domingo, 24 de febrero de 2008

Sonrisas y lágrimas

SONRISAS Y LÁGRIMAS
El sonido de la música
Por Alejandro Cabranes Rubio

Cuando la Baronesa María Von Trapp se enteró de que Julie Andrews la interpretaría en la película Sonrisas y lágrimas (The Sound of Music, 1965) desaprobó la elección debido al hecho de que la actriz había ridiculizado su historia junto a Carol Burnett en un show un par de años antes. Desde luego su historia vital no sería risible, pero su traslación en pantalla podría provocar carcajadas de pura relamida. Una institutriz, que abandona el convento donde permanecía como novicia, se encarga de los hijos de un viudo, el Capitán Von Trapp (Christopher Plumer), prometido con otra baronesa (Elsa: Eleanor Parker) cuyo compromiso se deshace al quedarse prendado el Capitán de la niñera… Para completar el guiso, una hija del capitán (Liesl: Charmian Carr) dejará atrás su adolescencia cuando su novio Rolfe (Daniel Truhitte) colabore con los nazis en la anexión de Austria, obligando a la familia Trapp a atravesar las montañas y ponerse a salvo en Suiza. Sea como fuera, Andrews ofreció el reverso de su imagen en la adaptación hollywoodiense al alzarse con el papel, obteniendo un éxito inaudito. Sonrisas y lágrimas es una oda a la institución familiar, unida por las canciones, y que –rescatando la afortunada expresión de Tomás Fernández Valentí- mira al pasado cinematográfico del país, ajena a las convulsiones sociales del mismo. Si a ello le unimos un enfoque edulcorado, sazonado con sacarina, no es de extrañar que provoque airadas divisiones entre el público: para muchos la cinta es detestable (no se ajusta a eso que se llama “el cine de verdad”, terminología que suele aplicar tanto a magníficas películas como Las hermanas de la Magdalena como a malos títulos cuyas tesis sólo impresionan por su impacto emocional, que no por su rigor fílmico), para otras una delicia que hace olvidar los problemas, como sin duda lo hizo con la sociedad estadounidense, aún traumatizada por el magnicidio de Dallas. Debo confesar que mi postura está a caballo entre las otras dos: por un lado entiendo y comparto los motivos de rechazo (a los que se suma cierto desequilibrio en su estructura: algo que queda patente en alguna escena obvia como en la que Elsa demuestra su incapacidad para jugar con los hijos del Capitán), pero por otro debo reconocer que Sonrisas y lágrimas guarda un ejemplar equilibrio entre imagen e ideas (por mucho que éstas no figuren entre mis preferencias), entre música y cine, logrando un resultado cuya armonía hace perdonar no poco su extrema cursilería.
Lejos del estilo de la anterior película musical de Wise, Sonrisas y lágrimas supera en muchos niveles a West Side Story, que a pesar de contar con mejores canciones y coreografías resulta mucho peor filme por varios motivos: esas coreografías eran demasiado dilatadas, los modos visuales muy enfáticos; las secuencias se alargaban mucho más de lo que debían, y encima usaban al pobre Shakespeare como coartada cultural para hablar de la disgregación y la rebeldía de la juventud, esta último captada con más precisión por Franco Zeffireli en su bellísima Romeo y Julieta (1968). Parte de los méritos de Sonrisas y lágrimas residen en su concepción de los números musicales (en el que los personajes cantan para sí mismos), su sentido del encuadre, y su manera de afianzar el carácter circular de la historia –el filme se abre y cierra en las montañas- y las transformaciones de los protagonistas mediante la música. A riesgo de parecer exhaustivo, cada una de las canciones –y su correspondiente visualización en pantalla- merece un comentario detallado.

