Los vivos y los muertos
Por Alejandro Cabranes Rubio
Cuando Roman Polanski estrenó su espléndida adaptación de Oliver Twist (2005), bastantes cronistas pusieron de relieve los paralelismos existentes entre el director y el protagonista de su película: el primero un niño que en su momento deambuló por una Europa dominada por los nazis; el segundo un huérfano que tenía que sobrevivir en un Londres hostil. Con ello se demostraba algo: el cine literario bien entendido puede ser una manifestación muy personal de aquel que lo realiza. Ahora bien, ¿hace falta tener un apellido como el de Polanski para que a alguien lo tome en serio como género? Es cierto que muchas incursiones en el universo literario de Charles Dickens carecen de vida en la pantalla, aunque cuenten con unos buenos diseños de producción e intérpretes adecuados. La leyenda de Nicholas Nickleby (Nicholas Nickleby, 2002, Douglas McGrath), a pesar de contar una candidatura al Globo de Oro a la mejor película y de que comparte la misma compositora (Rachel Portman) que Polanski, pasó bastante desapercibida al menos en España, y ello en virtud a tres razones: una horrenda distribución, su temática (ya saben: Dickens está muy visto), el escaso aprecio que existía entonces hacia Douglas McGrath (pese a colaborar en el extraordinario guión de Balas sobre Broadway: se me olvidaba para la mayoría de los mortales todos los méritos de este se deben atribuir sólo a Woody Allen). Craso error: La leyenda de Nicholas Nickleby atesoraba bastante más méritos cinematográficos que un 80% de los estrenos de aquel año e incluso de muchos filmes actuales considerados “más originales” (perdón por repetirme, pero Juno me parece un caso significativo en ese sentido). De acuerdo que La leyenda de Nicholas Nickleby no vaya a cambiar el lenguaje cinematográfico tal y como lo conocemos, y que no sea la obra maestra que sí es su más ilustre predecesora, Vida y aventuras de Nicholas Nickleby (Nicholas Nickleby, Alberto Cavalcanti, 1947); pero a la vista de sus resultados se debe considerar algo más que una “aplicada” adaptación situado en un terreno artístico más allá de la corrección: La leyenda de Nicholas Nickleby se erige en una notable muestra de cine literario.
La leyenda de Nicholas Nickleby destaca por reunir las mismas cualidades que el posterior filme de McGrath como director, Historia de un crimen (Infamous, 2006): ofrece un duro retrato sobre una sociedad opresora, soportada sobre ruinas morales de distintas clases que se subyugan entre sí, y en el que el recuerdo de la gente ya fallecida pesa sobre la idiosincrasia actual de las personas. Hay diferencias, Nicholas Nickleby (Charlie Hunnam) como buen héroe de Dickens terminó convirtiéndose en protagonista de su propia vida mientras que el Truman Capote (Toby Jones) de Historia de un crimen no pudo superar el pasado. Ambas películas tienen otro punto de conexión: Nickleby y Capote toman conciencia de su propio entorno de tal manera que las dos filmes apuntan ciertos discursos sobre la relación entre el individuo y la colectividad. En otras palabras, La leyenda de Nicholas Nickleby e Historia de un crimen asientan su dramaturgia en una combinación de pinceladas intimistas y visiones panorámicas en las cuales éstas quedan insertadas. Y lo hacen mediante una planificación clásica, pero muy expresiva.
Ese clasicismo bien asumido permite entender la psicología de Nicholas, un joven que por recomendación de su tío Ralph (Christopher Plummer) da a parar a la ¿escuela? regentada por Mr. Wackford Squeers y su mujer (Jim Broadbent y Juliet Stevenson, respectivamente) en la que imparte clase a la vez que se convierte en testigo de los abusos cometidos contra los niños que allí son ¿educados? y contra el inválido Smike (Jamie Bell), al que ayuda a huir del lugar. Con él entra en la compañía de teatro del señor Crummles (Nathan Lane), en la que traba conocimiento sobre la personalidad de su protector: un ser tan generoso, como déspota a la hora de dirigir a sus actores, como atestigua uno de ellos, Mr. Foliar (Alan Cumming). La revelación de un secreto que vincula a Nicholas con Smike concluye un proceso de aprendizaje vital que coincide con la llegada de un empleo digno como secretario que le proporciona Charles Cheeryble (Timothy Spall). La llegada a nuevos decorados precipita a Nicholas en su propia encrucijada vital, atentando a veces contra sus principios pacíficos (propinando una paliza merecida a Squeers), y convirtiéndose en héroe de su propia vida a pesar de las pérdidas humanas que sufra en el camino y las injusticias que ve a su alrededor.
