La libertad en el cautiverio
Por Alejandro Cabranes Rubio
Siete años después de que Julian Schnabel rodara la horrorosa Antes que anochezca (Before the Night falls, 2000), vuelve a reincidir en La escafandra y la mariposa (Le Scaphandre et le papillon, 2007) que toma prestado una figura real (allí Reinaldo Arenas, ahora Jean Dominique Bauby) para trazar otra alegoría sobre cómo en determinadas situaciones de cautiverio se pueden encontrar vías para obtener ciertas parcelas de libertad, conquistadas a través del poder de la imaginación y del arte. En aquella vez ese “cautiverio” quedaba asociado al sistema castrista y el SIDA, mientras que aquí Bauby es prisionero de su cuerpo, inutilizado tras sufrir un infarto. Hermanadas temáticamente, La escafandra y la mariposa y Antes que anochezca comparten cierta pretensión en quebrantar el clasicismo narrativo. Ni la intrusión como productora de la socia de Steven Spielberg, Kathleen Kennedy –cuya gestión se traduce en la contratación del magnífico fotógrafo Janusz Kaminski y de los espléndidos Mathieu Amalric y Max Von Sydow, vistos respectivamente en Munich y Minority Report- ni el concurso de Ronald Harwood (responsable del extraordinario libreto de Viento en las velas, y el no menos espléndido guión del Oliver Twist de Roman Polanski), le han hecho perder su carácter heterodoxo en la industria. Por mucho que la presencia de Kennedy y de Polanski (a través de Harwood y la interpretación de Emmanuel Seigner en el papel de la madre de los hijos de Bauby, Céline) indiquen que de cierta manera Schnabel ha sido absorbido por la cultura oficial –hasta el punto de recibir cuatro candidaturas a los Oscar el y Globo de Oro al mejor director-, ello no sólo quiere decir que este haya perdido su personalidad, sino que –por el contrario de otras situaciones similares- esta se haya desarrollado aún más: La escafandra y la mariposa rebosa equilibrio entre fondo y forma allá donde Antes que anochezca presentaba graves incongruencias narrativas, palpables en diversas elecciones formales que se atropellaban entre sí (1). En otras palabras, esas elecciones formales no asumidas –una cosa es la pretensión de aplicar una estética concreta y otra bien distinta es su lógica ejecución en instantes concretos- han dado paso aquí a un trabajo muy meditado que permite desarrollar un agudo discurso sobre el poder de la mirada en la sociedad contemporánea a pesar de las zonas de invisibilidad que la limitan.
La puesta en escena pivota de esta manera sobre la idea de una mirada condicionada. Cuando Bauby despierta del coma, una serie de enfoques y desenfoques sugieren la falta de estabilidad del paciente, quien ve “todo borroso” (Kaminski potencia el blanco en la paleta de colores de acuerdo a esa situación): la cámara parece despertarse con el protagonista. No deja ser coherente que tanto en dicha secuencia como en la que le cierran un ojo inútil la lente escogida sea la de ojo de pez, y que dramáticamente sugiere que todas las cosas que se ven en pantalla sólo las percibimos por la acción ocular del protagonista. Las dificultades de esa empresa para Bauby se traducen en un sustancioso trabajo con la apertura y cierre del iris de la cámara; ya sea para insinuar cómo se va cerrando el ojo que están cosiendo; cómo el ojo sano parpadea para poder comunicarse (Bauby con sus guiños “selecciona” las letras del abecedario que necesita para componer palabras); o cómo dispone de una visibilidad parcelada, como cuando un amigo le incrusta un gorro que le tapa parte de la retina, momento en el cual el iris de la cámara significativamente permanece medio abierto. En un mismo opera la vulneración de las distancias focales y que da lugar a tres secuencias particularmente destacables: a) la desaparición del doctor del ángulo de visión de Bauby queda expresado a través de un inteligente empleo del fuera de campo que concluye en el mismo momento en el que el doctor vuelve a situarse frente al enfermo; b) la sensación de pesadez y aburrimiento que transmite ese momento en el que una de las cuidadoras vuelve a darle instrucciones (la violación de la distancia focal expresa visualmente la sensación de que la logopeda “está encima de él”); c) el plano en el que un espejo ocupa la mitad del encuadre mientras Bauby intenta recuperar la movilidad de la lengua: la composición del encuadre indica que “está partido” moralmente.
Si ese juego visual –dramáticamente coherente- en torno a la distancias focales y el iris de la cámara brilla a gran altura y está plenamente justificado, no se queda atrás el inteligente empleo del sonido y gracias al cual el espectador logra distinguir los pensamientos de Bauby y su incapacidad para hablar. De esa forma cuando recibe la primera visita de su médico, el enfermo piensa que le ha contestado con su propia voz, cuando en realidad ese sonido proviene del interior de su mente. Hay ejemplos más refinados aún: cuando un amigo le visita, la voz de éste queda amortiguada en la pista del sonido en la cual se superpone la del protagonista porque este no quiere oír nada; y hacia el final cuando logra tararear una canción se escucha simultáneamente su débil gemido y su voz en su estado normal (que es la que escucha en el fondo de su mente: para Bauby es cómo si hubiese recuperado el habla).
