Tomaz Pandur hace un par de temporadas adaptaba la Divina Comedia de Dante en el María Guerrero. El poeta -en su descenso a El infierno que consume a la humanidad- asistía a la revelación de las características inmutables de una sociedad empeñada en destruirse: en una pantalla se proyectaban varias de las atrocidades ideadas y ejecutadas por los hombres. Eternamente sanguinarios. Eternamente abyectos. Después de los siglos transcurridos desde la Guerra de los Cien Años las cosas no habían variado desde que Dante dejó este mundo. El viaje por la historia seguía su rumbo indefinido.
Pandur, que entonces demostró un interés por lo que Braudel denominó “las permanencias”, ahora en el Centro Cultural de la Villa se aproxima a Las amistades peligrosas de Choderlos de Laclos, desnudándola hasta dejarla en los huesos y proponer –despojado de lo accesorio- una reflexión en torno a ella. Para ello recurre a la figura del navegante, interpretado por Chema León, quien porta en sus brazos una maqueta de un barco que alude a ese eterno viaje, de nuevo –como en El infierno- entendido como una actividad que permite la revelación. El actor, que en su anterior montaje teatral –Así es (así os parece)- encarnaba a un personaje en torno al cual se articula un enigma no resuelto, en esta ocasión descifra las claves de la representación, dotándola de múltiples niveles de lectura.
Para El Navegante la Historia es un fantasma, no mantiene diálogos consigo misma –en contraposición a lo expuesto por E.H. Carr en ¿Qué es la historia?-, de tal manera que el hombre repite sus mismas acciones. La historia, con su carácter espectral, se desarrolla pues en un espacio y tiempo indefinido, negando en principio la dinámica del cambio. Y en estas nos sorprende ya no con alusiones al advenimiento de “la libertad, la igualdad, fraternidad”, sino fechando el día de la representación: 13 de septiembre de 2007 en mi caso. Ya en El infierno, Pandur obligaba a su elenco a decir en un momento dado el nombre real de cada actor/actriz.
A pesar de movernos en un tiempo indefinido en el cual accedemos a unas determinadas “visiones”, en el día de hoy se escenifican. Desde el presente se mira no a la Historia, sino su evocación. El gran teatro del mundo hace su irrupción en la sala. De ahí, como señala el navegante, las escenas sacudan al público y las rechace al sentirse identificados en ella. De ahí que los personajes “se representen” así mismos. La Marquesa de Merteuil (Blanca Portillo, que en su espectacular interpretación pasa de la fragilidad, el enamoramiento al deseo y a la rabia) en un momento dado de la función señala que los mejores papeles que interpreta son el amor y la venganza: Barroco nos habla de los sentimientos más primitivos. De la misma forma que la historia se rememora desde un tiempo indefinido, la función en sí no se puede considerar –aunque a lo mejor es una apreciación personal errónea- teatro en sí mismo considerado, sino más bien una evocación de sus claves: no hay Historia ni teatro, sólo la vida.
En ese sentido, Blanca Portillo declaraba en una entrevista que consideraba a la Marquesa y a Valmont (Asier Etxenadia, seductor y profundamente humano) la primera mujer y el primer hombre. Barroco se instala en el terreno de lo alegórico, lo más primitivo. Para la actriz los personajes representan a todos los que han estado en sus vidas de una u otra forma; y a la vez son un solo ser condenados a amarse eternamente. Un bonito apunte de puesta en escena afianza esa idea. El navegante alude a cómo los personajes se han quedado inmóviles: al mismo tiempo los vemos en la tabla como si fuesen auténticas estatuas; esculturas talladas para la posteridad y que siempre irán de la mano. Más tarde el propio Valmont queda literalmente aprisionado por el decorado, atrapado en sus propios sentimientos de la misma manera que la Marquesa al inicio de la representación estaba a espaldas de ellos (negándose a aceptarlos) para al final de la misma verse obligada a contemplar su propia imagen. Puede que entre los dos haya una gran distancia –que acentúa la disposición de los actores en los extremos de la tabla- o que incluso se quieran “ocultar” (de ahí que el rostro de la Marquesa quede “oscurecido” en uno de los retablos representados), o que se acechen el uno al otro en las esquinas del decorado; pero son dos seres dependientes el uno de otro que necesitan el uno del otro para existir. Varias sugerencias (espléndidas a mi entender) de Pandur lo corroboran: la Marquesa “da de comer” literalmente a su amante y se despoja de su vestimenta para estar a su lado; Valmont va tras ella como un perro en celo hasta situarse debajo de su aparato genital. Dos seres iguales, que intrigan, que en vez de decidirse a ser felices, terminan por destruirse y denigrarse: Valmont “pisotea” las flores de ella; la Marquesa “exprime” unas uvas para beber el vino de su relación; se declaran la guerra (escenificado a forma de baile); y se aniquilan (cf. la herida mortal de Valmont está simbolizado en varias sandías que al impactar contra el suelo “vierten” sangre)… Y desde el más allá reflexionan para el espectador sobre su propia experiencia. Sobre su destrucción, su dolor, su combate –feliz expresión de Portillo-...
