Por Alejandro Cabranes Rubio
Un arquitecto (Gary Piquer), sentado en su silla, contempla diversas diapositivas de Madrid. Ha recibido el encargo de restaurar la antigua Casa de Correos de Sol para acomodarlo a sus nuevas funciones de sede del gobierno municipal. La adaptación del texto de Jerónimo López Mozo sitúa al hombre frente a su ciudad. Su pasado. Las entrañas de su ser. El arquitecto debe acatar las órdenes de los representantes de un progreso, de aquellos que quieren olvidar para adaptarse al día del hoy. ¿Pero por qué? El espacio a retocar ha cobrado vida. Las calles exteriores que lo contemplan han servido de escenario para improvisar la comedia de la vida; representar momentos festivos, reivindicativos, e incluso heroicos (cf. el alzamiento de la II República, el regreso de las tropas españolas de Irak, la enérgica protesta contra el asesinato de Miguel Ángel Blanco, el alzamiento del pueblo contra el ejército francés); y también desgraciados (cf. el atentado etarra contra la cafetería). En sus aceras se han matado a dirigentes políticos como José Canalejas. Ese exterior forma parte de la propia identidad. Y así se reconoce. ¿Pero qué ocurría con los muros del edificio?, ¿qué cimientos los sostenían?
El arquitecto halla la respuesta en sus conversaciones con el relojero (un impagable Antonio Canal), quien tenazmente lucha por conservar esos trozos de historia protagonizados por hombres arrestados por su ideología, que se arrojaban por las ventanas, y cuyos expedientes policiales redactados con una vieja Olivetti nadie quiere ojear. Como tampoco oír hablar de ese respiradero desde donde los familiares de los presos comprobaban el estado anímico de sus seres queridos; de ese lugar donde una vez se escuchó el grito de “¡Carrillo, libertad!”… En el gran teatro del mundo se silencian los susurros de ese pasado vergonzoso a sepultar para siempre jamás.
Un arquitecto (Gary Piquer), sentado en su silla, contempla diversas diapositivas de Madrid. Ha recibido el encargo de restaurar la antigua Casa de Correos de Sol para acomodarlo a sus nuevas funciones de sede del gobierno municipal. La adaptación del texto de Jerónimo López Mozo sitúa al hombre frente a su ciudad. Su pasado. Las entrañas de su ser. El arquitecto debe acatar las órdenes de los representantes de un progreso, de aquellos que quieren olvidar para adaptarse al día del hoy. ¿Pero por qué? El espacio a retocar ha cobrado vida. Las calles exteriores que lo contemplan han servido de escenario para improvisar la comedia de la vida; representar momentos festivos, reivindicativos, e incluso heroicos (cf. el alzamiento de la II República, el regreso de las tropas españolas de Irak, la enérgica protesta contra el asesinato de Miguel Ángel Blanco, el alzamiento del pueblo contra el ejército francés); y también desgraciados (cf. el atentado etarra contra la cafetería). En sus aceras se han matado a dirigentes políticos como José Canalejas. Ese exterior forma parte de la propia identidad. Y así se reconoce. ¿Pero qué ocurría con los muros del edificio?, ¿qué cimientos los sostenían?
El arquitecto halla la respuesta en sus conversaciones con el relojero (un impagable Antonio Canal), quien tenazmente lucha por conservar esos trozos de historia protagonizados por hombres arrestados por su ideología, que se arrojaban por las ventanas, y cuyos expedientes policiales redactados con una vieja Olivetti nadie quiere ojear. Como tampoco oír hablar de ese respiradero desde donde los familiares de los presos comprobaban el estado anímico de sus seres queridos; de ese lugar donde una vez se escuchó el grito de “¡Carrillo, libertad!”… En el gran teatro del mundo se silencian los susurros de ese pasado vergonzoso a sepultar para siempre jamás.
Varios momentos de esta obra dirigida por Luis Maluenda profundizan ese discurso. El primero de ellos nos muestra a ambos personajes en la línea recta, pero mirando hacia lugares distintos. Uno de frente (el relojero), recreando ese museo de los horrores. El otro contempla la pared, como si quisiese evadirse de la situación. Consecuentemente en varias ocasiones el arquitecto se situará a las espaldas de su adversario, y por qué no a las espaldas de la memoria. Una actitud que le hará perder sus rasgos más íntegros: en una escena memorable contempla su propia imagen en un panel y ve como su rostro se desfigura… Se descompone tan súbitamente como el reloj que ese mismo panel evoca, y que se ve alterado por las acciones del relojero… Un mundo sin pasado no puede avanzar hacia el futuro mientras su minutero se estropea. Y de ahí que El arquitecto y el relojero sea una ensoñación que encumbre modestamente una bella parábola, iluminada en su tercio final con una luz ámbar, casi irreal. Una enseñanza que el personaje que Gary Piquer encarna -con su saber estar habitual- asume para el espectador, y como aquel actúa en consecuencia con su deber moral. Porque en los escenarios que el va a remodelar seguirán proyectándose en nuestra memoria.
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