Por Alejandro Cabranes Rubio
El cine inglés durante los años noventa se hizo famoso por tres tendencias: las adaptaciones literarias de buen gusto (especialidad Ivory), “las miradas críticas” en vertiente Stephen Frears, Mike Leigh y Ken Loach, y comedias que procuraban recuperar una tradición clásica. De ambas se retienen títulos interesantes (Lo que queda del día, Agenda oculta, Secretos y mentiras), pero también bodrios (Dos chicas de hoy). En todo caso mientras por un lado el cine británico conservaba su tradición culta y exquisita, por otro alzaba voces vetadas durante demasiado tiempo, y que por eso mismo se sobrevaloraron en exceso. Incluso hubo intentonas de rescatar el espíritu de la Ealing si bien estimables, no del todo apuradas (El inglés que subió una colina, pero bajó de una montaña).
Con la llegada del Partido Laborista al poder, se inauguró una tercera vía cinematográfica que si bien todavía rastreaba encima de los escombros de la era Thatcher, lo hacía sobre la base del humor como catalizador de la protesta. En ese sentido, la película que nos ocupa ahora, The Full Monty (Peter Cattaneo, 1997) se convirtió poco menos que un fenómeno social y desde luego el filme más popular del cine británico de los noventa. La denuncia sobre las consecuencias de la reconversión industrial se establece desde los primeros minutos del metraje a través de un montaje que nos adentra en las maravillas de la ciudad de Sheffield y cuyo efecto contrasta sobre manera con las siguientes imágenes de las fábricas en ruinas. Todo indica a la ligereza. Cattaneo muestra cierto desenfado y descreimiento: así lo corrobora la trama principal, la historia de cuatro hombres y un niño que recuperan su dignidad tras ser despedidos después de cerrarse la fábrica de acero... montando un espectáculo de striptease, mostrando sus atributos a sones de “You Can Leave Your Hat On”. Semejante material de partida recuerda al de Tocando el viento (Braissed Off, Mark Herrman, 1997), sustituyendo el desnudo y el baile por un concierto en el Albert Hall: de la ilusión inicial al desencanto, pasando por el éxito final...
Como en aquélla película, The Full Monty aprovecha ese hilo argumental para acercarse a la miseria de los trabajadores en paro: Gaz (Robert Carlye) restablecerá su estima propia al ganarse la de su propio hijo y su ex-esposa; Gerard (Tom Wilkinson: el mejor del reparto) confesará su despido a su mujer tras meses de guardar las apariencias; David (Mark Addy) modificará su percepción de sí mismo como un ser obeso... Dejando aparte sus buenas intenciones, The Full Monty desde un punto argumental puede considerarse a grandes rasgos no tan innovador como quisiéramos pensar, sino ante todo una muestra más de cómo se vende el cine social como progresista, cuando en realidad sus premisas no pueden ser más triunfalistas y blandas. Porque, por mucho que duela, ese conservadurismo que anida en su fondo se traspasa a su mera construcción, al talante conciliador de sus imágenes, a su recurso contaste al chiste fácil, pero en absoluto hiriente, y a ese enorme pozo de buenos sentimientos.
Por si fuera poco la labor tras la cámara de Peter Cattaneo no es, como vulgarmente se dice, “invisible”, cuando, por el contrario, deja notar en todo su momento su punto de vista y éste no es otro que el de la redundancia visual; el de la consecución de planos obvios. Imágenes como la de los muñecos de gnomos que decoran el jardín de la casa de Gerard –burdo subrayado del mal gusto de la mujer de éste-; el plano sentado de David envuelto en celofán; el chistecito a costa de la viga que atraviesa Gaz en compañía de su hijo y de David; la forma de tratar el romance entre dos miembros del grupo -que parece una gracieta más que otra cosa-; la manera de filmar los ensayos de la banda –en el que hasta el empleo del fuera de campo en la escena en la que Gaz y David quedan asombrados por el tamaño del miembro de uno de los compañeros es redundante- hacen dudar sobre el sentido real de la propuesta: hacer cómplice al espectador, una vez más, dentro de la larga tradición del brochazo gordo. A punto de estrenarse aquí en España Todo o nada (All or Nothing, Mike Leigh, 2002) cabría preguntarse en qué momento ese cine social ha perdido su carácter provocativo en beneficio de una mayor audiencia, cuando adoptó las formas del cine peor de Hollywood e incluso perdió su arrojo para poner el punto sobre la i: cuando se empezó a creer por sistema que los directores periféricos tienen ideas propias y originales de puesta en escena cuando el mismo Peter Cattaneo ha demostrado en su siguiente cinta, Lucky Break (2001), que se contenta con seguir la corriente de siempre. El mismo río recorre las salas, aunque conste de varias orillas.
