sábado, 8 de marzo de 2008

Las montañas de la luna

LAS MONTAÑAS DE LA LUNA
Hacia el Lago Tanganica
Por Alejandro Cabranes Rubio

Las montañas de la luna (The Mountains of the Moon, Bob Rafelson, 1990) parte de una idea dramática interesante: es una aproximación introspectiva a dos personajes afines entre sí, que aman la sabana, y cuya vida sólo sirve para justificar y sostener la presencia colonialista en África. Las montañas de la luna relata la historia verídica de amistad -o dicho más claramente la historia de atracción amorosa- entre Richard Burton (Patrick Bergin) y John Speke (Iain Glenn) durante sus dos exploraciones por el continente negro en busca de las fuentes del Nilo. Ambos hombres representan, a primera instancia, dos formas de concebir la vida: el idealismo de Burton contrasta vivamente con el pragmatismo de Speke. La curiosidad de quien considera que Europa puede aprender de los pueblos africanos frente a la postura de quien sólo desea aumentar la gloria de un Imperio. La primera expedición, planteada prematuramente, acaba con la insubordinación y el ataque de las tribus nativas; y la siguiente con el descubrimiento del Lago Victoria y el Lago Tanganica. En la primera ese respeto mutuo entre Speke y Burton queda consolidado y en la segunda se produce una fisura entre ambos. Burton desconfía del hecho de que el Lago Tanganica alimente las aguas del río más caudaloso del mundo. Por su parte, Speke, manipulado por un editor que le enemista con su compañero, celebra varias conferencias en la Sociedad Geográfica de Londres, impulsando el colonialismo británico.
Si la película obtiene cierto interés ello se debe a dos factores: a) la relación homosexual entre Burton y Speke es esbozada de forma tímida por el guión y curiosamente esa corrección política, como veremos después, le otorga un mayor poder de sugerencia, b) el desarrollo de ambos personajes está matizado a través de una serie de escenas significativas. Rafelson logra desde los primeros minutos transmitir cierta imagen concreta de sus dos protagonistas: el mujeriego Burton y el solitario Speke son hombres de pensamiento y proceder distinto. Al tropezarse con una familia de leones, Burton prefiere espantar al león, mientras que Speke dispara con su rifle contra la leona. Ello no impide que ambos sean igualmente obstinados y cuando la ocasión lo requiere bastante prácticos. Cuando se introduce un insecto en la oreja de Speke éste no duda en destrozarse el tímpano de la misma manera que Burton tampoco se piensa dos veces el rajarse la pierna para salvar su vida. Incluso se contagian en su forma de pensar: son apresados por una tribu y Speke consigue permiso para partir hacia el Tanganica. Si Speke regresa entusiasmado de su expedición y quiere prolongarla, Burton -ante la llegada del Monzón- prefiere volver a Inglaterra, totalmente traumatizado por su experiencia con la tribu: ahora es Richard el realista y John el soñador. Burton se refugia en su mujer, dudando de la veracidad del descubrimiento de John, y Speke será engañado y manipulado para debatir en público con su amigo: cuando comprende su error, la mujer de Richard se entrevista con él y su culpabilidad se agudiza. Compungido por el encuentro con Isabel, John vuelve a casa en su carruaje. A pesar de que el cochero no para de hablar, Rafelson mantiene un primer plano de Speke, advirtiendo al espectador que éste ha decidido quitarse la vida. De acuerdo con esa gravedad estilística, el realizador filma el suicidio con un espléndido plano general que incide en el carácter calculador (y frío) con el que Speeke decide matarse.

Pero si Rafelson saca partido de los conflictos dramáticos, no es menos cierto que la visualización del viaje no tiene desperdicio: los encadenados que muestran a la exploración avanzando hacia el interior transmiten ese mismo efecto fascinador que sienten tanto Speke como Burton por su empresa; el empleo de la profundidad de campo en la escena en la que varios nativos roban en la tienda de Speke reafirma visualmente la impotencia del militar ante el hurto así como su desesperanza ante la carestía y la falta de hombres. Una desazón que también se apodera en el momento en el que Speke llega al Lago Tanganica mientras al mismo tiempo -a través de un efectivo sentido del montaje- Rafelson muestra las calamidades que sufre Burton en su estancia con la tribu: el contraste entre las ganas de emprendimiento y la pérdida de inocencia de los dos viajeros reporta a Las montañas de la luna una considerable dosis de densidad que no le impide al realizador insuflar emoción a la historia cuando ésta la requiere. Me refiero sobre todo a la magnífica elipsis que nos ahorra una conferencia de Speke (y que refuerza la ruptura entre los dos amigos) y a lo bien dosificado que está el proceso de afecto mutuo entre los personajes en cuatro fases.. En la primera, Speke encuentra a Burton rodeado de mujeres y su pose turbada evidencia sus celos: Rafelson saca notable partido de la mirada de Ian Glenn, sin tener que prolongar la escena más allá de lo necesario. En la segunda, Burton se raja las piernas, y un travelling sensitivo encuadra a Speke besando en la boca a Burton. En la tercera, Burton en plena conferencia le llega la noticia del suicidio de John y le cuesta proseguir: el provecho de la gestualidad de los actores aquí es particularmente brillante. Y en la cuarta cuando Richard, en presencia de su mujer Isabel (Fiona Shaw), modela el rostro de arcilla que la familia de Speke, una vez muerto, le ha encargado a un escultor. Poco importa que John tuviese razón en su hipótesis: la Corona ha encontrado nuevas coartadas para explotar el continente negro y por el camino ha destrozado la vida de dos de sus hombres.



El trabajo de Rafelson da consistencia fílmica a esta denuncia. La película se beneficia, sin duda, de una atonalidad que le impide caer en terrenos discursivos. Comparen, por ejemplo, el descubrimiento del Lago Victoria por parte de Burton y Speke con la llegada, filmada al ralentí, de Cristóbal Colón a San Salvador en 1492: la conquista del paraíso, y se harán una idea de que estoy hablando. Esa neutralidad atmosférica imprime fuerza a los momentos más físicos de la historia y la notable crudeza de las escenas de la primera exploración, la cual, decíamos líneas atrás, se saldó con el ataque de las tribus contra los dos aventureros. Sin necesidades de subrayados, el espectador siente, en parte gracias a la magnífica fotografía de Roger Deakins, que las heridas producidas por los nativos deben doler y que efectivamente los personajes padecen el calor del sol abrasador. Al respecto, destacar los primeros planos de los brazos de Speeke y que tanto expresan sobre su esfuerzo físico y sus ansías de dominar el medio fisco sin caer en subrayados innecesarios.

A pesar de todas estas consideraciones y de la garra que en general preside la función, Las montañas de la luna no es una obra maestra. Comparto con José María Latorre (Dirigido por, Nº260, p. 66, 1997), esa sensación de que en el viaje falta algo de progresión dramática, aunque está compensada por los aciertos ya comentados, y le doy la razón cuando critica la falta de verosimilitud fílmica -además de histórica, aunque esto no es importante- del personaje de Isabel, ultra-católica, quien difícilmente puede protagonizar escenas tan carnales y sensuales como en la que hace el amor con su marido: esa apuesta por el romanticismo mal entendido resta interés a una película, en mi opinión, que quizás se resienta un poco de su estructura episódica. A pesar de todo ello, Las montañas de la luna es una película bastante notable y preferible a otros títulos más prestigiosos de Rafelson.

Texto escrito en 2003.

No hay comentarios: