Por Alejandro Cabranes Rubio
El viernes 30 de junio de 2006 un grupo de personas que habían formado parte del elenco de una representación de Jesucristo Superstar accedieron a añadir su firma a la de un conjunto de ciudadanos que luchaban para declarar bien público al Teatro Albéniz. Al hacerlo rechazaron nuestro agradecimiento y mostraron el suyo a quienes participaron en el pasacalles que ese día estaba convocado: a ti corazón replicaron. Reacción emotiva y generosa cuya espontaneidad sólo puede explicarse en virtud de las cuestiones morales que planteaban los manifestantes. ¿Y cuáles eran estas? Ni más ni menos, y dicho quizás de manera grandilocuente, la noción de progreso. ¿O acaso ésta no estaba ya plenamente definida?
Aquellos que defendieron en su momento la (in)cultura de la guerra, favorecieron la especulación inmobiliaria –y de paso alentaron sospechas sobre su carencia de escrúpulos-, habían asociado hace tiempo la idea de prosperidad con la de rentabilidad económica, saneamiento de unas cifras, y que se traduciría en la prosperidad de unas familias que veían coincidir sus beneficios con los incrementos del Producto Interior Bruto. La perspectiva del confort a su vez generaría la ilusión de conformidad y de un bien estar que se expandiría progresivamente sobre los rincones del país: si el paro disminuía, si la bonanza de las cifras se mantenía, quedaba claro que ya la sociedad podría construir un futuro mejor para las siguientes generaciones. ¿O no? El sueño de la razón, ¿habría creado monstruos? El ideal de progreso edificado por John Williamson en 1989 -que había convertido de la noche a la mañana a muchos trabajadores en poco menos que en trastos oxidados obligados a reconvertirse- había acentuado desigualdades entre hermanos, desterrando a pequeños comerciantes cuyas ofertas no podían competir con las de grandes plataformas que lejos de favorecer una feliz convivencia no dudaron en apropiarse de terreno ajeno haciendo la vista gorda, aduciendo que contaban con la coartada del libre mercado para justificar no sólo su existencia, sino el destierro y la extinción del otro.
La adquisición del Teatro Albéniz por parte del grupo Monteverde –asociación de dudoso historial-, previa retirada –por parte de la Presidenta de la Comunidad- de la sentencia que declaraba al centro como bien cultural, no sólo implicaba la demolición de uno de los escasos lugares donde el diálogo entre los creadores y los artistas con el público gozaba de buena salud, y donde la sociedad podía interrogarse sobre su propia estructura y articulación, sino también la aniquilación de aquellos pequeños empresarios que se veían privados de un centro de atracción garantizado al tiempo que sucumbían ante la entrada del poderoso. El negocio lucrativo se asentaba sobre las ruinas de la cultura entendida como el código en el cual nuestra propia identidad se vertebra –brindándole la oportunidad de reformular sus imperfecciones- y cuya máxima expresión descansa en obras teatrales, libros, películas, cuadros, piezas musicales que nos emocionan por su creatividad, humanidad, talento, y su cualidad para suscitar adhesiones.
El día 30 de junio un grupo reducido de personas a pesar de una mala selección de fecha –coincidía con el primer día de la Celebración del Orgullo Gay- libraron una batalla más para defender el arte como único medio de supervivencia moral en el día de hoy. Para ello se organizaron dos escuadrones: el equipo propiamente dicho de manifestantes y recogedores de firmas, y el de aquellos que en el recorrido recordaban a sus semejantes la naturaleza del lugar cuya pervivencia querían asegurar. Sus danzas, elegantes, armoniosas, cálidas y orgullosas despertaban la admiración de los turistas. Sus juegos malabares realzaban la festividad del evento, alegrando las calles de la ciudad. Sus colaboraciones con los músicos que regalan su talento en las plazas simplemente arrancaban la colaboración a la causa… Las carreras de sus compañeros rezagados como consecuencia del respaldo de los peatones identificados con sus ideales daban la medida exacta de la capacidad de su Arte para convocar la solidaridad, la empatía…
El viernes 30 de junio de 2006 un grupo de personas que habían formado parte del elenco de una representación de Jesucristo Superstar accedieron a añadir su firma a la de un conjunto de ciudadanos que luchaban para declarar bien público al Teatro Albéniz. Al hacerlo rechazaron nuestro agradecimiento y mostraron el suyo a quienes participaron en el pasacalles que ese día estaba convocado: a ti corazón replicaron. Reacción emotiva y generosa cuya espontaneidad sólo puede explicarse en virtud de las cuestiones morales que planteaban los manifestantes. ¿Y cuáles eran estas? Ni más ni menos, y dicho quizás de manera grandilocuente, la noción de progreso. ¿O acaso ésta no estaba ya plenamente definida?