Do Re Mi, la célebre canción con la que María enseña a cantar a los niños, suena dos veces en el metraje. En la primera ocasión, la cámara muestra a la institutriz pasear por varios lugares: el aprendizaje queda vinculado a la conquista de los espacios de la ciudad, ya sea una carretera en la que montan en bici mientras cantan (aquí hay un excelente apunte de puesta en escena: el travelling que relaciona a la prole Von Trapp con una barca que navega paralelamente a ellos, ahondado en la idea de un mundo en movimiento, a punto de expandir sus miras), las calles de Viena y los jardines de la casa del capitán, cuya verja atraviesan simbólicamente. Al final de la película, cuando la familia se ve obligada a participar en un concurso de canto para llevar a cabo su huida entonan Do re mi: una panorámica indica que son vigilados mientras permanecen en el escenario, contraponiendo ese momento con la libertad que antes gozaban, sin limitaciones de decorados…

Sixteen Going on Seventeen expresa la ilusión de Liesl por hacerse mayor y la candidez de su romance con Rolfe. Ambos recorren el templete situado en los jardines de la mansión Von Trapp, en el fondo representando el camino circular hacia el viaje a la madurez… Hay de nuevo un apunte digno de mención destacable, a pesar de resultar evidente: la lluvia que se superpone en ocasiones a las voces de Liesl y Rolfe, anunciando el futuro de su relación. Cuando Rolfe rompa con ella para centrarse en su carrera militar, Liesl se sincera con María, retomando la letra… En esta ocasión un simple plano fijo que la encuadra sin moverse basta para certificar la llegada real a la madurez, en contraposición a su noche romántica con Rolfe.

Hay un ejemplo todavía más refinado. Edelweiss es una oda a la nación austriaca, vinculada al rechazo al anschluss que siente el capitán. Los primeros planos de este cantándola dicen muchísimo sobre la intimidad que emana para él tal actividad. Pero hay más. Cuando las estrofas evocan a una tierra que florece y crece, la planificación se interrumpe y se abre paso un plano general de la familia: son los herederos de la patria; la expansión directa de su forma de pensar, el orgullo que forma parte de su ser; la proyección personal de su existencia. Pertenecen a una nueva generación que también crecerá y a la que se debe cantar: de ahí que integre visualmente a sus descendientes mientras acomete cada estrofa. Puede que su mirada acrítica hacia la institución familiar repele por su extrema blandura, pero hay que reconocer que hay pocas ocasiones que ese amor tan incondicional esté expresado de forma tan cinematográfica. La segunda ocasión tiene lugar en el concierto: de nuevo resuelve Wise buena parte del número con ese primer plano, pero otra vez lo hace para decir que el capitán se despide de todos los ciudadanos y de su patria: estos se emocionan y los contraplanos del público ratifican que esa nación crece, permanece unida, y disfrutan para sí de una rara comunión vital, propia de un sentimiento anímico peculiar que la película hace contagioso. Una última noche antes de que estallase la guerra. Un adiós.

Precisamente uno de los temas más conocidos de la cinta se titula So Long, Farewell. La primera vez se oye al final de una fiesta en los niños se despiden de los asistentes en mitad de un ambiente jocoso. La segunda ocasión que la cantan es a término del concierto: la ausencia de contraplanos del público vuelve a insinuar que sobre todo se despiden de toda una época… De ahí que los travellings laterales que muestran cómo uno a uno los miembros de la familia desaparecen del escenario tengan cierto carácter melancólico, muy similar al de la panorámica que encuadra a María cuando se despide de la Abadía de Salizsbury…

También My favorite things se escucha dos veces: en la primera ocasión María se hace con sus futuros hijastros entonándola; en la segunda ocasión son ellos los que se han ganado a María: ellos evocan su recuerdo cuando María abandona la casa –al comprender que se ha interpuesto entre Elsa y el Capitán- y la voz de esta –cuando por fin decide regresar- se une a la suya fuera de campo… Hay excepciones como The Lonely Goather, un número con titeres, que exalta la alegria de la familia Trapp, y con los que Wise rinde un sentido homenaje a esa forma de arte. Pero el tono general de los números musicales lleva marcado una pauta reconocible.

