos visos de culpabilidad pueden ser muy alto, pero no confirmados.
Este asunto tan lamentable no queda allí. No podemos arremeter contra el equipo que lo elaboró. Ni a la política de Antena 3. Porque es síntoma de otras cosas, mucho más inquietantes; de los efectos perversos de masificación del pensamiento. En nombre al derecho a la información suprimimos el de los acusados. Ampararse en la libertad de expresión para explotar mediáticamente esa clase de “acontecimientos” es jugar con fuego. La política del derribo y linchamiento, la cobertura de lo anticonstitucional, ya adornan los pórticos de Telépolis, esa ciudad que describió Javier Echevarria en su libro del mismo nombre. Forman parte de la pérdida de identidad cultural. El acceso al conocimiento, tan sano para la democratización de la enseñanza, no se ha canalizado por los cauces adecuados; revirtiendo directamente en la pérdida de referencias en la última generación.
No vamos a reivindicar leyes como las de Villar Palasí ni las maravillas de la “educación clásica” ni tampoco criticar a los nuevos adolescentes de hoy, que son en parte víctimas de una mala puesta en práctica de dos vectores que –indiscutiblemente- tienen que regir cualquier política educativa que merezca considerarse tal: el primero, el protagonismo del propio alumnado en su formación; el segundo, la democratización de la elección de unos contenidos. En Historia esto último entraña demasiadas dificultades. Una pregunta define el programa escolar: ¿para qué estudiar la asignatura? Muchos dirán para fomentar identidades para sentirse orgullosas de ellas. Particularmente, rechazo de pleno ese principio por inspirar un comportamiento “acrítico” ante la sociedad. Más bien la enseñanza de la historia debería servir para relacionarnos ante el paso del tiempo, para detectar la raíz de los problemas actuales y que derivan de un pasado cuyas claves deben ser descifradas sin intenciones tan maniqueas; de los escasos regalos que se ha hecho la humanidad así misma; sentir el peso de una trayectoria previa sobre nuestras espaldas y no repetir errores… La historia en su proceso de democratización ha ido incorporando individuos cuyas voces se habían apagado/ no escuchado de una forma u otra. ¿Cómo transmitir el rico abanico de posibilidades que ofrece cuando la suma de lo macro y lo micro no da como resultado una “Historia Total”? A mi juicio un alumno de bachillerato debe aprender antes cuestiones como el fin de la sociedad corporativa –que amenaza con reproducirse en plena globalización bajo otros rasgos- o el nacimiento de la secularización de la política en Westfalia –ahora que ciertos partidos de la oposición quieren formar gobiernos “como Díos manda”- que Las Navas de Tolosa o Los Compromisos de Caspe. Conocimientos que sirvan para adoptar una postura vital ante la sociedad, sea del signo que sea, en vez de nebulosas indefinidas que sólo pueden hacernos llevar al apoliticismo y al cultivo de nuevas formas de fascismo.
Para ello, hace falta la implicación del alumnado con lo que estudia, ejercitándose en la investigación, aunque se pierda datos concretos. Pero algo falla cuando esa necesaria democratización se traduce no en pequeñas faltas, sino en el extravío de las entrañas de lo que se estudia. Me comentaba una profesora ya jubilada que repartió un texto sobre la Antigua Roma entre sus alumnos para hacer una puesta en común un mes después. En ella, constató que su clase llegó a la conclusión de que los romanos eran muy inteligentes y avanzados…porque tenían retrete. Va en serio. Consecuencia: una falta absoluta de cualquier referencia que les permita vinculación directa con la sociedad de que la son parte; ausencia de empatía hacia comportamientos ajenos a su mentalidad; incomprensión de libros, cuadros y películas que pueden enriquecer su pensamiento; falta de inquietud… Y no porque no sean inteligentes, curiosos y aplicados. Sino porqué no se les ha estimulado y no sólo porqué no se hayan dejado estimular. Las carreras de ciencias acogerán a licenciados con conocimientos amplísimos sobre los últimos avances. ¿Pero para qué queremos esos avances si hemos suprimido de un plumazo lo más importante? Ya no estamos hablando de humanos, sino de seres con patas y brazos encerrados en si mismos, en un mundo interior en el que sólo hay una forma de hacer las cosas. De una generación a otra han variado ciertos conceptos: desde el idealismo muy poco práctico de unos licenciados en busca de su propio espacio (y en continuo cuestionamiento de sus actos) al pragmatismo más inflexible que tiene como objeto la consecuencia inmediata de una vida encauzada donde no cabe ninguna línea divergente, que plantee –aunque fuese de forma secundaria- alternativas. Al final hemos dejado de leer en la revista Life el manual de la perfecta ama de casa para navegar en la red; en ambos casos sin demostrar voluntarismo e inquietud alguno/a.
