Una odisea en el espacio
Por Alejandro Cabranes Rubio
En La espía que me amó (The Spy Who Love Me, Lewis Gilbert, 1977) el espía británico James Bond era presentado como una reliquia que, como tal, no desencajaba en lugares dotados de reminiscencias históricas. Así mismo el villano de aquella ocasión, Kart Stromberg (Curd Jürgens), parecía inspirado en el Capitán Nemo ideado por Julio Verne al querer acabar, desde las profundidades del mar, con una civilización corrompida. Su esbirro, Tiburón (Richard Kiel), recordaba a un animal más que a un ser humano, a una máquina de matar inmune a las balas; un ser inmortal no menos primitivo que Bond.
El siguiente título de la franquicia, Moonraker (Lewis Gilbert, 1979) parece el complemento al anterior, su propia respuesta. El malvado de turno Hugo Drax (Michael Lonsdale), planea lo mismo que Stromberg en el anterior filme, pero con matices: quiere salvar a miembros de la especie “perfectos” para que se reproduzcan en el espacio. El nihilismo de Stromberg da paso a la ideología neonazi de Drax, que con su presencia proporciona un inesperado viraje a la franquicia. Si en La espía que me amó 007 era el reducto de una civilización extinguida que se paseaba entre sus ruinas, en Moonraker recupera su utilidad al viajar al mundo del futuro representado para la ocasión en la carrera espacial. Puede que el éxito de Encuentros en la tercera fase (Close Encounters of the Third Kind, Steven Spielberg, 1977) y La guerra de las galaxias (Star Wars, George Lucas, 1977) hicieren pensar al productor Albert Broccoli en aplazar la adaptación de "Solo para tus ojos" en beneficio de esta aventura que como tal nada contribuye a pincelar al personaje: sólo sirve para relacionarlo directamente con lo que en el cine estaba de moda en ese momento. El caso es que Bond deja de ser un anacronismo viviente para abrirse paso en un nuevo horizonte. De igual manera Tiburón, contratado por Drax, actúa de forma diferente que cuando estaba bajo las órdenes de Stromberg: se enamora de una chica con coletitas y gafas (que no tiene visos de sobrevivir a los planes de Drax), por lo que termina colaborando con Bond. Pero no son los únicos detalles que “replican” a lo expuesto por La espía que me amó.
La doctora Holly Goodhead (Louis Chiles) como su sucesora, Anya Amasonava (Barbara Bach) debe trabajar con Bond pese a no pertenecer a la misma organización. Pero si aquella formaba parte de la KGB –anunciando con su unión a 007 el deshielo-; Holly de la CIA, con lo que el conflicto ideológico se atenua. Si Anya era portadora de un pasado trágico –en el que intervino directamente Bond-, las relaciones entre el agente secreto británico y Holly no se ven salpicadas por el rencor y la desconfianza mutua: son, si me permite la expresión, más festivas de lo habitual.
Pues bien precisamente esa festividad es la que da al traste a Moonraker, la película más humorística –en el peor sentido- de toda la franquicia y está repleta de defectos: las escenas de acción están casi tan mal dosificadas como en El mañana nunca muere (Tomorrow Never Dies, Roger Spottiswoode, 1997); el dibujo del villano de la función resulta francamente pobre (los únicos datos de interés sobre el mismo descansa en su afición al piano y a la caza, actividades relacionadas con ese mundo pretérito que quiere reproducir en el espacio, así como su adquisición de una casa que recuerda al Palacio de Versalles); la historia de amor entre Tiburón y la chica con las coletas está rodada con tal sentido paródico que resta mucha fuerza al sacrificio final que realiza el personaje; y salvo raro ocasión no se intuye la sensación de amenaza real (siempre dentro del contexto de la saga). Bastará con evocar algunos momentos en los que ese humor evidente y ramplón restan sentido de lo atmosférico a lo que se narra: la persecución de Tiburón y 007 por los aires (que concluye con el aterrizaje forzoso del primero en un circo cuya carpa rompe con sus dientes); la entrada de Tiburón por el detector de metales de un aeropuerto (que incluye un primer plano del vigilante asustado por la dentadura que gasta el susodicho); el disparo involuntario que hace Bond con un dardo envenenado con cianuro y que da en la diana del culo de un