Esa circularidad con la que se concibe los aspectos musicales se traspasa a la propia puesta en escena. La panorámica ascendente que exalta la alegría de las campanas de una iglesia al casarse en ella María y el capitán es replicada acto seguido por una descendente que relaciona ese campanario con la plaza de la ciudad, donde las esvásticas nazis informan sobre la anexión. El inserto de una bandera austriaca en la casa de Von Trapp no sólo configura el clima de conflictividad previo al anschluss, sino que además ejercerá de contrapunto al momento en el que el capitán destroza la bandera nazi que se encuentra en su portal cuando regresa del viaje de novios… El plano de María -mojada por el agua- cerca del embarcadero (cuyas estatuas refuerzan el poder del Capitán y se convierten en el complemento visual perfecto a la bronca que recibe María por malcriar a sus hijos) en otro momento dado de la película se repetirá, pero esta ocasión ese embarcadero evocará sensaciones en el capitán: al vincular el decorado con la institutriz, la visión del mismo basta para expresar ese sentimiento amoroso. Me he dejado para el final los que constituyen a mi juicio dos de los tres mejores momentos de la película: la primera vez que María entra en la casa y cuando la abandona. En la primera ocasión, la cámara se sitúa desde el interior del hogar, que parece observarla, causando una profunda impresión en la niñera. En la segunda vez, un hermoso travelling de retroceso que va de la puerta a ese salón donde todavía se escucha la música que de alguna manera María ha traído a la mansión reincide en esa idea, pero la matiza: el movimiento de cámara indica que ya el decorado está integrado el personaje, dejando transpirar cierta melancolía…

No quisiera concluir esta reseña sin enumerar algunos momentos más dignos de mención: la aparición fantasmal del capitán en una estancia abandonada de la casa (ejemplarmente ejecutada por Wise); el baile entre Von Trapp y María cuya planificación abierta se va cerrando a medida que los dos personajes toman conciencia de sus sentimientos del uno hacia el otro para evidente incomodidad de María y de la Baronesa Elsa (magnífica Eleanor Parker); la secuencia en la que María renuncia a su vida con los Von Trapp –en la que la presencia en segundo término del encuadre de un cristo crucificado subraya su intención de acogerse a los votos e incluso, con perdón de los católicos, equiparando el sacrificio de éste con el de la niñera-; la pedida de matrimonio del Capitán a María –mientras sus siluetas queden oscurecidas-; el encontronazo de la familia Trapp con el hombre que les conducirá forzosamente al concurso para después obligar al Capitán a incorporarse a los servicios navales nazis –repleta de un digno sentido de lo atmosférico, sacando notable provecho de las miradas y gestos de los actores, todos soberbios, en especial Christopher Plummer-; y por encima de todos aquel en que la familia se esconde en el convento donde pertenecía María. El empleo de las linternas aquí está mucho mejor dosificado que en West Side Story tras el asesinato de Bernardo (George Chakiris) y logran proyectar un miedo real sobre los personajes que son perseguidos. El enfrentamiento entre el Capitán y Rolfe es el tercer mejor momento del filme: el travelling que avanza hacia el segundo insinúa la indecisión del muchacho, sobrepasado por las circunstancias: el plano fijo en el que vemos al Capitán arrebatarle su pistola de las manos subraya la fortaleza de espíritu de este frente a la debilidad del muchacho.

Puede que Sonrisas y lágrimas no sea más que una historia empalagosa, cursi, pero está contada con tal firmeza y convicción (incluida la que demuestran intérpretes como Peggy Wood y Richard Hayden) que hacen olvidar todas aquellas cosas que la propia Andrews (por cierto muy sobria aquí: francamente no entiendo a quienes la descubrieron en Víctor o Victoria: ya era una actriz competente desde hace tiempo) parodió con Carol Burnett años atrás.

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