jueves, 22 de noviembre de 2007

La vida y nada más


LA VIDA Y NADA MÁS
La guerra ha terminado
Por Alejandro Cabranes Rubio

El final de la primera guerra mundial enterró de alguna manera los vectores de la sociedad del siglo XIX. Se derrumbaba los imperios centrales de la vieja Europa y nacían los estados naciones; así como el concepto de la libre determinación de los pueblos y del que se prescindió en las colonias como demuestra la firma (y mantenimiento) del Tratado de Sykes Pikot. Las profundas contradicciones de la paz ilusoria provocaron que el establecimiento de la Sociedad de Naciones coincidiese con el apogeo de la desconfianza hacia la política. Autores como Luigi Pirandello supieron captar certeramente el sentimiento de intolerancia y la imposibilidad de construir una verdad tangible. La escritora Edith Wharton escribió una maravillosa novela llamada Un hijo en el frente en torno a esos años, retratando la llegada de las nuevas ideas, las distancias generacionales, las vivencias extremas y el desastre que se había producido.

Ya hace dieciocho años Bertrand Tavernier rodó su mejor película hasta la fecha, ambientada en aquella época: La vida y nada más (1989), inspirada en el proceso de de identificación de cadáveres en Francia. Con sólo tres personajes, el Comandante Delaplane (un conmovedor Philippe Noiret), la maestra de escuela Alice (Pascale Vignal) y la violinista Iréne (Sabine Azéma), el responsable de La carnaza (1994) se adentra en el caos, el sentimiento de pérdida, el descreimiento vital, las heridas del pasado, la hipocresía del estamento militar, las sucias maniobras políticas y la ineficacia de la burocracia. Y lo hace con una declaración de principios en la primera secuencia con un plano excelente: en primer término se sitúa el coche de Iréne (familiar de los aristócratas; una mujer caprichosa y clasista, impertinente hasta la saciedad, pero también más comprensible y tolerante de lo que parece) y en segundo un oficial a caballo paseando por la orilla de la playa. La sociedad industrial contrapuesta con un modo decimonónico de hacer la guerra. La transición de un mundo a otro que no necesariamente ampara un mañana mejor.

En una secuencia extraordinaria el máximo responsable de que el proceso de identificación de cadáveres concluya como debiera, el Comandante Delaplane, escucha a otro hombre vanagloriando el proceso de reconstrucción del país…mientras un inserto muestra a una muchedumbre reconociendo las pertenencias de sus seres queridos fallecidos en la contienda. Tal visión constituye un auténtico mazazo a la ilusión de prosperidad que quería proyectar a finales de los ochenta esa Unión Europea en proceso de ampliación. La situación de impotencia y ganas de rebelarse queda maravillosamente contenida en la escena en la que Iréne exige al Comandante que encuentren a su marido, un hombre que desechó las prebendas que le facilitaba la clase privilegiada a la que pertenecía: un plano –que toma su primer término en la cabeza de ella- llega a sugerir que su voluntad se cumple y de ahí que el Comandante tome ciertas determinaciones en segundo término del encuadre. Un poco más tarde, cuando pierde la paciencia, Iréne intenta huir del despacho y en vez de abrir una puerta, abre un armario donde sólo quedan máscaras… Y según avanza la película, esa situación amarga, llena de dudas, se niega a desaparecer: el travelling que recoge el paseo entre Iréne y el Comandante durante la niebla no sólo sugiere muchas cosas sobre el estado que atraviesa su relación, sino incluso sobre la nebulosa que impide la construcción ya no de un futuro mejor en el país, sino de un simple futuro.