Aquellos que defendieron en su momento la (in)cultura de la guerra, favorecieron la especulación inmobiliaria –y de paso alentaron sospechas sobre su carencia de escrúpulos-, habían asociado hace tiempo la idea de prosperidad con la de rentabilidad económica, saneamiento de unas cifras, y que se traduciría en la prosperidad de unas familias que veían coincidir sus beneficios con los incrementos del Producto Interior Bruto. La perspectiva del confort a su vez generaría la ilusión de conformidad y de un bien estar que se expandiría progresivamente sobre los rincones del país: si el paro disminuía, si la bonanza de las cifras se mantenía, quedaba claro que ya la sociedad podría construir un futuro mejor para las siguientes generaciones. ¿O no? El sueño de la razón, ¿habría creado monstruos? El ideal de progreso edificado por John Williamson en 1989 -que había convertido de la noche a la mañana a muchos trabajadores en poco menos que en trastos oxidados obligados a reconvertirse- había acentuado desigualdades entre hermanos, desterrando a pequeños comerciantes cuyas ofertas no podían competir con las de grandes plataformas que lejos de favorecer una feliz convivencia no dudaron en apropiarse de terreno ajeno haciendo la vista gorda, aduciendo que contaban con la coartada del libre mercado para justificar no sólo su existencia, sino el destierro y la extinción del otro.
La adquisición del Teatro Albéniz por parte del grupo Monteverde –asociación de dudoso historial-, previa retirada –por parte de la Presidenta de la Comunidad- de la sentencia que declaraba al centro como bien cultural, no sólo implicaba la demolición de uno de los escasos lugares donde el diálogo entre los creadores y los artistas con el público gozaba de buena salud, y donde la sociedad podía interrogarse sobre su propia estructura y articulación, sino también la aniquilación de aquellos pequeños empresarios que se veían privados de un centro de atracción garantizado al tiempo que sucumbían ante la entrada del poderoso. El negocio lucrativo se asentaba sobre las ruinas de la cultura entendida como el código en el cual nuestra propia identidad se vertebra –brindándole la oportunidad de reformular sus imperfecciones- y cuya máxima expresión descansa en obras teatrales, libros, películas, cuadros, piezas musicales que nos emocionan por su creatividad, humanidad, talento, y su cualidad para suscitar adhesiones.
El día 30 de junio un grupo reducido de personas a pesar de una mala selección de fecha –coincidía con el primer día de la Celebración del Orgullo Gay- libraron una batalla más para defender el arte como único medio de supervivencia moral en el día de hoy. Para ello se organizaron dos escuadrones: el equipo propiamente dicho de manifestantes y recogedores de firmas, y el de aquellos que en el recorrido recordaban a sus semejantes la naturaleza del lugar cuya pervivencia querían asegurar. Sus danzas, elegantes, armoniosas, cálidas y orgullosas despertaban la admiración de los turistas. Sus juegos malabares realzaban la festividad del evento, alegrando las calles de la ciudad. Sus colaboraciones con los músicos que regalan su talento en las plazas simplemente arrancaban la colaboración a la causa… Las carreras de sus compañeros rezagados como consecuencia del respaldo de los peatones identificados con sus ideales daban la medida exacta de la capacidad de su Arte para convocar la solidaridad, la empatía…
A las 22:00 todo había acabado y había que recoger. Felices por el refrendo de parte de la sociedad, exultantes por obtener más éxito del previsto, empero sabían que no todo el mundo compartía su criterio e incluso habían sufrido aireadas reacciones en sus carnes: había mucho camino aún por recorrer… Sin embargo su trabajo había supuesto un peldaño más para construir un mundo más humanizado. Uno en el que quizás unos antiguos amigos puedan celebrar el aniversario de una representación que en su juventud terminó por formar parte de su esencia como personas. Uno en el que todavía alguien diga: gracias, corazón.
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