La puesta en escena pivota de esta manera sobre la idea de una mirada condicionada. Cuando Bauby despierta del coma, una serie de enfoques y desenfoques sugieren la falta de estabilidad del paciente, quien ve “todo borroso” (Kaminski potencia el blanco en la paleta de colores de acuerdo a esa situación): la cámara parece despertarse con el protagonista. No deja ser coherente que tanto en dicha secuencia como en la que le cierran un ojo inútil la lente escogida sea la de ojo de pez, y que dramáticamente sugiere que todas las cosas que se ven en pantalla sólo las percibimos por la acción ocular del protagonista. Las dificultades de esa empresa para Bauby se traducen en un sustancioso trabajo con la apertura y cierre del iris de la cámara; ya sea para insinuar cómo se va cerrando el ojo que están cosiendo; cómo el ojo sano parpadea para poder comunicarse (Bauby con sus guiños “selecciona” las letras del abecedario que necesita para componer palabras); o cómo dispone de una visibilidad parcelada, como cuando un amigo le incrusta un gorro que le tapa parte de la retina, momento en el cual el iris de la cámara significativamente permanece medio abierto. En un mismo opera la vulneración de las distancias focales y que da lugar a tres secuencias particularmente destacables: a) la desaparición del doctor del ángulo de visión de Bauby queda expresado a través de un inteligente empleo del fuera de campo que concluye en el mismo momento en el que el doctor vuelve a situarse frente al enfermo; b) la sensación de pesadez y aburrimiento que transmite ese momento en el que una de las cuidadoras vuelve a darle instrucciones (la violación de la distancia focal expresa visualmente la sensación de que la logopeda “está encima de él”); c) el plano en el que un espejo ocupa la mitad del encuadre mientras Bauby intenta recuperar la movilidad de la lengua: la composición del encuadre indica que “está partido” moralmente.
Si ese juego visual –dramáticamente coherente- en torno a la distancias focales y el iris de la cámara brilla a gran altura y está plenamente justificado, no se queda atrás el inteligente empleo del sonido y gracias al cual el espectador logra distinguir los pensamientos de Bauby y su incapacidad para hablar. De esa forma cuando recibe la primera visita de su médico, el enfermo piensa que le ha contestado con su propia voz, cuando en realidad ese sonido proviene del interior de su mente. Hay ejemplos más refinados aún: cuando un amigo le visita, la voz de éste queda amortiguada en la pista del sonido en la cual se superpone la del protagonista porque este no quiere oír nada; y hacia el final cuando logra tararear una canción se escucha simultáneamente su débil gemido y su voz en su estado normal (que es la que escucha en el fondo de su mente: para Bauby es cómo si hubiese recuperado el habla).
De la misma forma que esas pequeñas transgresiones con el lenguaje narrativo convencional informan sobre la precariedad de su situación; aquellas secuencias “más clásicas” están o bien relacionadas con su pasado o bien con la necesidad de “recuperación” e integración del personaje; en todo caso con su normalidad. El primer plano general de la película coincide no por casualidad con la intención de Bauby de no quejarse más. Las panorámicas hacia las fotografías de su habitación en el hospital sugieren no sólo la recuperación de la movilidad del cuello, sino su deseo de huir de las instrucciones de la enfermera. El travelling hacia el rostro de la secretaria a la cual va a dictar un libro mediante guiños se entiende como síntoma de la complicidad que se establece entre ambos, cómo se van “captando”. El primer plano de un auricular del teléfono –y que no corresponde a su campo de visión- es sobre todo una fuga mental que nos advierte sobre la necesidad de querer escuchar a la persona que se encuentra al otro lado del aparato. La panorámica que relaciona el cuerpo de Bauby con la playa insinúa la sensación de serenidad que experimenta cuando puede volver a disfrutar de la compañía de sus hijos. El inserto de la televisión en cuya pantalla se puede leer la palabra “Danger” sugiere que la pequeña pantalla puede ser un peligro cuando hay una mala programación. La recuperación de los tropos más elementales conlleva la conquista de esa libertad, de la normalidad.
