Alicia Sánchez y Manuel Tejeda
EL LEÓN EN INVIERNO
Leti triumfantes
Hace unos meses Juan Carlos Pérez de la Fuente estrenaba El mágico prodigioso según el texto de Calderón… Ahora recupera a un clásico moderno, James Goldman, un dramaturgo fallecido hace nueve años… No se le va a negar coherencia más allá de las distancias geográficas, históricas, culturales, sociológicas y mentales entre ambos autores: los dos en cierta medida proponían ejercicios microhistóricos que permitían arrojar luces sobre la macrohistoria y la humanidad en general. Cierto: sus obras no hablaban de la gente como Menochio, el molinero cuya trayectoria vital rescató Carlo Ginzburg en El queso y los gusanos; pero no por ello sus ficciones dejan de reducir la escala de observación, estudiar las interacciones… Hay más similitudes entre ambas funciones: están protagonizadas por seres que luchan contra sus diablos interiores, a los que no les importa verter sangre, y a los que el infierno ilumina en sus actos violentos… En ese sentido podemos decir que Juan Carlos Pérez de la Fuente ha hecho un acercamiento personal al universo de Goldman sin traicionar a éste, recuperando de otros montajes algunos recursos estilísticos (cf. el provecho de los efectos sonoros de la tormenta), pero apostando en esta ocasión por un mayor clasicismo escenográfico, adecuado para la acción. Esa humildad en relación al original permite que cualquier espectador que conozca a Goldman pueda trazar sus similitudes con su guión para Nicolás y Alejandra; otra aproximación histórica hacia mandatarios a los que retrata como seres humanos con sus propios problemas, pero sin olvidarse de que fueron los verdugos de su pueblo. Varios elementos hermanan El león en invierno con Nicolás y Alejandra. En la magnífica película del hoy olvidado Franklin J. Schaffner la debilidad del zar se puede comparar con la del príncipe Juan de la misma manera que -en la obra- el rey francés Felipe ejerce sobre los infantes la misma influencia que Rasputín sobre la zarina en la película, desencadenando tragedias y conflictos. ...Luchas que nacen del capricho de hombres de una misma familia deseosos de sentarse en el trono…sin importarle los muertos que caigan por el camino. En ese sentido El león en invierno mantiene ciertos contactos con ese estupendo montaje de Mercedes Lezcano (y que casi nadie vio) titulado Leonor de Aquitania: la conducción de los hombres a la fosa por defender la presunta independencia de unos territorios; la necesidad de la humanidad para recurrir a la traición para sobrevivir; y sobre todo un angustioso retrato existencial evidenciado en varios fracasos vitales. Más allá de que el texto admirablemente defendido por Marta Puig, Mar Bordallo, Daniel Muriel y Alfredo Cernuda pusiese el acento en la inmovilidad de la sociedad, El león en invierno a pesar de presentar un mundo en proceso de transformación comparte su notable pesimismo.
En ese sentido, Juan Carlos Pérez de la Fuente crea un cuadro ciertamente expresivo: Leonor (Alicia Sánchez: cualquier elogio hacia ella se queda corto) se remanga el traje, deja translucir su hombro: la misma imagen de la derrota de quien sabe que no ha podido educar a los hijos, dándoles cariño, proporcionándoles un mínimo de humanidad. Una existencia destinada a la imposición de su voluntad aún a costa del enfrentamiento con su marido, Enrique II Plantagenet (elegante Manuel Tejeda). No sin cierta jocosidad, Pérez de la Fuente coloca a ambos mandatarios el uno el frente del otro, portando las coronas que los convierten respectivamente en el rey y la reina de una partida de ajedrez en la que pende el futuro de demasiada gente. Los cambios que se operan en ella quedan visualizado con composiciones análogas entre sí: en un primer triángulo quedan relacionados los tres hijos del matrimonio (Juan, Ricardo, Godofredo) y ellos mismos: Ricardo (Enrique Arce, quien debe imprimir un porte caballersco) queda apartado del trono, y en ese momento su imagen queda “tapada” en sentido figurado y físico por la de sus hermanos. En otro momento Godofredo (Néstor Arnas, cargando con posiblemente el tercer personaje más complejo de la función; un ser tan maquiavélico como el Yago de Otelo, y al que el actor sabe transferir inteligencia) se siente rechazado, apartado de las miradas de sus padres, y también ve como su figura queda oculta al espectador. No así la de Juan (Miguel Ángel Valcárcel), quien en el momento en el que Enrique cede la corona a Ricardo (la segunda composición triangular), queda literalmente expulsado de la figura geométrica de la que formaba parte. Por mucho que lleven en sus manos antorchas (con las pretenden iluminarse) sólo son tres muchachos a la sombra de sus progenitores, como evidencia el primer encuentro que tienen con Enrique, en el que el dominio del escenario de éste deja entrever su relación de sometimiento hacia él. Son sólo tres niños en busca de afecto: cuando visitan a Felipe (Alberto Amarilla) y los tapices de su estancia quedan al suelo, de cierta manera se despojan de su “envoltura” y se revelan como lo que son: seres inválidos, en busca de la aceptación de sí mismos.
Leti triumfantes
Hace unos meses Juan Carlos Pérez de la Fuente estrenaba El mágico prodigioso según el texto de Calderón… Ahora recupera a un clásico moderno, James Goldman, un dramaturgo fallecido hace nueve años… No se le va a negar coherencia más allá de las distancias geográficas, históricas, culturales, sociológicas y mentales entre ambos autores: los dos en cierta medida proponían ejercicios microhistóricos que permitían arrojar luces sobre la macrohistoria y la humanidad en general. Cierto: sus obras no hablaban de la gente como Menochio, el molinero cuya trayectoria vital rescató Carlo Ginzburg en El queso y los gusanos; pero no por ello sus ficciones dejan de reducir la escala de observación, estudiar las interacciones… Hay más similitudes entre ambas funciones: están protagonizadas por seres que luchan contra sus diablos interiores, a los que no les importa verter sangre, y a los que el infierno ilumina en sus actos violentos… En ese sentido podemos decir que Juan Carlos Pérez de la Fuente ha hecho un acercamiento personal al universo de Goldman sin traicionar a éste, recuperando de otros montajes algunos recursos estilísticos (cf. el provecho de los efectos sonoros de la tormenta), pero apostando en esta ocasión por un mayor clasicismo escenográfico, adecuado para la acción. Esa humildad en relación al original permite que cualquier espectador que conozca a Goldman pueda trazar sus similitudes con su guión para Nicolás y Alejandra; otra aproximación histórica hacia mandatarios a los que retrata como seres humanos con sus propios problemas, pero sin olvidarse de que fueron los verdugos de su pueblo. Varios elementos hermanan El león en invierno con Nicolás y Alejandra. En la magnífica película del hoy olvidado Franklin J. Schaffner la debilidad del zar se puede comparar con la del príncipe Juan de la misma manera que -en la obra- el rey francés Felipe ejerce sobre los infantes la misma influencia que Rasputín sobre la zarina en la película, desencadenando tragedias y conflictos. ...Luchas que nacen del capricho de hombres de una misma familia deseosos de sentarse en el trono…sin importarle los muertos que caigan por el camino. En ese sentido El león en invierno mantiene ciertos contactos con ese estupendo montaje de Mercedes Lezcano (y que casi nadie vio) titulado Leonor de Aquitania: la conducción de los hombres a la fosa por defender la presunta independencia de unos territorios; la necesidad de la humanidad para recurrir a la traición para sobrevivir; y sobre todo un angustioso retrato existencial evidenciado en varios fracasos vitales. Más allá de que el texto admirablemente defendido por Marta Puig, Mar Bordallo, Daniel Muriel y Alfredo Cernuda pusiese el acento en la inmovilidad de la sociedad, El león en invierno a pesar de presentar un mundo en proceso de transformación comparte su notable pesimismo.
En ese sentido, Juan Carlos Pérez de la Fuente crea un cuadro ciertamente expresivo: Leonor (Alicia Sánchez: cualquier elogio hacia ella se queda corto) se remanga el traje, deja translucir su hombro: la misma imagen de la derrota de quien sabe que no ha podido educar a los hijos, dándoles cariño, proporcionándoles un mínimo de humanidad. Una existencia destinada a la imposición de su voluntad aún a costa del enfrentamiento con su marido, Enrique II Plantagenet (elegante Manuel Tejeda). No sin cierta jocosidad, Pérez de la Fuente coloca a ambos mandatarios el uno el frente del otro, portando las coronas que los convierten respectivamente en el rey y la reina de una partida de ajedrez en la que pende el futuro de demasiada gente. Los cambios que se operan en ella quedan visualizado con composiciones análogas entre sí: en un primer triángulo quedan relacionados los tres hijos del matrimonio (Juan, Ricardo, Godofredo) y ellos mismos: Ricardo (Enrique Arce, quien debe imprimir un porte caballersco) queda apartado del trono, y en ese momento su imagen queda “tapada” en sentido figurado y físico por la de sus hermanos. En otro momento Godofredo (Néstor Arnas, cargando con posiblemente el tercer personaje más complejo de la función; un ser tan maquiavélico como el Yago de Otelo, y al que el actor sabe transferir inteligencia) se siente rechazado, apartado de las miradas de sus padres, y también ve como su figura queda oculta al espectador. No así la de Juan (Miguel Ángel Valcárcel), quien en el momento en el que Enrique cede la corona a Ricardo (la segunda composición triangular), queda literalmente expulsado de la figura geométrica de la que formaba parte. Por mucho que lleven en sus manos antorchas (con las pretenden iluminarse) sólo son tres muchachos a la sombra de sus progenitores, como evidencia el primer encuentro que tienen con Enrique, en el que el dominio del escenario de éste deja entrever su relación de sometimiento hacia él. Son sólo tres niños en busca de afecto: cuando visitan a Felipe (Alberto Amarilla) y los tapices de su estancia quedan al suelo, de cierta manera se despojan de su “envoltura” y se revelan como lo que son: seres inválidos, en busca de la aceptación de sí mismos.
Fracaso existencial e inmadurez. Dos demoras importantes que no impiden que la vida continúe y que cierta manera Enrique y Leonor se sigan destruyendo, se sigan necesitando… De ahí que la luz que los envuelva al final de la función se expanda mientras en la pista del sonido se escucha Adestes, fidelis. Están alegres en su triunfo porque sus demonios, como los de Cipriano en El mágico prodigioso, iluminan sus actos mezquinos… Alejandro Cabranes Rubio
Confesiones privadas
Mercedes Lezcano en el teatro Galileo ha dirigido la obra teatral Leonor de Aquitania inspirada en la personalidad de quien fuera mujer de Enrique II Plantagenet. Sólo dispone de cuatro actores y del uso escenográfico de unos candelabros cuya luz exalta u oscurece el estado anímico de sus personajes (Leonor, su guardián, Juan Sin Tierra y la amante de Enrique). Con esos elementos, Lezcano ha construido una bella reflexión sobre los resortes de un poder omnívoro que lleva a los hombres inocentes a la muerte en defensa de falsos ideales como la presunta independencia de los territorios y la de quienes los habitan; sobre la traición dolorosa, la soledad, la indefensión y el reproche cómo agentes determinantes que nos llevan a la guerra, al absurdo de la existencia…
Tal austeridad formal emociona por su candidez, su halo intimo, sin que por ello la ausencia de movimiento en el escenario deje de resultar coherente con aquello que quiere contar: el estancamiento de una sociedad pretérita que avanza al desastre, y que permanece enclaustrada, apenas sin poder comprender el mundo exterior. Sin la espectacularidad del montaje de Divinas palabras emprendido por Gerardo Vera ni la sofisticación escénica de Gorda, Leonor de Aquitania devuelve al teatro su pureza conceptual, dando absoluta primacía a los gestos y a las palabras, provocando la profunda emoción de los asistentes. Porque la inmovilidad escénica opera de reflejo del estancamiento de una sociedad abocada a la destrucción- Y lo hace sirviéndose de un elenco extraordinario. Marta Puig compone una Leonor malherida y orgullosa, que se ve despojada de todo aquello que posee, pero cuya férrea voluntad se ha traducido en una sangrienta colección de cadáveres, y que se dispone a emprender el viaje tras una vida desdichada… Daniel Muriel ejerce de espléndida voz de la conciencia que bascula entre la humildad y la lucidez. Si en La cena junto a Bruno Ciordia se convertía en el testigo ocular de una época a punto de cerrar página para abrir otra no menos violenta; en Leonor de Aquitania repite en parte esa función pero logrando imponer su mirada limpia sobre los acontecimientos. Alfredo Cernuda transforma a Juan Sin Tierra en un ser con capacidad de amar, pero cuya falta afectiva le conduce a la envidia y a una debilidad que pretende ocultar con un talante crispado. Sin olvidarnos del delicado trabajo de Mar Bordallo. Leonor de Aquitania es un conmovedor espectáculo, altamente recomendable no sólo para los interesados en la historia medieval, sino sobre todo en las miserias del mundo. Alejandro Cabranes Rubio
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