caballo reproducido en el cuadro que preside en el despacho de su superior, M (la última aparición de Bernard Lee en la saga, por cierto); el primer plano de Tiburón al estrellarse contra una torre de control de un telesilla en el que había intentado liquidar a 007 y Holly; el duelo entre Bond y una serpiente, perjudicado por los primeros planos de las colaboradoras de Drax complacidas ante el espectáculo representado; o, sobre todo, la nefasta persecución de los esbirros de este último por los canales venecianos. Ésta última comprende un catálogo completo sobre cómo estropear un momento bien ideado: un asesino sale de un ataúd introducido en la góndola en la que navega Bond y al hacerlo recibe un dardo envenenado regresando así al interior de la caja; esta cae al agua al tropezar con un puente; un hombre al verla en el agua decide dejar el tabaco de inmediato; otra góndola se parte en dos en plena persecución (mientras el remero se hunde, una pareja se besa en la otra mitad ajena a lo sucedido); 007 sale del canal atravesando la Plaza San Marcos provocando diversas reacciones de los allí presentes, desde un hombre asombrado por los efectos del alcohol (cree que ha perdido la percepción de lo real) hasta en un camarero que sirve una botella en el traje de un cliente…
Hay otro factor más que contribuye a esa pérdida de densidad que sí tenía La espía que me amó: el trabajo tras las cámaras de Lewis Gilbert, menos inspirado que en la anterior ocasión. Aquí abusa del teleobjetivo y encima hace gala de una notable cursilería. Durante el primer encuentro sexual de Holly y 007, Gilbert inserta un plano de un espejo en el que se ve reflejado la cama donde se acostaran. Acto seguido, se traslada a las sábanas y de ahí traza una panorámica que da a una ventana donde se vislumbran los canales venecianos iluminados por la luna…
Afortunadamente no todo es malo en Moonraker. Hay secuencias de acción dignas de mencionarse en las que Gilbert sí logra transmitir esa sensación de peligro ausente en el resto de la proyección. Pienso en la que tiene lugar en una nave, en la que un asesino intenta provocar un ataque al corazón a 007. O en la que transcurre en una cacería, en la cual Bond derrumba con su fúsil a un apuntador que acecha en un árbol. O la que narra la huida de una mujer que traiciona a Drax, quien arroja sus perros hacia ella (a pesar de tener cierto empaque la secuencia, le falta un poco de la crudeza de la demostrada por Franklin J. Schaffner en Los niños del Brasil)… Pequeños momentos que por instantes palian la visión de un filme que no funciona ni como respuesta a La espía que me amó ni como comedia con intriga.
El siguiente título de la franquicia, Moonraker (Lewis Gilbert, 1979) parece el complemento al anterior, su propia respuesta. El malvado de turno Hugo Drax (Michael Lonsdale), planea lo mismo que Stromberg en el anterior filme, pero con matices: quiere salvar a miembros de la especie “perfectos” para que se reproduzcan en el espacio. El nihilismo de Stromberg da paso a la ideología neonazi de Drax, que con su presencia proporciona un inesperado viraje a la franquicia. Si en La espía que me amó 007 era el reducto de una civilización extinguida que se paseaba entre sus ruinas, en Moonraker recupera su utilidad al viajar al mundo del futuro representado para la ocasión en la carrera espacial. Puede que el éxito de Encuentros en la tercera fase (Close Encounters of the Third Kind, Steven Spielberg, 1977) y La guerra de las galaxias (Star Wars, George Lucas, 1977) hicieren pensar al productor Albert Broccoli en aplazar la adaptación de "Solo para tus ojos" en beneficio de esta aventura que como tal nada contribuye a pincelar al personaje: sólo sirve para relacionarlo directamente con lo que en el cine estaba de moda en ese momento. El caso es que Bond deja de ser un anacronismo viviente para abrirse paso en un nuevo horizonte. De igual manera Tiburón, contratado por Drax, actúa de forma diferente que cuando estaba bajo las órdenes de Stromberg: se enamora de una chica con coletitas y gafas (que no tiene visos de sobrevivir a los planes de Drax), por lo que termina colaborando con Bond. Pero no son los únicos detalles que “replican” a lo expuesto por La espía que me amó.