Y esas incertidumbres, esa indefensión, hacen que todos los personajes de La vida y nada más resulten profundamente humanos como el comandante, atraído y a la vez irritado por el comportamiento de Alice; un oficial harto de las órdenes de sus superiores que han enviado a la muerte ha demasiada gente; pero a la vez muy auto defensivo en cuestiones laborales; un hombre que sólo quiere regresar a su pueblo. Alguien que es capaz de cantar obscenidades en su trabajo (1), pero que sabe ser educado cuando la ocasión lo requiere. Un hombre distante a veces, como pone de relieve el plano en el que orina sin mirar a la cara a Alice quien le pide un puesto de trabajo, pero también lo suficientemente necesitado como para sufrir ataques de celos o presentarse de improviso en una habitación que comparte Irene y Alice.

Alice, por su parte, es una profesora a la que despiden; una mujer que valora la necesidad de que los alimentos vayan a los pequeños; y que pese haber sufrido ciertas fatigas, también ha vivido una situación amorosa criticable para muchos; y que duda si entregarse o no a los brazos de un dibujante. Sólo la amistad eventual que inicia con Iréne le permitirá encarar mejor el rumbo de los acontecimientos.

Precisamente el sentimiento de fraternidad que se establece entre ambas mujeres dota a La vida y nada más de una emotividad de la que carecen otros trabajos de Tavernier, a veces tan generosos en intenciones como esquemáticos en su resolución, como Hoy empieza todo (1999), que algunos llegaron emparentar con la épica que se desprendía de los filmes de John Ford… Ya la manera de relacionar en el encuadre por primera vez a la maestra y a la viuda ya anuncia los lazos tan fuertes que las une: el delicado travelling que las vincula a ambas, tumbadas en sus respectivas camas, expresa su solidaridad recíproca, su comprensión… La manera de captar la intimidad de los personajes por parte de Tavernier –como ocurre en el plano general en el que se ve a Alice y al Comandante cenando cada uno en una mesa distinta de un comedor casi sin gente- proporciona a La vida y nada más un clima narrativo tenue, intenso, atmosférico. La forma de resolver en off las explosiones respectivas de un obús o de un convoy de artillería, o de proporcionar malos presagios los instantes anteriores a éstas, convierten a La vida y nada más en la antítesis ética y estética de la mucho más folletinesca Largo domingo de noviazgo (Jean Pierre Jeunet, 2004): la cinta es ante todo una aproximación sobre la fragilidad de la paz, las secuelas morales de una guerra que aún planea sobre la vida de las personas; todas ellas envueltas en peripecias casi tan alucinantes como la que vivía el protagonista de Salvoconducto (el tercer filme bélico de Tavernier, rodado en 2002) a ambos lados del Canal de La Mancha.

En ese sentido los decorados naturales y los exteriores no son más que expresiones anímicas de la sensación de desarraigo; de esa búsqueda por alcanzar una paz interior que termine con el sufrimiento, tal y como señala el emocionante montaje final –tan elíptico- con el que se cierra la película. Los barracones improvisados en una fábrica inutilizada por culpa de los traidores; los hospitales de campaña; las tabernas repletas de gente; la campiña; el túnel donde se encuentra depositado el convoy se convierten en otros personajes de esta historia amarga, pero más esperanzada que la que narraba la posterior Capitán Conan (1995), en la que Tavernier abandonaba a su brutal protagonista ya mortalmente enfermo. La vida y nada más hace gala de una densidad y sabor que sólo produce admiración; si bien su algo dilatado tercio final le impide ser una obra maestra absoluta, que no una de las mejores películas europeas de las últimas tres décadas. A siete años para que se cumpla el primer centenario del inicio de la contienda, el filme propone una de las más certeras reflexiones sobre la paz impuesta por aquellos satisfechos por los resultados obtenidos, sin mirar las miserias que se escondían tras esta y que desgraciadamente allanarían el camino hacia 1936 y 1939.


NOTAS
(1)En una secuencia muy desmitificadora, característica de Tavernier, y que encuentra su homóloga en la segunda aproximación que llevo a cabo el director a la I Guerra Mundial en Capitán Conan; en la que los actos conmemorativos por la victoria quedan empañados por la lluvia.

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