jueves, 21 de febrero de 2008

Braveheart

BRAVEHEART
El sendero de la traición
Por Alejandro Cabranes Rubio

Braveheart (Mel Gibson, 1995), como sabrá el lector, es la biografía de un líder independentista escocés que ganó el Oscar de mejor película de 1995, premio que muchos proclamaron injustificado -¿para cuando se podrán valorar a los filmes candidatos en función de su calidad y no del aparato promocional que supone la ceremonia?-, pero trajo una consecuencia inequívoca: el filme consolidó el regreso al clasicismo. Aunque sus formas cinematográficas responden punto por punto a determinadas convenciones, no debemos olvidar que en Braveheart se detecta ciertos rasgos muy personales de Mel Gibson. En primer lugar, la presentación del personaje como un hombre en principio pacífico al que, a raíz del asesinato de su padre y su mujer Murron (Catherine McCormak), se le obliga a defenderse de las amenazas exteriores concuerda plenamente con la de otros individuos interpretados por Gibson: en El patriota sin ir más lejos.

Esa apología de la justificación de la venganza y de la agresión en el estreno del filme fue respaldada por el realizador, quien declaró que Estados Unidos gozaba de derecho para bombardear y a atacar aquellos países “peligrosos” para la paz mundial. La necesidad de que William Wallace parezca simpático y culto así como el deliberado ocultamiento de su condición de señor feudal delatan claramente las intenciones de un filme que recoge otras características de la personalidad del realizador y actor; como su defensa de la educación clásica –no falta la reivindicación del latín-, su machismo impertinente –palpable en una escena en la que Wallace y su amigo Hamish se retan en “una prueba de hombría”-, y una homofobia sin complejos que incluye: a) la definición del Príncipe del País de Gales como un ser débil; b) el asesinato de su amante (Philip), c) y un comentario despectivo sobre su personalidad en bocas del sobrino de Eduardo I (un magnífico Patrick McGoohan), quien lo tilda de “sodomita”.

Ante tal alarde de sensibilidad, Mel Gibson buscó coartadas políticamente correctas para que el mensaje abiertamente reaccionario de su película se disimulase, entre ellas una vindicación de la resistencia ante la tiranía de Eduardo I, y la vil política de las clases dirigentes. Más allá de que no comparto los puntos de vista de Mel Gilbson, Bravehart me parece una buena película, con algún defecto de dirección –cf. la visualización de las pesadillas de William Wallace-, y un fragmento muy ñoño –cf. el romance entre William y Murron-, justificado dramáticamente, eso sí. La película supera parte de sus lastres –entre ellos un guión flojo pero no del todo desdeñable- por su puesta en escena, en la que se realza una fusión entre idea y estética impensable en quien dos años antes había filmado la mediocre y no menos conservadora El hombre sin rostro (The Man without Face, 1993). Braveheart quizás en su fuero interno no es más que una película a favor de la lucha contra el invasor así como una nada sutil oda sobre el amor hacia la tierra de origen, pero al menos cumple en términos cinematográficos: el famoso plano de una espada clavada en el suelo; las panorámicas que describen todo el paisaje de Escocia al principio de la película: los movimientos circulares de la cámara rodeando a William Wallace mientras disfruta del follaje en lo alto de las High Lands; y el travelling que recorre el pueblo del protagonista a su regreso de un viaje por Europa hacen comprender las motivaciones de los personajes, y por qué estos adoptan cierto espíritu guerrero que se canaliza en el campo de batalla. De ahí que Gibson se esforzase al rodar las acciones bélicas, donde demuestra su pericia como realizador. Pienso, por ejemplo, en las resoluciones elípticas de la Batalla de York –y que nos ahorra la decapitación del sobrino de Eduardo I- y de la refriega contra unos ingleses dispuestos a vengarse de un Wallace que había encabezado una insurrección contra una guarnición después de que ésta liquidara a su mujer; o en la panorámica que muestran en su esplendor unos inmensos árboles un instante antes de que Wallace anuncie a sus compañeros que piensa talarlos para construir lanzas gigantes.

