Por Alejandro Cabranes Rubio
El siglo XVIII español nunca ha gozado de buena fama los estudios de literatura al considerarse los textos demasiado “racionales”. Pero muy pocas veces se ha detenido a pensar en las contradicciones internas de la Ilustración, que se podrían personificar por ejemplo en Carlos III, capaz de abolir procesiones religiosas y al mismo tiempo de rezar tres veces diarias. También gracias al poder de la propaganda, las luces borbónicas nos aportaron –y perdón por usar la misma palabra- “la racionalización” de la política, sin pensar que varias medidas oportunas preludiaron gracias a su autoritarismo el estallido de la revolución y los movimientos de independencia latinoamericanos, iluminados por las brasas subyugantes del proceso de absolutización monárquica. Nos hallamos pues a una etapa llena de tensiones internas, en la que se encuentra el germen de la modernización, y que como tal también ha dado obras literarias de alta estima.
El sí de las niñas es una de ellas. Ahora bien ¿qué nos tiene qué aportar en pleno siglo XXI una función sobre la mala educación de una sociedad que maniataba a las mujeres, y qué a estas alturas han conquistado varios avances? Pues ni más ni menos que una reflexión sobre la inutilidad de callar y mentir, la necesidad de sinceridad y el derecho al individualismo. En plena globalización, el director Vicente Genovés nos recuerda el derecho al desarrollo de la personalidad en contra de la uniformidad del pensamiento. Y lo hace sin olvidar que este no se desvirtúa cuando el individuo es capaz de empatizar, de ser solidario: de hacer gala de cierta generosidad. Como hace Don Diego (Manuel de Blas) que comprende que no puede casarse con la joven Doña Francisca (Paula Errando, quien debe transmitir la ingenuidad del personaje) porque está enamorado de su propio sobrino, Don Carlos (José Montesinos); por mucho que cuente con el beneplácito de la madre de la prometida, Doña Irene (Cesca Salazar)… Don Diego sabe que sus días y los de Doña Irene están contados, y que otros ocuparan su lugar.
Varias ideas de puesta en escena así lo corroboran: cuando Irene vuelve a imponer su voluntad a su hija su rostro queda oculto al público porque la espalda de Francisca lo tapa; cuando Don Diego le pregunta sobre sus verdaderos sentimientos a Francisca, Irene queda apartada del cordón umbilical que traza el camino a la libertad que el caballero construye para la joven dama (fuera del vínculo directo entre Diego y Francisca). Frente al oscurantismo de esos rostros, perdidos en su encrucijada vital (como Don Diego, quien ante la sugerencia de su criado Simón de que Paquita se case con Carlos, responde adentrándose en un laberinto construido con varias sábanas tendidas en el escenario), las luces se apoderan de la función en esa generación libre de corsés. Ya no sólo en el reencuentro entre Paquita y Carlos –que quedan simbólicamente iluminados mientras el resto del escenario está a oscuras-, sino en la posterior cita que conciertan de ventana a una posada: las luces amarillas arropan a Carlos mientras canta a su amada –sin saber que su tío le observa- y en el centro del escenario Francisca lo escucha: Genovés no sólo logra definir dos espacios distintos, sino que proyecta la interrelación entre ellos, los vasos emocionales que comunican el uno con el otro. Antes de que ello ocurra, Genovés ya ha logrado sugerir la ilusión de los jóvenes por emprender una nueva vida, haciéndolos subir a un baúl que ejerce de improvisado coche de caballos hacia la libertad…
Ya entonces, la puesta en escena ha marcado una diferencia en relación al inicio de la obra donde hay todavía verdades sin revelar, simbolizadas en esas sábanas que van parcelando el decorado… Si al principio de la función cualquier figura, como la de Simón (Álvaro de la Puerta), queda oculta tras las telas; la sinceridad se abre paso cuando el escenario ya queda despojado de esas sábanas (que sólo se vuelven a emplear en una ocasión más para sugerir la clandestinidad de las acciones de Francisca). Paquita ya no quedará arrinconada en la tabla (como cuando se aposenta en un extremo de la tabla para hacer gracias a Don Diego, o sufra una reprimenda de Irene) y todo porque Don Diego ha ocupado el centro de la escena para denunciar la situación que la joven padece.