Una historia fantasma en un tiempo indefinido. La vida hecha teatro. La manera más acertada para hablar sobre la naturaleza del amor, entendida desde su forma también más genérica. Un viaje hacia el origen de la existencia. Si en El infierno las imágenes reveladas quedaban multiplicadas una y otra vez gracias al decorado compuesto de múltiples espejos, en Barroco tres muros móviles las parcelan, modificando una y otra vez la concepción escénica del escenario. En ambas Pandur embarca a su público en un viaje hacia la destrucción, pero en esta ocasión tiene cabida en él el amor. Y rumbo hacia la nada seguirá zarpando a las entrañas de la humanidad, a las esencias del teatro.
MUJERES SOÑARON CABALLOS
Yeguas lucharon contra potros
Por Alejandro Cabranes Rubio
Los primeros minutos de Mujeres soñaron caballos, el texto de Daniel Veronese dirigido por él mismo, puede remitir si se quiere a una escena chejoviana. Rainer (Ginés García Millán), reunido con sus hermanos Iván (Celso Bugallo) y Roger (Andrés Herrera), cuenta un chiste mientras le escuchan su mujer (Ulrika: Blanca Portillo) y sus cuñadas, Bettina y Lucera, interpretadas respectivamente por Susi Sánchez y María Figueras. Es la calma que precede a la tempestad, ese momento idílico anterior al naufragio. Hay más datos que permitirían afianzar esa filiación chejoviana: el anterior trabajo de Blanca Portillo como actriz fue una bonita especulación sobre el destino de los personajes de Tres hermanas y Tio Vanya. Por si fuera poco, como en la última mencionado las armas de fuego hacen su irrupción hacia el final de la obra mencionada en último lugar.
Sin embargo, ese parentesco de Mujeres soñaron caballos se diluye por las características intrínsecas de la obra. Su enorme violencia, la incomodidad que transmiten cada uno de sus parajes, su histriónica estructura (que quizás en algún momento puntual se hace un poco excesiva: mi único reproche hacia una función, digámoslo ya, con fuerza), la negativa a que el espectador se aferre emocionalmente a un personaje; los diálogos a dos y tres bandas; la sensación de sofoco acústico y físico nos sitúan muy lejos de la delicadeza de piezas como El jardín de los cerezos. Mujeres soñaron caballos habla también de varias insatisfacciones emocionales, cierto, pero lo hace proponiendo un discurso sobre un mundo que tiende a masacrarse; en el que las personas establecen relaciones casi enfermizas y autodestructivas, de una agresividad subyugante. La soledad de Iván en su matrimonio, el fracaso vital de Rainer (simbolizado en el cierre de su negocio), la sumisión de Bettina (una mujer que se contenta con cocinar un arroz turco y en adorar a su marido por encima de todo) o la sensación de desamparo de Lucera no son contemplados como conflictos en sí mismos considerados, sino como los gérmenes de lacras mucho peores…. En un momento dado de la función Ulrika (una mujer pragmática que, huelga decirlo, también podría haber interpretado con propiedad Susi Sánchez: también Blanca Portillo hubiese bordado el papel de ésta) habla sobre la rotación de la tierra…momento en el cual casi a gatas Roger da la vuelta el escenario a la cocina: es un mundo que gira sobre sí mismo, que centrífugamente se recrea en su negritud… Un lugar donde nadie tiene tiempo para escucharse: Bettina habla sobre su vida conyugal mientras Iván (su más directo interlocutor) se dirige hacia la cocina. Un hogar en el que esa simultaneidad de acciones y conversaciones potencia esa triste realidad. Ver sino la espléndida escena en la que Rainer y Ulrika se arrejuntan un poco en la mesa; mientras Iván y Bettina se miran; y en ese momento se produce ese estallido súbito de violencia por culpa de las rivalidades… Ellos, en realidad potros amansados por sus yeguas, casi se precipitan hacia el vacío; se estrellan como bien señala metafóricamente el contenido de una de las historias que se narran en la obra. No resulta casual en ese sentido cuando se alude directamente a esa realidad Roger relinche literalmente.
Sin embargo, ese parentesco de Mujeres soñaron caballos se diluye por las características intrínsecas de la obra. Su enorme violencia, la incomodidad que transmiten cada uno de sus parajes, su histriónica estructura (que quizás en algún momento puntual se hace un poco excesiva: mi único reproche hacia una función, digámoslo ya, con fuerza), la negativa a que el espectador se aferre emocionalmente a un personaje; los diálogos a dos y tres bandas; la sensación de sofoco acústico y físico nos sitúan muy lejos de la delicadeza de piezas como El jardín de los cerezos. Mujeres soñaron caballos habla también de varias insatisfacciones emocionales, cierto, pero lo hace proponiendo un discurso sobre un mundo que tiende a masacrarse; en el que las personas establecen relaciones casi enfermizas y autodestructivas, de una agresividad subyugante. La soledad de Iván en su matrimonio, el fracaso vital de Rainer (simbolizado en el cierre de su negocio), la sumisión de Bettina (una mujer que se contenta con cocinar un arroz turco y en adorar a su marido por encima de todo) o la sensación de desamparo de Lucera no son contemplados como conflictos en sí mismos considerados, sino como los gérmenes de lacras mucho peores…. En un momento dado de la función Ulrika (una mujer pragmática que, huelga decirlo, también podría haber interpretado con propiedad Susi Sánchez: también Blanca Portillo hubiese bordado el papel de ésta) habla sobre la rotación de la tierra…momento en el cual casi a gatas Roger da la vuelta el escenario a la cocina: es un mundo que gira sobre sí mismo, que centrífugamente se recrea en su negritud… Un lugar donde nadie tiene tiempo para escucharse: Bettina habla sobre su vida conyugal mientras Iván (su más directo interlocutor) se dirige hacia la cocina. Un hogar en el que esa simultaneidad de acciones y conversaciones potencia esa triste realidad. Ver sino la espléndida escena en la que Rainer y Ulrika se arrejuntan un poco en la mesa; mientras Iván y Bettina se miran; y en ese momento se produce ese estallido súbito de violencia por culpa de las rivalidades… Ellos, en realidad potros amansados por sus yeguas, casi se precipitan hacia el vacío; se estrellan como bien señala metafóricamente el contenido de una de las historias que se narran en la obra. No resulta casual en ese sentido cuando se alude directamente a esa realidad Roger relinche literalmente.
La locura se instala en la pieza. Las colillas se apagan con saña en las paredes de las habitaciones. Los hermanos juegan a agredirse físicamente. Rainer agarra de la caballera a Ulrika. Ésta completa las frases que va a pronunciar su marido antes de que termine de hablar. Bettina golpea la mesa con la tabla de planchar para mandar callar. Los personajes salen de la escena dando portazos. Roger arroja fuertemente su balón de baloncesto contra las paredes. Los personajes están casi desquiciados, desbocados… Cabalgan hacia su propia destrucción. Y con ellos lo hace un elenco fastuoso, desde las soberbias Blanca Portillo y Susi Sánchez, pasando por la mirada apesadumbrada de Celso Bugallo y la competente labor de Andrés Herrera y María Figueras. Pero quisiera hacer una mención especial a un extraordinario Ginés García Millán, cuyo trabajo quita el aliento. Y con ellos la transición de un modelo teatral chejoviano a uno más desgarrado se hace más placentera. Si es que esa palabra se pueda usar para Mujeres soñaron caballos, una obra difícil de digerir (y por ello poco propicia para ser recomendada a toda clase de público), pero que recupera la virtud de un teatro valiente, con amplias miras sobre nuestro horror cotidiano, la esquizofrenia de nuestra existencia…
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