James Bond contra Scaramanga
Por Alejandro Cabranes Rubio
El hombre de la pistola de oro (The Man with the Golden Gun, 1974), segundo filme de Roger Moore en el papel de James Bond, reúne no pocos atractivos que la sitúan muy por encima de su precedente (la floja Vive y deja morir) a pesar de que no apura varias de sus sugerencias. En primer lugar, Tom Mankiewicz (el guionista) y Guy Hamilton trabajan sobre las propias características del personaje en vez de situarlo en medio de un contexto exótico. En segundo lugar, la conexión entre 007 y el contexto internacional está más intrincada que en la entrega anterior de tal manera que las alusiones directas a la Crisis del Petróleo y la Crisis energética –que están tratadas desde el punto de vista imperialista- van apuntando la difícil adaptación del espía británico con los nuevos tiempos. Pero vayamos por partes.
La elección del villano opera en la caracterización del personaje. Por primera vez en la saga, James Bond se enfrenta a alguien que como él no ha sido más que un esbirro: Francisco Scaramanga (un Christopher Lee elegante). De tal manera que esa pelea entre iguales supone para 007 enfrentarse a su condición de asesino a sueldo que realiza su trabajo mientras sucumben a sus encantos mujeres atractivas. Hay un magnífico apunte al respecto: Scaramanga, en el preludio al acto amoroso, acaricia con su pistola el cuerpo de su amante, Andrea (Maud Adams). El placer sexual se identifica con el placer de matar. No hay que olvidar que Lee supo conferir a sus interpretaciones del Conde Drácula todas sus connotaciones sexuales: ya en la primera (y extraordinaria) entrega que rodó bajo la Hammer proporcionaba a la frígida Mina un (primer) orgasmo simbolizado en el canto de un búho. Por ello no deja de ser una pena que no se acentúen las características comunes entre 007 y Scaramanga, y que la aversión de Andrea siente hacia su novio resienta –dentro del contexto fantasioso de la saga- la verosimilitud dramática: ¿si fue ella quién alertó a 007 sobre Scaramanga para eliminarlo porque en su primer cara a cara con el espía ofrece tanta resistencia a la hora de proporcionarle información? No ayuda demasiado que el esbozo de Andrea no esté desarrollado como si lo haría la protagonista del siguiente título, La espía que me amó (The Spy Who Loved Me, Lewis Gilbert, 1977).
A pesar de desperdiciar un poco ese planteamiento atractivo, al menos cabe apuntar que ya indica un camino crítico que beneficiará directamente a la ya mencionada La espía que me amó. Como también lo es que la misión encomendada a 007 le sea menos ajena que la desarrollada en el clima de conflictividad social de Louisiana. 007 se enfrenta a un hecho que repercutiría directamente en la economía de la Europa Occidental: la crisis del petróleo y la crisis enérgica, en la que la apropiación de las nuevas tecnologías (placas solares) no sólo motivan asesinato, sino que incluso acentúan el envejecimiento de Bond frente a un mundo en evolución. En ese mismo sentido la casa de Scaramanga y su sirviente Nick Nack (el malogrado Hervé Villechaize) está en más sintonía con los nuevos tiempos que las oficinas de Londres. En ella hay suficiente tecnología para crear ilusiones visuales y tele-realidad. Al respecto es muy eficaz la presentación –al inicio del filme- de un enemigo de Scaramanga en la mansión de esta última en la que su imagen queda duplicada en un espejo, ya evidencia la importancia de los juegos ópticos en la trama. No estamos por tanto muy lejos de Muere otro día (Die another Day, Lee Tamahari, 2002).
Un tercer aspecto proporciona interés a la película: un trabajo de puesta en escena de Guy Hamilton bastante más inspirado que el de Vive y deja morir. Sin ánimo de ser exhaustivo anotar la relación establecida entre una bala de Scaramanga que se perdió en uno de sus crímenes y su filmación directa en el ombligo de una bailarina; el primer plano de una pistola dorada que el villano intenta coger en balde; el plano fijo que muestra a Bond apuntando al empresario que fabrica los cartuchos dorados y que confiere más tensión a la escena; la manera de relacionar a éste último con Andrea recogiendo “la entrega” en un casino; el plano general que advierte que Scaramanga vigila desde una casa a Bond; la aparición de Nick Nack en un televisor que se ve en un escaparate de las calles de Hong Kong; el plano general que advierte que Scaramanga vigila desde una casa a Bond; el travelling que relaciona a 007 en una fiesta con un barco donde Nick Nack acecha; la panorámica que descubre a Scaramanga en Hong Kong a punto de llevar a cabo uno de sus trabajos; o la otra panorámica que muestra la herida mortal recibida por Andrea en un combate de boxeo. Frente a esos buenos momentos, lamentar algunos teleobjetivos mal usados, pero que al menos no son tan abundantes como en el filme precedente.
Desgraciadamente a los defectos que ya he señalado hay que sumar el sentido del humor de la película, aunque mejor dosificado que en Vive y deja morir, a veces tan evidente como ramplón. Ya no me refiero a las frases irónicas de Moore (como la que alude al cartucho que se tragó en una pelea bien filmada: “esa bala ha estado en muchos sitios”…), sino incluso algunos gags visuales: el primer plano del culo de una bailarina erótica en un club de Hong Kong; el otro primer plano del trasero del Sherif J.W. Pepper (nefasto personaje del título anterior y que aquí reaparece) cuando su coche vuela por los aires desplazándole de su asiento; la caída de este último al agua empujado por un elefante; el chistecito a costa de los calzones de los jugadores de sumo; la no menos repelente manera de filmar a las sobrinas chinas –siempre riéndose y que provocan los celos de la amante de turno de Bond: Goodnight (Britt Ekland), cuya indignación es objeto de un primer plano nefasto-… Una cosa es la ironía y otra bien distinta la tosquedad.
Si a pesar de esos momentos más que prescindibles, El hombre de la pistola de oro atesora un trabajo atmosférico no brillante, pero sí efectivo (la descripción del banco donde se instalan los superiores de Bond merece destacarse por su encanto novelesco) que permite ver de sumo grado la película, por mucho que no se termine de redondear los resultados. Pero, insisto, ya La espía que me amó estaba por llegar y se dejaba atrás las bufonadas de Vive y deja morir. Bond se enfrentaba a una nueva etapa histórica y su condición de reducto del pasado afloraba cada vez más.
La elección del villano opera en la caracterización del personaje. Por primera vez en la saga, James Bond se enfrenta a alguien que como él no ha sido más que un esbirro: Francisco Scaramanga (un Christopher Lee elegante). De tal manera que esa pelea entre iguales supone para 007 enfrentarse a su condición de asesino a sueldo que realiza su trabajo mientras sucumben a sus encantos mujeres atractivas. Hay un magnífico apunte al respecto: Scaramanga, en el preludio al acto amoroso, acaricia con su pistola el cuerpo de su amante, Andrea (Maud Adams). El placer sexual se identifica con el placer de matar. No hay que olvidar que Lee supo conferir a sus interpretaciones del Conde Drácula todas sus connotaciones sexuales: ya en la primera (y extraordinaria) entrega que rodó bajo la Hammer proporcionaba a la frígida Mina un (primer) orgasmo simbolizado en el canto de un búho. Por ello no deja de ser una pena que no se acentúen las características comunes entre 007 y Scaramanga, y que la aversión de Andrea siente hacia su novio resienta –dentro del contexto fantasioso de la saga- la verosimilitud dramática: ¿si fue ella quién alertó a 007 sobre Scaramanga para eliminarlo porque en su primer cara a cara con el espía ofrece tanta resistencia a la hora de proporcionarle información? No ayuda demasiado que el esbozo de Andrea no esté desarrollado como si lo haría la protagonista del siguiente título, La espía que me amó (The Spy Who Loved Me, Lewis Gilbert, 1977).
A pesar de desperdiciar un poco ese planteamiento atractivo, al menos cabe apuntar que ya indica un camino crítico que beneficiará directamente a la ya mencionada La espía que me amó. Como también lo es que la misión encomendada a 007 le sea menos ajena que la desarrollada en el clima de conflictividad social de Louisiana. 007 se enfrenta a un hecho que repercutiría directamente en la economía de la Europa Occidental: la crisis del petróleo y la crisis enérgica, en la que la apropiación de las nuevas tecnologías (placas solares) no sólo motivan asesinato, sino que incluso acentúan el envejecimiento de Bond frente a un mundo en evolución. En ese mismo sentido la casa de Scaramanga y su sirviente Nick Nack (el malogrado Hervé Villechaize) está en más sintonía con los nuevos tiempos que las oficinas de Londres. En ella hay suficiente tecnología para crear ilusiones visuales y tele-realidad. Al respecto es muy eficaz la presentación –al inicio del filme- de un enemigo de Scaramanga en la mansión de esta última en la que su imagen queda duplicada en un espejo, ya evidencia la importancia de los juegos ópticos en la trama. No estamos por tanto muy lejos de Muere otro día (Die another Day, Lee Tamahari, 2002).
Un tercer aspecto proporciona interés a la película: un trabajo de puesta en escena de Guy Hamilton bastante más inspirado que el de Vive y deja morir. Sin ánimo de ser exhaustivo anotar la relación establecida entre una bala de Scaramanga que se perdió en uno de sus crímenes y su filmación directa en el ombligo de una bailarina; el primer plano de una pistola dorada que el villano intenta coger en balde; el plano fijo que muestra a Bond apuntando al empresario que fabrica los cartuchos dorados y que confiere más tensión a la escena; la manera de relacionar a éste último con Andrea recogiendo “la entrega” en un casino; el plano general que advierte que Scaramanga vigila desde una casa a Bond; la aparición de Nick Nack en un televisor que se ve en un escaparate de las calles de Hong Kong; el plano general que advierte que Scaramanga vigila desde una casa a Bond; el travelling que relaciona a 007 en una fiesta con un barco donde Nick Nack acecha; la panorámica que descubre a Scaramanga en Hong Kong a punto de llevar a cabo uno de sus trabajos; o la otra panorámica que muestra la herida mortal recibida por Andrea en un combate de boxeo. Frente a esos buenos momentos, lamentar algunos teleobjetivos mal usados, pero que al menos no son tan abundantes como en el filme precedente.
Desgraciadamente a los defectos que ya he señalado hay que sumar el sentido del humor de la película, aunque mejor dosificado que en Vive y deja morir, a veces tan evidente como ramplón. Ya no me refiero a las frases irónicas de Moore (como la que alude al cartucho que se tragó en una pelea bien filmada: “esa bala ha estado en muchos sitios”…), sino incluso algunos gags visuales: el primer plano del culo de una bailarina erótica en un club de Hong Kong; el otro primer plano del trasero del Sherif J.W. Pepper (nefasto personaje del título anterior y que aquí reaparece) cuando su coche vuela por los aires desplazándole de su asiento; la caída de este último al agua empujado por un elefante; el chistecito a costa de los calzones de los jugadores de sumo; la no menos repelente manera de filmar a las sobrinas chinas –siempre riéndose y que provocan los celos de la amante de turno de Bond: Goodnight (Britt Ekland), cuya indignación es objeto de un primer plano nefasto-… Una cosa es la ironía y otra bien distinta la tosquedad.
Si a pesar de esos momentos más que prescindibles, El hombre de la pistola de oro atesora un trabajo atmosférico no brillante, pero sí efectivo (la descripción del banco donde se instalan los superiores de Bond merece destacarse por su encanto novelesco) que permite ver de sumo grado la película, por mucho que no se termine de redondear los resultados. Pero, insisto, ya La espía que me amó estaba por llegar y se dejaba atrás las bufonadas de Vive y deja morir. Bond se enfrentaba a una nueva etapa histórica y su condición de reducto del pasado afloraba cada vez más.
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