Por Alejandro Cabranes Rubio
Cuando a término del Festival de San Sebastián de 2006 Pequeña Miss Sunshine se alzaba con el premio del público, resultaba fácil imaginar que acabaría siendo el fenómeno cinematográfico del año. Habría elementos que hacían previsible su prestigio: su modestia, su limitado presupuesto, cierto desenfado formal y una galería de freaks como principales personajes. Unas palabras para describir a aquellos: un hombre de negocios obsesionado por el triunfo (Richard: Greg Kinnear), una ama de casa tolerante (Sheryl: Toni Collette), un cuñado homosexual que se intentó suicidarse al ser rechazado (Frank: Steve Carelll); un abuelo (Alan Arkin) que fue expulsado de la residencia por esnifar droga, y dos hijos particulares (Olive y Dwayne: Abigail Breslin y Paul Dano). Con semejante dramtis personae era muy fácil atribuir a Pequeña Miss Sunshine determinadas cualidades y venderla como un retrato hipercrítico con una sociedad obsesionada con la belleza, pero disfuncional en todos sus sentidos. El concurso de misses al que está inscrita la pequeña Olive opera del escenario de la decadencia del imperio estadounidense, y en él la familia actúa siendo básicamente ella misma para espanto del público. Con su desaliño formal, la patanería de sus personajes, su burla hacia de la mediocridad, ¿cómo iba a ser mal recibida Pequeña Miss Sunshine? El filme se había convertido en una especie de réplica a las comedias conservadoras de los grandes estudios, mucho más glamourosos.
Lamento discrepar de esas apreciaciones generalizadas. Disculpen la franqueza, pero por más que uno se esfuerce no encuentro en ningún lugar un algo distintivo en relación a títulos como El diablo se viste de prada. No me refiero solamente a su mensaje conservador a más no poder (la familia que fracasa unida permanece unida) y que perjudica al resultado no tanto por su valor ideológico en sí mismo considerado (dicho de otra manera: si la película fuese más progresista tampoco me parecería bueno de por sí porque el cine funciona en virtud de la solidez de su dramaturgia), sino por su pobre esbozo, por su superposición a cada encuadre, por la escasa entidad de los personajes, por sus redundancias visuales… Si en El diablo se viste de prada su director Dave Frankel componía imágenes bonitas estereotipadas que cargaban las tintas sobre ideas obvias, Jonathan Dayton y Valerie Faris se esfuerzan en crear imágenes deliberadamente feas insertadas en cada secuencia de la manera más mecánica posible. Si quieren expresar las dudas de Olive ante la perspectiva de tomarse un suculento helado que la engorde, qué mejor que mostrar en primer término el culo inmenso de la camarera que la atiende. Si la pareja de realizadores quieren dejar claro que los comentarios que escribe Dwayne en el cuaderno de notas son ácidos, los filman en primerísimo plano. Si quieren dejar bien patente la falta de gusto de esos concursos de belleza, no hay nada como recurrir al uso indiscriminado de contraplanos de esos jurados y asistentes encandilados con las “gracias” de esas niñas-repollo (perdón: aspirantes a Miss). Y si se quiere establecer contrastes entre comportamientos (como cuando Olive ejecuta su número en el concurso), pues se recupera el procedimiento. ¿De verdad que el filme se puede considerar subversivo, irónico e hiriente cuando su discurso más allá del enunciado inicial no está desarrollado y encima experimenta una inflexión para nada transgresora? ¿De verdad se pueden aplaudir su inventiva cuando esa pobreza presupuestaria en realidad encumbre pobreza de ideas cinematográficas?