Por Alejandro Cabranes Rubio
Hace un par de noches la serie Quart vio demorada la emisión de su segundo capítulo. El motivo: la inclusión en la programación de un reportaje ¿de investigación? en torno a la siniestra desaparición de una niña y que ha ocupado portadas en los periódicos de los últimos días. Tres hechos me llamaron la atención. El más evidente, la falta de respeto al público de la serie y a sus responsables. Pero eso se puede considerar pecata minuta al lado de los otros dos. El espacio justificaba su franja horaria en virtud a la importancia de un suceso que, en su opinión, merecía ser cubierto cuanto antes: la posible culpabilidad de los padres de la menor y que había desatado la indignación de no pocos ciudadanos. Pero analicemos los hechos. En cualquier país democrático la presunción de inocencia se mantiene hasta que se demuestra de forma definitiva la culpabilidad, sin condenas apriorísticas que valgan, por muy sospechosos que sean los datos de los que se dispone. Pero en ningún caso se ha de montar cualquier información como si de facto el caso se hubiera cerrado. ¿Dónde queda la urgencia de las noticias? Hay un dato más: no sólo se saltaba los principios del juicio justo –con lo cual se demostraba un talante reaccionario, antidemocrático- y el programador de Antena 3 no disponía nada en qué ampararse para modificar la sucesión de programas ya establecida; sino que su sensacionalismo –tan condenable, por cierto, al de un reportaje de Tele 5 sobre una víctima de la violencia doméstica- se puede conectar con modelos de comportamientos perversos e irresponsables, que animan al linchamiento público de “unos sospechosos” cuyos visos de culpabilidad pueden ser muy alto, pero no confirmados.
Este asunto tan lamentable no queda allí. No podemos arremeter contra el equipo que lo elaboró. Ni a la política de Antena 3. Porque es síntoma de otras cosas, mucho más inquietantes; de los efectos perversos de masificación del pensamiento. En nombre al derecho a la información suprimimos el de los acusados. Ampararse en la libertad de expresión para explotar mediáticamente esa clase de “acontecimientos” es jugar con fuego. La política del derribo y linchamiento, la cobertura de lo anticonstitucional, ya adornan los pórticos de Telépolis, esa ciudad que describió Javier Echevarria en su libro del mismo nombre. Forman parte de la pérdida de identidad cultural. El acceso al conocimiento, tan sano para la democratización de la enseñanza, no se ha canalizado por los cauces adecuados; revirtiendo directamente en la pérdida de referencias en la última generación.
No vamos a reivindicar leyes como las de Villar Palasí ni las maravillas de la “educación clásica” ni tampoco criticar a los nuevos adolescentes de hoy, que son en parte víctimas de una mala puesta en práctica de dos vectores que –indiscutiblemente- tienen que regir cualquier política educativa que merezca considerarse tal: el primero, el protagonismo del propio alumnado en su formación; el segundo, la democratización de la elección de unos contenidos. En Historia esto último entraña demasiadas dificultades. Una pregunta define el programa escolar: ¿para qué estudiar la asignatura? Muchos dirán para fomentar identidades para sentirse orgullosas de ellas. Particularmente, rechazo de pleno ese principio por inspirar un comportamiento “acrítico” ante la sociedad. Más bien la enseñanza de la historia debería servir para relacionarnos ante el paso del tiempo, para detectar la raíz de los problemas actuales y que derivan de un pasado cuyas claves deben ser descifradas sin intenciones tan maniqueas; de los escasos regalos que se ha hecho la humanidad así misma; sentir el peso de una trayectoria previa sobre nuestras espaldas y no repetir errores… La historia en su proceso de democratización ha ido incorporando individuos cuyas voces se habían apagado/ no escuchado de una forma u otra. ¿Cómo transmitir el rico abanico de posibilidades que ofrece cuando la suma de lo macro y lo micro no da como resultado una “Historia Total”? A mi juicio un alumno de bachillerato debe aprender antes cuestiones como el fin de la sociedad corporativa –que amenaza con reproducirse en plena globalización bajo otros rasgos- o el nacimiento de la secularización de la política en Westfalia –ahora que ciertos partidos de la oposición quieren formar gobiernos “como Díos manda”- que Las Navas de Tolosa o Los Compromisos de Caspe. Conocimientos que sirvan para adoptar una postura vital ante la sociedad, sea del signo que sea, en vez de nebulosas indefinidas que sólo pueden hacernos llevar al apoliticismo y al cultivo de nuevas formas de fascismo.
