Marcado por el odio
Por Alejandro Cabranes Rubio
El mundo del deporte en el cine norteamericano desde el principio de su historia ha sido empleado como marco dramático para retratar a unos personajes que o bien progresivamente van recuperando la confianza en sí mismos o por el contrario se desploman física y psíquicamente. Títulos como Cuerpo y alma (1947), Marcado por el odio (1956), El buscavidas (1961) o Toro salvaje (1980) pertenecen a la segunda tendencia y son considerados “clásicos”, dignos de codearse entre las grandes aportaciones del cine de Hollywood al séptimo arte. Rescatando esa tradición, Norman Jewison decidió rodar la historia de Rubin “Hurricane” Carter, boxeador acusado de asesinato y que fue sentenciado a cadena perpetúa cuando las pruebas inculpatorias estaban alteradas por un policía racista llamado Della Pesca: el filme engarza de lleno con cierta tradición liberal hollywoodiense a la que el propio Jewison pertenece desde los tiempos de En el color de la noche (1967), que por un lado tiende a denunciar ciertas injusticias sociales, y por otro a rendir homenaje a las víctimas del relato. Por supuesto el biopic de Jewison sobre el púgil, El huracán Carter (The Hurricane, 1999), constituye un sentido tributo a la figura del boxeador a través de todos los medios cinematográficos posibles. No deja de ser una declaración de intenciones el hecho de que al principio del filme se escuche la canción que Bob Dylan escribiese para contribuir a la liberación de Curter, la extraordinaria “The Hurricane”, para señalar su condición de mártir, y que al ser absuelto Jewison la retome para realzar la victoria moral de un hombre que perdió casi dieciséis años en la cárcel.
Más allá de esas buenas intenciones, El huracán Carter es una cinta que se pretende concienciada, pero deviene redundante. Los signos visuales escogidos por Jewison pecan de obvios. Ver sino cómo en el primer juicio contra Rubin, el realizador traza una panorámica hacia las letras del tribunal de justicia, a fin de resaltar la honorabilidad del derecho y la creencia del personaje en que se le va a juzgar como un ciudadano más, no como “un negro condenado de antemano”. Frente a esa solemne panorámica, al inicio del juicio donde le devuelven la libertad el director se conforma con filmar unos cuantos planos detalles de la fachada del Tribunal Estatal para contraponer la arrogancia del “Huracán Carter” durante su juventud frente a la “madurez y sobriedad” alcanzada en prisión.
Pero hay más. Esas aspiraciones discursivas alcanzan su punto álgido desde el momento que Jewison homenajea a la película de Martin Scorsese y Paul Schrader, Toro salvaje, desviando la suya propia durante la primera hora de metraje hacia un tipo de relato que progresivamente arrastra a sus protagonistas hacia el fracaso y el remordimiento. No es por tanto una casualidad que El huracán Carter se abra con un montaje que relaciona uno de los combates en los que participó el protagonista encarnado por Denzel Washington con un altercado en su celda a raíz de un posible registro en el que le podrían privar del manuscrito de su propia autobiografía. La gloria y la reclusión sólo en cinco minutos. Y es ahí donde El huracán Carter deja al descubierto la nulidad de sus recursos expresivos, al reducir esa caída por la vertiente del odio y la desazón al estereotipo. Los flash-backs seleccionan instantes importantes de la vida de Curter –el día en qué libró a un amigo de un violador, la mañana en la que Della Pesca le condenó siendo niño a un reformatorio, el momento en el que conoció a su mujer Telma- y que sólo sirven para poner en antecedentes al espectador, para que éste establezca las pertinentes comparaciones sobre su evolución como personaje. La falta de garra, la acumulación de tópicos –Rubin mantiene diálogos consigo mismo en la celda en los que Jewison escenifica “el bien y el mal”- y de subrayados visuales, como los dos travellings que se dirigen hacia el rostro del protagonista cuando lo condenan al orfanato y a la cárcel, terminan por evidenciar que ese prólogo sin interés sólo existe en la medida que proporciona un nuevo significado a otra historia que le preocupa mucho más al director. Y esta no es otro que la enésima intentona de contar la biografía de un hombre público y reconducirla hacia “el relato ejemplar”, con el que el espectador debe identificarse.
De ahí que Norman Jewison busque un alter-ego, aquí un niño de raza negra llamado Lesra (Vicellous Reon Shannon), acogido por unos canadienses (Lisa: Deborah Kara Unger, Terry: John Hannah, Sam: Liev Scheiber) gracias a los cuales accede a una mejor educación de la que pueden sufragar sus propios padres, y que, al leer la autobiografía de Rubin, no puede evitar conmoverse: no faltan primeros planos de Lesra emocionado y que, cortesía de fábrica, se complementan con unas panorámicas que encuadran una foto de su padre, para indicarnos que el adolescente decide usar la oportunidad que Lisa, Ferry y Sam le brindan para un fin noble que justifique “su abandono”. Desde el momento en el que estos cuatro personajes entran en la vida del boxeador, y luchan para demostrar su inocencia, El huracán Carter se convierte no el retrato de un hombre al que enseñaron a odiar sino la prueba palpable de cómo ese hombre, gracias al cariño y el interés de otras personas, alcanza su “redención”, su “liberación”. Y para dejarlo bien claro, Jewison y sus guionistas ponen en su boca frases que no tienen desperdicio: “el odio me llevó a la cárcel, el amor me dio la libertad”, “la inocencia es un bien sobrevalorado”, “la luz del sol irrumpió entre la penumbra y lo iluminó todo”… Ni qué decir tiene que Jewison recuerda al público que Lesra significa Lázaro, nombre que designa, como señala Rubin, a “aquel que resucitó entre los muertos”, a aquel que sacó de su propia tumba al boxeador.
Ese afán por el énfasis, palpable en la escena del último juicio donde Jewison encuadra a Della Pesca para demostrar “lo malo qué es”, o en el espantoso inserto de los canadienses saludando desde su hotel, próximo a la cárcel, al “Huracán” y que anuncia “que todo saldrá bien”, hacen de El huracán Carter el perfecto compendio de una determinada clase de cine: aquel que quiere adoctrinar al espectador a costa de los planteamientos más infantiles aunque bien intencionados, consolando a la audiencia de la avidez de cualquier tragedia en vez de obligándola a enfrentarse a ella. El paradigma de un cine sin inventiva visual, auto-satisfecho, hecho a pedazos, sin otro criterio formal que la venta ambulante de “mensajes” para educar.
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