Esa alegría belicosa –que mal que pese está bien resuelta visualmente- pronto da paso a un relato elegiático, dramáticamente más interesante, y viene dado por las numerosas bajas que se producen en la batalla. El entusiasmo inicial de las victorias conseguidas contra los ingleses pronto se quiebra gracias a la corrupción endémica en el ser humano; y que se adueña de todas las capas sociales escenificadas en la película, desde un rey que casa a su hijo homosexual con la hija del Rey de Francia (y que Gibson comenta con unos contraplanos de Philip que ponen de relieve la hipocresía del acto) al futuro Rey de Escocia (Robert The Bruce) y su padre leproso (un superlativo Ian Bannen) que juegan a la vez la carta de la insubordinación y la fidelidad a Eduardo I, pasando por los nobles que emplean a Wallace sólo para aumentar sus territorios y que luego lo entregan al monarca inglés para que lo mande torturar y matar.

…Traición tal dolorosa como la que perpetra Eduardo I a los emisarios del padre de William, Malcolm, enviados a una cabaña para negociar una tregua entre ingleses y escoceses donde encuentran la muerte (el plano tomado desde el interior del lugar, antes de que Malcolm entre en él, avisa al espectador que alguien ha estado allí antes con no muy buenas intenciones), o como la que lleva a cabo Robert respecto a su admirado William, con quien se bate en plena batalla cubierto entero con una armadura.

Nadie puede fiarse de nadie en ese mundo medieval en el que los nobles ejercen “los malos usos” -en concreto el derecho de copular con las mujeres recién casadas con los plebeyos-, y que se podrían intercambiar con los practicados en las Coronas respectivas de Castilla y Aragón –cf. el cogucio, la arsina, la remensa, la mañería-. De ahí que crezcan temores que Gibson visualiza con garra. Así sucede cuando dos travellings se dirigen respectivamente a la puerta de una habitación y hacia el rostro del futuro Eduardo II, expresando el terror del príncipe hacia su padre, o cuando un travelling recorre el cuerpo recostado de un noble que presiente angustiado la llegada de un William Wallace enfurecido y con notoria sed de venganza…

…Inquietudes que revelan la humanidad de unos personajes que a lo largo del metraje se ven despojados de algo/alguien de forma inevitable: el príncipe impotente contempla como su padre arroja a Philip por la ventana; Hamish (excelente Brendan Gleeson) sostiene a su padre mientras muere tras ser mal herido en la lucha; Eduardo I antes de dejar la corona es consciente de que su nieto es hijo de su enemigo Wallace, y el protagonista sacrifica su vida para que otros prosigan su trabajo.

…Sentimiento de pérdida que dota a Braveheart de un aliento trágico que se respira en todo el metraje, y que se hace presente desde unos detalles con fuerza melodramática –cf. la rosa que regala de niña Murron a William tras la muerte de su padre; el paseo de Robert entre los hombres que perdieron la vida por culpa de su apoyo en la batalla a Eduardo I; el travelling que, durante el funeral de Malcolm, recorre la hilera de hombres que tocan con unas gaitas prohibidas unas notas prohibidas- hasta el climax cuando un montaje relaciona la agonía de Eduardo I con la de William Wallace, preludiando el final de toda una época y el inicio de otra.

…Una nueva época en la que hombres como Robert The Bruce (espléndido Angus McFadyen) heredan el legado de Wallace y mantienen la independencia de Escocia, tras permanecer mucho tiempo asfixiados por culpa de unas decisiones incorrectas –tal como sugiere el zoom que lo acosa tras ser instado por su padre a ceder al chantaje de Eduardo I-, y martirizados por un sentimiento de culpa sintetizado con la antológica panorámica que va de las manos de Robert a su rostro después de que William le perdonase la vida. En esa era la oscuridad medievalista es sustituida por la modernidad. Discurso insólito para un filme al que se le perdona sus carencias estructurales tanto por algunos apuntes inesperados –la vinculación del poder con lo enfermizo, simbolizado en el padre leproso de Robert The Bruce- como por la firme convicción que su responsable hizo gala en cada encuadre.

Texto redactado en 2003

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