Por Alejandro Cabranes Rubio
Durante la promoción de La felicidad de los Katakuri la prensa habló de "un cruce entre Sonrisas y lágrimas y Amanecer de los muertos". Por fin llegaba, eso decía, la subversión del musical , democratizado para aquellos que no sabemos ejecutar una coreografía en condiciones. Ya Woody Allen intentó, con no demasiada fortuna, vulnerar las reglas genéricas en Todos dicen I Love You, regalándonos una de sus películas menos interesantes. Al año siguiente Resnais estrenó On Connait La Chanson, celebrada por la crítica. El listillo de Lars Von Trier supo que en la revisión de las fuentes primarias podría obtener la materia prima para castigarnos con otro de sus horribles chantajes emocionales en la espantosa Bailar en la oscuridad. Ese mismo año un Kenneth Branagh escenificaba Trabajos de amor perdidos bajo esos parámetros, logrando una obra quizás exhibicionista, pero la más ajustada e ingeniosa en resolución de todas las que enmarcan la tendencia. Era lógico que el fenómeno se exportase a otras cinematografías: en España con Los dos lados de la cama y en Japón con la película que nos ocupa ahora.
Takesi Miike como Von Trier y Resnais goza de salvoconducto gracias a su calidad de ex ayudante de dirección de Sohei Imamura y unos cuantos trabajos de cierto prestigio como Audation, Llamada perdida y Three Extremes. En estas condiciones no resultaría sorprendente que La felicidad de los Katakuri se interpretase como una sátira sobre un país poblado por gente solitaria, vulgares actores que sobreviven a costa de la mentira y el robo; asesinos torpes incapaces de empuñar debidamente un cuchillo, y estrellas mediáticas que acaban sus días en el vientre de mujeres menores de edad… A un contenido revolucionario se le añade una escenografía llamativa: los planos se congelan, los actores se transforman en dibujos animados (e incluso adoptan las dos materias a la vez), y los personajes se trasladan a lugares alejados del escenario donde se desarrolla la acción: Saturno, una discoteca…
Durante la promoción de La felicidad de los Katakuri la prensa habló de "un cruce entre Sonrisas y lágrimas y Amanecer de los muertos". Por fin llegaba, eso decía, la subversión del musical , democratizado para aquellos que no sabemos ejecutar una coreografía en condiciones. Ya Woody Allen intentó, con no demasiada fortuna, vulnerar las reglas genéricas en Todos dicen I Love You, regalándonos una de sus películas menos interesantes. Al año siguiente Resnais estrenó On Connait La Chanson, celebrada por la crítica. El listillo de Lars Von Trier supo que en la revisión de las fuentes primarias podría obtener la materia prima para castigarnos con otro de sus horribles chantajes emocionales en la espantosa Bailar en la oscuridad. Ese mismo año un Kenneth Branagh escenificaba Trabajos de amor perdidos bajo esos parámetros, logrando una obra quizás exhibicionista, pero la más ajustada e ingeniosa en resolución de todas las que enmarcan la tendencia. Era lógico que el fenómeno se exportase a otras cinematografías: en España con Los dos lados de la cama y en Japón con la película que nos ocupa ahora.
Takesi Miike como Von Trier y Resnais goza de salvoconducto gracias a su calidad de ex ayudante de dirección de Sohei Imamura y unos cuantos trabajos de cierto prestigio como Audation, Llamada perdida y Three Extremes. En estas condiciones no resultaría sorprendente que La felicidad de los Katakuri se interpretase como una sátira sobre un país poblado por gente solitaria, vulgares actores que sobreviven a costa de la mentira y el robo; asesinos torpes incapaces de empuñar debidamente un cuchillo, y estrellas mediáticas que acaban sus días en el vientre de mujeres menores de edad… A un contenido revolucionario se le añade una escenografía llamativa: los planos se congelan, los actores se transforman en dibujos animados (e incluso adoptan las dos materias a la vez), y los personajes se trasladan a lugares alejados del escenario donde se desarrolla la acción: Saturno, una discoteca…
Gracias a estas cualidades intrínsecas La felicidad de los Katakuri será saludada como una cinta desprejuiciada y jocosa. Más el firmante de estas líneas confiesa haberse aburrido soberanamente: los recursos expresivos se agotan, el mensaje es bastante más conservador de que lo quisiese aparentar, y la reiteración se adueña de la estructura de la película… Con las excepciones relativas que se puedan hacer, el filme confirma cómo la revisión del musical para el público actual no tiene en realidad nada de innovadora. Por el contrario adopta posturas clásicas carentes de garra y eficacia, y se salda con una alarmante pobreza cinematográfica (que no conviene confundir con la presupuestaria). Miike, en bajas horas, se suma al narcisismo de Jean Pierre Jeunet y sepulta bajo su vistosidad el estancamiento de un arte cuya evolución se detiene bajo el dictado de la autocomplacencia.
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