El cine inglés durante los años noventa se hizo famoso por tres tendencias: las adaptaciones literarias de buen gusto (especialidad Ivory), “las miradas críticas” en vertiente Stephen Frears, Mike Leigh y Ken Loach, y comedias que procuraban recuperar una tradición clásica. De ambas se retienen títulos interesantes (Lo que queda del día, Agenda oculta, Secretos y mentiras), pero también bodrios (Dos chicas de hoy). En todo caso mientras por un lado el cine británico conservaba su tradición culta y exquisita, por otro alzaba voces vetadas durante demasiado tiempo, y que por eso mismo se sobrevaloraron en exceso. Incluso hubo intentonas de rescatar el espíritu de la Ealing si bien estimables, no del todo apuradas (El inglés que subió una colina, pero bajó de una montaña).
Con la llegada del Partido Laborista al poder, se inauguró una tercera vía cinematográfica que si bien todavía rastreaba encima de los escombros de la era Thatcher, lo hacía sobre la base del humor como catalizador de la protesta. En ese sentido, la película que nos ocupa ahora, The Full Monty (Peter Cattaneo, 1997) se convirtió poco menos que un fenómeno social y desde luego el filme más popular del cine británico de los noventa. La denuncia sobre las consecuencias de la reconversión industrial se establece desde los primeros minutos del metraje a través de un montaje que nos adentra en las maravillas de la ciudad de Sheffield y cuyo efecto contrasta sobre manera con las siguientes imágenes de las fábricas en ruinas. Todo indica a la ligereza. Cattaneo muestra cierto desenfado y descreimiento: así lo corrobora la trama principal, la historia de cuatro hombres y un niño que recuperan su dignidad tras ser despedidos después de cerrarse la fábrica de acero... montando un espectáculo de striptease, mostrando sus atributos a sones de “You Can Leave Your Hat On”. Semejante material de partida recuerda al de Tocando el viento (Braissed Off, Mark Herrman, 1997), sustituyendo el desnudo y el baile por un concierto en el Albert Hall: de la ilusión inicial al desencanto, pasando por el éxito final...
Como en aquélla película, The Full Monty aprovecha ese hilo argumental para acercarse a la miseria de los trabajadores en paro: Gaz (Robert Carlye) restablecerá su estima propia al ganarse la de su propio hijo y su ex-esposa; Gerard (Tom Wilkinson: el mejor del reparto) confesará su despido a su mujer tras meses de guardar las apariencias; David (Mark Addy) modificará su percepción de sí mismo como un ser obeso... Dejando aparte sus buenas intenciones, The Full Monty desde un punto argumental puede considerarse a grandes rasgos no tan innovador como quisiéramos pensar, sino ante todo una muestra más de cómo se vende el cine social como progresista, cuando en realidad sus premisas no pueden ser más triunfalistas y blandas. Porque, por mucho que duela, ese conservadurismo que anida en su fondo se traspasa a su mera construcción, al talante conciliador de sus imágenes, a su recurso contaste al chiste fácil, pero en absoluto hiriente, y a ese enorme pozo de buenos sentimientos.
Por si fuera poco la labor tras la cámara de Peter Cattaneo no es, como vulgarmente se dice, “invisible”, cuando, por el contrario, deja notar en todo su momento su punto de vista y éste no es otro que el de la redundancia visual; el de la consecución de planos obvios. Imágenes como la de los muñecos de gnomos que decoran el jardín de la casa de Gerard –burdo subrayado del mal gusto de la mujer de éste-; el plano sentado de David envuelto en celofán; el chistecito a costa de la viga que atraviesa Gaz en compañía de su hijo y de David; la forma de tratar el romance entre dos miembros del grupo -que parece una gracieta más que otra cosa-; la manera de filmar los ensayos de la banda –en el que hasta el empleo del fuera de campo en la escena en la que Gaz y David quedan asombrados por el tamaño del miembro de uno de los compañeros es redundante- hacen dudar sobre el sentido real de la propuesta: hacer cómplice al espectador, una vez más, dentro de la larga tradición del brochazo gordo. A punto de estrenarse aquí en España Todo o nada (All or Nothing, Mike Leigh, 2002) cabría preguntarse en qué momento ese cine social ha perdido su carácter provocativo en beneficio de una mayor audiencia, cuando adoptó las formas del cine peor de Hollywood e incluso perdió su arrojo para poner el punto sobre la i: cuando se empezó a creer por sistema que los directores periféricos tienen ideas propias y originales de puesta en escena cuando el mismo Peter Cattaneo ha demostrado en su siguiente cinta, Lucky Break (2001), que se contenta con seguir la corriente de siempre. El mismo río recorre las salas, aunque conste de varias orillas.
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