Cuando a término del Festival de San Sebastián de 2006 Pequeña Miss Sunshine se alzaba con el premio del público, resultaba fácil imaginar que acabaría siendo el fenómeno cinematográfico del año. Habría elementos que hacían previsible su prestigio: su modestia, su limitado presupuesto, cierto desenfado formal y una galería de freaks como principales personajes. Unas palabras para describir a aquellos: un hombre de negocios obsesionado por el triunfo (Richard: Greg Kinnear), una ama de casa tolerante (Sheryl: Toni Collette), un cuñado homosexual que se intentó suicidarse al ser rechazado (Frank: Steve Carelll); un abuelo (Alan Arkin) que fue expulsado de la residencia por esnifar droga, y dos hijos particulares (Olive y Dwayne: Abigail Breslin y Paul Dano). Con semejante dramtis personae era muy fácil atribuir a Pequeña Miss Sunshine determinadas cualidades y venderla como un retrato hipercrítico con una sociedad obsesionada con la belleza, pero disfuncional en todos sus sentidos. El concurso de misses al que está inscrita la pequeña Olive opera del escenario de la decadencia del imperio estadounidense, y en él la familia actúa siendo básicamente ella misma para espanto del público. Con su desaliño formal, la patanería de sus personajes, su burla hacia de la mediocridad, ¿cómo iba a ser mal recibida Pequeña Miss Sunshine? El filme se había convertido en una especie de réplica a las comedias conservadoras de los grandes estudios, mucho más glamourosos.
Lamento discrepar de esas apreciaciones generalizadas. Disculpen la franqueza, pero por más que uno se esfuerce no encuentro en ningún lugar un algo distintivo en relación a títulos como El diablo se viste de prada. No me refiero solamente a su mensaje conservador a más no poder (la familia que fracasa unida permanece unida) y que perjudica al resultado no tanto por su valor ideológico en sí mismo considerado (dicho de otra manera: si la película fuese más progresista tampoco me parecería bueno de por sí porque el cine funciona en virtud de la solidez de su dramaturgia), sino por su pobre esbozo, por su superposición a cada encuadre, por la escasa entidad de los personajes, por sus redundancias visuales… Si en El diablo se viste de prada su director Dave Frankel componía imágenes bonitas estereotipadas que cargaban las tintas sobre ideas obvias, Jonathan Dayton y Valerie Faris se esfuerzan en crear imágenes deliberadamente feas insertadas en cada secuencia de la manera más mecánica posible. Si quieren expresar las dudas de Olive ante la perspectiva de tomarse un suculento helado que la engorde, qué mejor que mostrar en primer término el culo inmenso de la camarera que la atiende. Si la pareja de realizadores quieren dejar claro que los comentarios que escribe Dwayne en el cuaderno de notas son ácidos, los filman en primerísimo plano. Si quieren dejar bien patente la falta de gusto de esos concursos de belleza, no hay nada como recurrir al uso indiscriminado de contraplanos de esos jurados y asistentes encandilados con las “gracias” de esas niñas-repollo (perdón: aspirantes a Miss). Y si se quiere establecer contrastes entre comportamientos (como cuando Olive ejecuta su número en el concurso), pues se recupera el procedimiento. ¿De verdad que el filme se puede considerar subversivo, irónico e hiriente cuando su discurso más allá del enunciado inicial no está desarrollado y encima experimenta una inflexión para nada transgresora? ¿De verdad se pueden aplaudir su inventiva cuando esa pobreza presupuestaria en realidad encumbre pobreza de ideas cinematográficas?
Mal que les pese, Pequeña Miss Sunshine no sólo gasta un humor tan evidente como ramplón, y repite sus chistes más celebrados una y otra vez (la familia intentando subirse a una furgoneta en marcha); y recurra a situaciones más que formularias (el reencuentro de Frank con su antiguo amante) que no aportan nada al desarrollo del relato; sino que encima se resiste a admitir su propia ñoñeria al revés que títulos concebidos de forma empalagosa como Seabiscuit, pero con la diferencia de que algunos de estos están montados y filmados con convicción. No se trata de arremeter contra el cine independiente y vanagloriar el de los estudios, puesto que ambos se componen de obras buenas y malas, sin ir más lejos la notable Junebug -un retrato sureño éste sí incisivo- y la simplemente correcta Los Tenenmbaum, que sin apurar del todo sus posibilidades al menos tenía acidez. Pequeña Miss Sunshine se enamora de su propia estética y sólo los actores (todos están francamente bien) impiden que el desastre sea total, a pesar de que su inicio y final sean exactamente iguales (una familia celebrando su singularidad), y de que los conflictos planteados una vez pincelados sólo permanecen como esbozos planos, con sus resoluciones previsibles. Pero no importa, los paladines de la posmodernidad ya pueden reírle las gracias mientras siguen despreciando las últimas (y notables) películas de James Ivory y Brian de Palma. Porque, no sé nos olvide, Pequeña Miss Sunshine es el fenómeno del año.
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