El siglo XVIII español nunca ha gozado de buena fama los estudios de literatura al considerarse los textos demasiado “racionales”. Pero muy pocas veces se ha detenido a pensar en las contradicciones internas de la Ilustración, que se podrían personificar por ejemplo en Carlos III, capaz de abolir procesiones religiosas y al mismo tiempo de rezar tres veces diarias. También gracias al poder de la propaganda, las luces borbónicas nos aportaron –y perdón por usar la misma palabra- “la racionalización” de la política, sin pensar que varias medidas oportunas preludiaron gracias a su autoritarismo el estallido de la revolución y los movimientos de independencia latinoamericanos, iluminados por las brasas subyugantes del proceso de absolutización monárquica. Nos hallamos pues a una etapa llena de tensiones internas, en la que se encuentra el germen de la modernización, y que como tal también ha dado obras literarias de alta estima.
El sí de las niñas es una de ellas. Ahora bien ¿qué nos tiene qué aportar en pleno siglo XXI una función sobre la mala educación de una sociedad que maniataba a las mujeres, y qué a estas alturas han conquistado varios avances? Pues ni más ni menos que una reflexión sobre la inutilidad de callar y mentir, la necesidad de sinceridad y el derecho al individualismo. En plena globalización, el director Vicente Genovés nos recuerda el derecho al desarrollo de la personalidad en contra de la uniformidad del pensamiento. Y lo hace sin olvidar que este no se desvirtúa cuando el individuo es capaz de empatizar, de ser solidario: de hacer gala de cierta generosidad. Como hace Don Diego (Manuel de Blas) que comprende que no puede casarse con la joven Doña Francisca (Paula Errando, quien debe transmitir la ingenuidad del personaje) porque está enamorado de su propio sobrino, Don Carlos (José Montesinos); por mucho que cuente con el beneplácito de la madre de la prometida, Doña Irene (Cesca Salazar)… Don Diego sabe que sus días y los de Doña Irene están contados, y que otros ocuparan su lugar.
Varias ideas de puesta en escena así lo corroboran: cuando Irene vuelve a imponer su voluntad a su hija su rostro queda oculto al público porque la espalda de Francisca lo tapa; cuando Don Diego le pregunta sobre sus verdaderos sentimientos a Francisca, Irene queda apartada del cordón umbilical que traza el camino a la libertad que el caballero construye para la joven dama (fuera del vínculo directo entre Diego y Francisca). Frente al oscurantismo de esos rostros, perdidos en su encrucijada vital (como Don Diego, quien ante la sugerencia de su criado Simón de que Paquita se case con Carlos, responde adentrándose en un laberinto construido con varias sábanas tendidas en el escenario), las luces se apoderan de la función en esa generación libre de corsés. Ya no sólo en el reencuentro entre Paquita y Carlos –que quedan simbólicamente iluminados mientras el resto del escenario está a oscuras-, sino en la posterior cita que conciertan de ventana a una posada: las luces amarillas arropan a Carlos mientras canta a su amada –sin saber que su tío le observa- y en el centro del escenario Francisca lo escucha: Genovés no sólo logra definir dos espacios distintos, sino que proyecta la interrelación entre ellos, los vasos emocionales que comunican el uno con el otro. Antes de que ello ocurra, Genovés ya ha logrado sugerir la ilusión de los jóvenes por emprender una nueva vida, haciéndolos subir a un baúl que ejerce de improvisado coche de caballos hacia la libertad…
Ya entonces, la puesta en escena ha marcado una diferencia en relación al inicio de la obra donde hay todavía verdades sin revelar, simbolizadas en esas sábanas que van parcelando el decorado… Si al principio de la función cualquier figura, como la de Simón (Álvaro de la Puerta), queda oculta tras las telas; la sinceridad se abre paso cuando el escenario ya queda despojado de esas sábanas (que sólo se vuelven a emplear en una ocasión más para sugerir la clandestinidad de las acciones de Francisca). Paquita ya no quedará arrinconada en la tabla (como cuando se aposenta en un extremo de la tabla para hacer gracias a Don Diego, o sufra una reprimenda de Irene) y todo porque Don Diego ha ocupado el centro de la escena para denunciar la situación que la joven padece.
Los actores redondean los resultados, empezando por Manuel de Blas, quien posiblemente no tenga el porte ilustrado de Emilio Gutiérrez Caba en la versión de Miguel Narros, pero a cambio proyecta el cansancio vital del personaje en su forma de caminar; en su energía atronadora para hacer resaltar la verdad. Cesca Salazar humaniza su caricaturesco personaje. Ferrán Gadea arranca las carcajadas del público con Calamocho. Reyes Ruiz irradia alegría y gracia en su composición. José Montesinos como la anterior sale más airoso cuando ha de cantar y le proporciona caballerosidad. Álvaro de la Puerta logra transmitir la sabiduría popular de su personaje, haciéndolo particularmente cercano. Y juntos nos embarcan a ese contradictorio siglo que fue el XVIII a través de una escenografía agradablemente clásica
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