Para ello, hace falta la implicación del alumnado con lo que estudia, ejercitándose en la investigación, aunque se pierda datos concretos. Pero algo falla cuando esa necesaria democratización se traduce no en pequeñas faltas, sino en el extravío de las entrañas de lo que se estudia. Me comentaba una profesora ya jubilada que repartió un texto sobre la Antigua Roma entre sus alumnos para hacer una puesta en común un mes después. En ella, constató que su clase llegó a la conclusión de que los romanos eran muy inteligentes y avanzados…porque tenían retrete. Va en serio. Consecuencia: una falta absoluta de cualquier referencia que les permita vinculación directa con la sociedad de que la son parte; ausencia de empatía hacia comportamientos ajenos a su mentalidad; incomprensión de libros, cuadros y películas que pueden enriquecer su pensamiento; falta de inquietud… Y no porque no sean inteligentes, curiosos y aplicados. Sino porqué no se les ha estimulado y no sólo porqué no se hayan dejado estimular. Las carreras de ciencias acogerán a licenciados con conocimientos amplísimos sobre los últimos avances. ¿Pero para qué queremos esos avances si hemos suprimido de un plumazo lo más importante? Ya no estamos hablando de humanos, sino de seres con patas y brazos encerrados en si mismos, en un mundo interior en el que sólo hay una forma de hacer las cosas. De una generación a otra han variado ciertos conceptos: desde el idealismo muy poco práctico de unos licenciados en busca de su propio espacio (y en continuo cuestionamiento de sus actos) al pragmatismo más inflexible que tiene como objeto la consecuencia inmediata de una vida encauzada donde no cabe ninguna línea divergente, que plantee –aunque fuese de forma secundaria- alternativas. Al final hemos dejado de leer en la revista Life el manual de la perfecta ama de casa para navegar en la red; en ambos casos sin demostrar voluntarismo e inquietud alguno/a.
Sólo en la cultura de un egocentrismo posibilitado por los fallos de un sistema educativo en el que varios miembros competentes luchan contra viento y marea para evitar el desastre; se confunden términos como libertad de expresión, arte (no es por ser malo: las lecturas populares han degenerado mucho: comparar a George Simenon con Dan Brown es aleccionador)… Si una sociedad pierde su capacidad para pensar en abstracto y en ella el conocimiento no se desnuda ante el alumnado, sino directamente se lo tritura en puré, para qué demonios seguimos haciendo cine, teatro, si no lo sabemos apreciar realmente. Uno dirá que sólo aspira a entretenerse. Pero aparte de ocio esas manifestaciones forman parte de una cultura totalmente incompatible con una que fomente el anticonstitucionalismo en pro de esa libertad de expresión; o en el qué el individualismo de la era windows en realidad ampare la uniformidad del pensamiento. ¿Nos merecemos la exposición de Patinir en el Prado; la representación de La cabra a cargo de José María Pou o de Traición en Guindalera; la filmación de una película como Bajo la arena de François Ozon? Más que nunca, porque mientras se organicen estas cosas significará que no hemos claudicado; que podemos todavía enfrentarnos al arte; y que por tanto existen varios tipos de mentalidades. Aunque uno se interrogue sobre esa cuestión al leer las entrevistas a actores sobre obras de teatro y series; y que confunden la sencillez con la simplicidad; en las que se estudia la obra presentada a través de cápsulas de fácil ingesta. Por más que no quepan debates culturales en torno a ellas. Por mucho que uno dude al ver reportajes como el que Antena 3 emitió la otra noche.
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