Ese sabor agridulce de la trama –que no se hace en absoluto almibarado- se traduce una estrategia fílmica en virtud de la cual la forma de retratar las calles y casas de Londres así como del resto de la geografía en la que se tiene lugar la acción se corresponde con la adopción de una mirada. Ese gusto por lo decorativo –y que demuestra cuánto ha aprendido MacGrath desde los tiempos en los que rodó Emma- va impregnando el estado de ánimo del espectador: las vitrinas de las funerarios; los insertos de animales disecados o troceados que tanto dicen de “la naturaleza muerta” de todo aquello que cae en las manos de Ralph Nickleby; el inserto de unas cartas que ojea Smike y que revelan su ansia de libertad; el plano en el que éste queda encuadrado tras la barandilla de una escalera (enjaulándole en el plano: advirtiendo al espectador de que meterá a Nicholas en una encerrona); el travelling que describe el sueño de los alumnos de Nicholas metidos en ataúdes insinúa que el carácter fantasmagórico de unos niños “fallecidos en vida” (en la estancia de tan tétrico dormitorio se realza con letras mayúsculas la resignación como virtud); el plano que relaciona a Smike (aún niño) con una pared donde está escrito el lema educativo de la escuela basado en el terror y que compunge más al muchacho; el otro travelling que sigue a Squeers impartiendo clase en la penumbra y que tanto dice de la oscuridad moral del susodicho; el plano que sitúa a Smike y Nicholas en primer término del encuadre mientras en el último se ve las tablas y que tanto dicen de la fascinación (y difícil adaptación) de ambos personajes a su nuevo medio de vida.
La integración de ese paisaje con los individuos que habitan en él proporciona a la película un aire un tanto descreído donde caben siempre una dosis de escepticismo, y que se materializa en contrapuntos dramáticos dignos de alabanza: el plano que muestra al secretario de Ralph, Newman (Tom Courtnay), bebiendo un frasco mientras su señor en teoría soluciona la vida a Nicholas; el encuadre en el que vemos a un amigo de Ralph, Sr. Mulberry (Edward Fox), esperando al susodicho mientras en teoría éste disculpa su comportamiento hacia la hermana de Nicholas, Kate (Romola Garai); el plano en el que atisbamos a un hombre que sabe mucho del pasado de Smike mientras este reposa sobre la hierba; la mirada celosa de Smike cuando comprende que Kate se ha fijado en otro hombre; la canción que entona un mendigo sobre la prosperidad y que se contrapone a la mirada de Ralph asumiendo sus errores…
La doblez de la mirada a veces se concreta en planos tan sarcásticos como el travelling que se va prolongando a medida de que Squeers y su mujer exageran la paliza que le propinó Nicholas (cuanto más mentiras sueltan, más se alarga el movimiento de cámaras); sin impedir que penetre cierta delicadeza expositiva en la trama: el parto de Smike tras una delicada gasa (y que tanto dice sobre su clandestinidad); la fuga mental –breve y concisa- en la que Smike revoca el travelling de retroceso con el que se filma la boda de Ralph (sugiriendo que esta se realiza “a espaldas” de sus familiares). Probablemente la parte final de la película carezca de la densidad de la versión de Cavalcanti, pero no por ello hay que dejar de aplaudir cierto sentido de la observación (cf. el travelling que muestra cómo Squeers da de beber a unos niños para a continuación tragarse él la mayoría de la jarra; los planos contra planos, en absoluto mecánicos, que da muestra del esfuerzo de Kate por enfrentarse a su tío) ; la simetría de algunos encuadres (cf. el plano en el que Smike habla a Nicholas sobre el amor seguido de la aparición de su futura mujer en un extremo del fotograma que viene a cubrir "el vacio de Nicholas); y del detalle doloroso (cf. el picado con el que se filma a Smike atrapado por la señora Squeers; el travelling de retroceso que sugiere el abandono que sufrió Smike de pequeño) que proporcionan cierto sentido de lo atmosférico a un filme, beneficiado por un labor de reparto muy equilibrado (hasta Anne Hathaway aparece muy correcta) en el que acaso conviene destacar los trabajos admirables de Tom Courtnay, Christopher Plummer, Jim Broadbent, Juliet Stevenson, Jamie Bell, Timothy Spall y Edward Fox. Gracias a ello La leyenda de Nicholas Nickleby se convierte en una bella alegoría sobre cómo las alegrías de la vida nacen de una experiencia dolorosa que forman parte de la identidad de las personas, y cómo la fraternidad y el amor no son sino el fruto del reconocimiento mutua de las miserias vitales contra las que se lucha desde una unión. No deja de ser pues una declaración de sentido que el último plano de la película consista en un encuadre dominado por una lápida y que deja ver la celebración de una boda metros más abajo. La vida se sigue celebrando, pero siempre desde el recuerdo a los seres queridos que nos dejaron.
1 comentario:
Nada se dice sobre que paso con los niños huerfanos de la escuela...¿Continuaron los maltratos, asi como los vivio Smike??
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