La doctora Holly Goodhead (Louis Chiles) como su sucesora, Anya Amasonava (Barbara Bach) debe trabajar con Bond pese a no pertenecer a la misma organización. Pero si aquella formaba parte de la KGB –anunciando con su unión a 007 el deshielo-; Holly de la CIA, con lo que el conflicto ideológico se atenua. Si Anya era portadora de un pasado trágico –en el que intervino directamente Bond-, las relaciones entre el agente secreto británico y Holly no se ven salpicadas por el rencor y la desconfianza mutua: son, si me permite la expresión, más festivas de lo habitual.
Pues bien precisamente esa festividad es la que da al traste a Moonraker, la película más humorística –en el peor sentido- de toda la franquicia y está repleta de defectos: las escenas de acción están casi tan mal dosificadas como en El mañana nunca muere (Tomorrow Never Dies, Roger Spottiswoode, 1997); el dibujo del villano de la función resulta francamente pobre (los únicos datos de interés sobre el mismo descansa en su afición al piano y a la caza, actividades relacionadas con ese mundo pretérito que quiere reproducir en el espacio, así como su adquisición de una casa que recuerda al Palacio de Versalles); la historia de amor entre Tiburón y la chica con las coletas está rodada con tal sentido paródico que resta mucha fuerza al sacrificio final que realiza el personaje; y salvo raro ocasión no se intuye la sensación de amenaza real (siempre dentro del contexto de la saga). Bastará con evocar algunos momentos en los que ese humor evidente y ramplón restan sentido de lo atmosférico a lo que se narra: la persecución de Tiburón y 007 por los aires (que concluye con el aterrizaje forzoso del primero en un circo cuya carpa rompe con sus dientes); la entrada de Tiburón por el detector de metales de un aeropuerto (que incluye un primer plano del vigilante asustado por la dentadura que gasta el susodicho); el disparo involuntario que hace Bond con un dardo envenenado con cianuro y que da en la diana del culo de un caballo reproducido en el cuadro que preside en el despacho de su superior, M (la última aparición de Bernard Lee en la saga, por cierto); el primer plano de Tiburón al estrellarse contra una torre de control de un telesilla en el que había intentado liquidar a 007 y Holly; el duelo entre Bond y una serpiente, perjudicado por los primeros planos de las colaboradoras de Drax complacidas ante el espectáculo representado; o, sobre todo, la nefasta persecución de los esbirros de este último por los canales venecianos. Ésta última comprende un catálogo completo sobre cómo estropear un momento bien ideado: un asesino sale de un ataúd introducido en la góndola en la que navega Bond y al hacerlo recibe un dardo envenenado regresando así al interior de la caja; esta cae al agua al tropezar con un puente; un hombre al verla en el agua decide dejar el tabaco de inmediato; otra góndola se parte en dos en plena persecución (mientras el remero se hunde, una pareja se besa en la otra mitad ajena a lo sucedido); 007 sale del canal atravesando la Plaza San Marcos provocando diversas reacciones de los allí presentes, desde un hombre asombrado por los efectos del alcohol (cree que ha perdido la percepción de lo real) hasta en un camarero que sirve una botella en el traje de un cliente…
Hay otro factor más que contribuye a esa pérdida de densidad que sí tenía La espía que me amó: el trabajo tras las cámaras de Lewis Gilbert, menos inspirado que en la anterior ocasión. Aquí abusa del teleobjetivo y encima hace gala de una notable cursilería. Durante el primer encuentro sexual de Holly y 007, Gilbert inserta un plano de un espejo en el que se ve reflejado la cama donde se acostaran. Acto seguido, se traslada a las sábanas y de ahí traza una panorámica que da a una ventana donde se vislumbran los canales venecianos iluminados por la luna…
Afortunadamente no todo es malo en Moonraker. Hay secuencias de acción dignas de mencionarse en las que Gilbert sí logra transmitir esa sensación de peligro ausente en el resto de la proyección. Pienso en la que tiene lugar en una nave, en la que un asesino intenta provocar un ataque al corazón a 007. O en la que transcurre en una cacería, en la cual Bond derrumba con su fúsil a un apuntador que acecha en un árbol. O la que narra la huida de una mujer que traiciona a Drax, quien arroja sus perros hacia ella (a pesar de tener cierto empaque la secuencia, le falta un poco de la crudeza de la demostrada por Franklin J. Schaffner en Los niños del Brasil)… Pequeños momentos que por instantes palian la visión de un filme que no funciona ni como respuesta a La espía que me amó ni como comedia con intriga.
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