Los apuntes sobre esa parcialidad de la mirada, y sobre cómo el cine en sí mismo es un arte condicionado por esa misma pérdida del campo visual y que por ello procura “estabilizar” las imágenes que proyecta a través de unos encuadres más sostenidos, actúan de antesala al discurso contenido ya en el título de la película. La escafandra de buzo que aísla a Bauby del resto del mundo y lo deja nadando sólo, prisionero de su propio cuerpo, se opone a la libertad del vuelo de una mariposa cuya existencia se debe al poder de la imaginación del personaje. Este había equiparado visualmente su enfermedad (el síndrome del cautiverio) con la imagen de unas roscas despeñándose y rompiéndose; visión precedida por el travelling en el cual vemos cómo Bauby se ve reflejado en las estancias del hospital, tomando una dolorosa conciencia de su situación actual. Su mente de esta manera puede imaginar los pasillos del hospital sin gente (y que la cámara capta sin necesidad de moverse, ahondando más en la idea de vacio). Incluso cuando viaja a Lourdes por insistencia de su secretario el primer plano objetivo de un cristo abriendo sus brazos se convierte en un plano de lo más subjetivo: Bouby elude oír así las palabras que le dedica un cura, interpretado por el tristemente desaparecido Jean Pierre Cassel, a quien está dedicada la película. Los colores rojos que tiñen el plano en el que el protagonista comparte cama con una de sus novias logra transmitir también la subjetiva impresión de fracaso de la relación, sin cargar nunca las tintas… Gracias a esos apuntes, a su descripción del personaje como un buen padre, sensible, inmerecedor del dolor pero que se ha comportado de manera egoísta; y así como algunas ideas de puesta en escena (cf. el travelling que se dirige a la fotografía de su esposa mientras Bauby anuncia que escribirá una versión femenina de El conde de Montecristo; el distante plano general que narra el infarto cerebral unido al inserto de la carretera exenta de coches anunciando “la llegada de la nada” a la vida del personaje), y el estupendo trabajo actoral del elenco (con una mención especial a un conmovedor Max Von Sydow La escafandra y la mariposa resulta una película harto recomendable. Por ello es una auténtica pena que algunas de esas fugas mentales -destinadas a indagar en la imaginación de Bauby- sean tan excesivamente convencionales: en concreto me resultan especialmente molestas aquellas que muestran a Bauby cenando con su secretaria; las que relatan el origen histórico del hospital; o las que profundizan la relación entre él y diversas religiones. Auténticos pegotes para una película que podría prescindir de ellos, y que ya había sabido hablarnos de esas pequeñas conquistas de libertad aún cuando se sufre “el síndrome de cautiverio”.
NOTAS
(1)Destacar el suicidio de uno de los personajes, que Schnabel filmó en off para a continuación mostrar ese cadáver sobre el asfalto mediante un travelling. Había una tercera manera de escenificar ese acto –y que en este momento no acierto a recordar- y que demuestra la falta de coherencia de la puesta en escena: cada forma de representación no añade nada al anterior, cayendo así en la redundancia visual.
Los apuntes sobre esa parcialidad de la mirada, y sobre cómo el cine en sí mismo es un arte condicionado por esa misma pérdida del campo visual y que por ello procura “estabilizar” las imágenes que proyecta a través de unos encuadres más sostenidos, actúan de antesala al discurso contenido ya en el título de la película. La escafandra de buzo que aísla a Bauby del resto del mundo y lo deja nadando sólo, prisionero de su propio cuerpo, se opone a la libertad del vuelo de una mariposa cuya existencia se debe al poder de la imaginación del personaje. Este había equiparado visualmente su enfermedad (el síndrome del cautiverio) con la imagen de unas roscas despeñándose y rompiéndose; visión precedida por el travelling en el cual vemos cómo Bauby se ve reflejado en las estancias del hospital, tomando una dolorosa conciencia de su situación actual. Su mente de esta manera puede imaginar los pasillos del hospital sin gente (y que la cámara capta sin necesidad de moverse, ahondando más en la idea de vacio). Incluso cuando viaja a Lourdes por insistencia de su secretario el primer plano objetivo de un cristo abriendo sus brazos se convierte en un plano de lo más subjetivo: Bouby elude oír así las palabras que le dedica un cura, interpretado por el tristemente desaparecido Jean Pierre Cassel, a quien está dedicada la película. Los colores rojos que tiñen el plano en el que el protagonista comparte cama con una de sus novias logra transmitir también la subjetiva impresión de fracaso de la relación, sin cargar nunca las tintas… Gracias a esos apuntes, a su descripción del personaje como un buen padre, sensible, inmerecedor del dolor pero que se ha comportado de manera egoísta; y así como algunas ideas de puesta en escena (cf. el travelling que se dirige a la fotografía de su esposa mientras Bauby anuncia que escribirá una versión femenina de El conde de Montecristo; el distante plano general que narra el infarto cerebral unido al inserto de la carretera exenta de coches anunciando “la llegada de la nada” a la vida del personaje), y el estupendo trabajo actoral del elenco (con una mención especial a un conmovedor Max Von Sydow La escafandra y la mariposa resulta una película harto recomendable. Por ello es una auténtica pena que algunas de esas fugas mentales -destinadas a indagar en la imaginación de Bauby- sean tan excesivamente convencionales: en concreto me resultan especialmente molestas aquellas que muestran a Bauby cenando con su secretaria; las que relatan el origen histórico del hospital; o las que profundizan la relación entre él y diversas religiones. Auténticos pegotes para una película que podría prescindir de ellos, y que ya había sabido hablarnos de esas pequeñas conquistas de libertad aún cuando se sufre “el síndrome de cautiverio”.
NOTAS
(1)Destacar el suicidio de uno de los personajes, que Schnabel filmó en off para a continuación mostrar ese cadáver sobre el asfalto mediante un travelling. Había una tercera manera de escenificar ese acto –y que en este momento no acierto a recordar- y que demuestra la falta de coherencia de la puesta en escena: cada forma de representación no añade nada al anterior, cayendo así en la redundancia visual.
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