Por Alejandro Cabranes Rubio
Cuando en 1998 Bille August estrenó su versión de Los miserables no pocos cronistas la atacaron, describiéndola como un europuding, un concepto confuso cuyos ingredientes confieso no logro reconocer. Si bien la cinta no era ninguna maravilla y flaqueaba en algunos aspectos, cabe anotar que como adaptación poseía cierta dignidad que le negaron en virtud a sus apariencias: su carácter de coproducción y la presencia de estrellas como Liam Neeson pesaron en su contra a la hora de su valoración. Ahora Tom Tykwer va camino de caer en la misma suerte con El perfume (2006), pero con un agravante: si no fuera por su epílogo redundante, la película sería una obra maestra absoluta.
Proyecto acariciado durante mucho tiempo por Stanley Kubrick, El perfume posee no pocos elementos afines al responsable de Atraco perfecto. La historia de Jean Baptise (un Ben Whislaw perfecto), un muchacho de inigualable olfato que en su afán de crear un gran perfume asesina a mujeres para mezclar sus pieles con grasa, guarda no pocos paralelismos con la incomparable Barry Lyndon. El empleo de la voz en off genera un efecto distanciador que realza una voluntad analítica rigurosa, y no como un instrumento para paliar las insuficiencias narrativas de la película. Gracias a esa óptica distante se aprecia mejor las características comunes entre ambos personajes. Jean Baptise como el pícaro que protagonizase el filme de Kubrick nace en un entorno social deprimido en el cual va escalando y sometiendo a quienes salen a su paso, abriéndose brecha en la sociedad corporativa; preludiando a cada acto el estallido de una revolución incipiente. Su mera presencia destroza/acaba con la vida de aquellos que lo tomaron bajo su protección. Condenados a asumir el nuevo rol del hombre contemporáneo, Jean Baptise y Barry brillan allá donde sólo quedan vestigios del pasado: no es casualidad que el primer maestro de Baptise, Baldini (un eficaz Dustin Hoffman), con su peluca y polvos faciales parezca un fugitivo de la noche de los tiempos que se esfuerza por sobrevivir en un medio social que ya no domina. Frente a ellos Baptise hace cumplir su voluntad desafiando a los representantes del poder, a los que derrota fácilmente: ver el espléndido montaje que relaciona a uno de sus enemigos - que advierte ante una masa que la Iglesia lo destruirá- con el asesinato de otra nueva víctima…una monja.
El pánico, la esquizofrenia y la enfermiza obsesión de Baptise se traspasa a sus coetáneos, tal como señala la magnífica panorámica que vincula el pañuelo empapado en la nueva (y definitiva) fragancia con una prole que queda extasiada por el olor y les induce a participar en una orgía callejera…en una imagen que Passolini hubiese aplaudido a rabiar. Y de esta manera El perfume acaba revelándose como un certero estudio sobre aquello que Michael Haneke en La pianista no supo contar: la instalación de la locura en la cuna de una civilización corrupta a las puertas de su propia autodestrucción por culpa de una patología sexual no asumida. En el mundo post 11 de septiembre, post Irak, tal discurso cobra una vigencia inesperada, poniendo el énfasis en la importancia de las apariencias a la hora de presentarse anta la opinión pública.
Las apariencias pertenecen al terreno de la percepción, a lo sensitivo. De ahí que la puesta en escena de Tywker se articule en torno a la relación entre el olfato de Jean Baptise y las cosas (y personas) que huele. El perfume cuenta con no pocos espléndidos apuntes al respecto. Los insertos de los pescados putrefactos, las bocas que desprenden alientos fétidos, las ciruelas y los cabellos de las muchachas que pululan por la ciudad nacen, literalmente, de la necesidad de expresar la relación entre dichos objetos y las fosas nasales del protagonista. Como las panorámicas que comunican su nariz con un árbol, el mar y una joven llamada Laura (Rachel Hurd Wood), la misma esencia de la belleza. Con idéntico sentido las violaciones del raccord permiten al espectador trasladarse allá hasta donde alcanza la capacidad de Baptise para distinguir los olores, ya fuesen los de una rosa destilándose, los rizos de Laura, o el que genera una pareja que fornica en el otro extremo de una casa… Tres secuencias establecen esta estrategia con singular rigor. En la primera, Baptise percibe por primera vez la fragancia de una mujer: a medida que el olor de ésta va calando profundamente en su alma los planos que encuadran a su primera víctima son progresivamente más cerrados. En la segunda, Baldini le obliga a dar con la fórmula de un perfume: los insertos de los frascos con las esencias que componen éstos permiten al espectador seguir con plena nitidez el proceso mental del protagonista. En la tercera, éste proporciona un nuevo aroma a su mentor y aquel al saborearlo llega a una sensación de éxtasis: una steady camp lo introduce literalmente en los más maravillosos jardines del mundo.
De esta manera, la película encuentra una formulación expresiva a la altura de sus planteamientos teóricos. A riesgo de resultar exhaustivo no me resisto a destacar algunos pequeños ejemplos: el fundido en blanco –y que vuelve a hacer pensar en Barry Lyndon- que antecede al descubrimiento del cadáver virginal de una joven entre sus no menos blancas sábanas y que expresa el shock mental de un personaje; los planos que progresivamente se cierran sobre Baptise cuando éste asimila que los olores pueden ser conservados y que transmiten el impacto que sufre al recibir tal noticia; los encadenados que generan la sensación de triunfo e ilusión durante la estancia de Baptise en la tienda de Baldini; la magnífica elipsis con la que Tykwer resuelve el destino de la madre de su antihéroe; los primerísimos planos que muestran a Jean Baptise rociando perfume sobre su ropa, y que dan parte de su determinación…
Cuando en 1998 Bille August estrenó su versión de Los miserables no pocos cronistas la atacaron, describiéndola como un europuding, un concepto confuso cuyos ingredientes confieso no logro reconocer. Si bien la cinta no era ninguna maravilla y flaqueaba en algunos aspectos, cabe anotar que como adaptación poseía cierta dignidad que le negaron en virtud a sus apariencias: su carácter de coproducción y la presencia de estrellas como Liam Neeson pesaron en su contra a la hora de su valoración. Ahora Tom Tykwer va camino de caer en la misma suerte con El perfume (2006), pero con un agravante: si no fuera por su epílogo redundante, la película sería una obra maestra absoluta.
Proyecto acariciado durante mucho tiempo por Stanley Kubrick, El perfume posee no pocos elementos afines al responsable de Atraco perfecto. La historia de Jean Baptise (un Ben Whislaw perfecto), un muchacho de inigualable olfato que en su afán de crear un gran perfume asesina a mujeres para mezclar sus pieles con grasa, guarda no pocos paralelismos con la incomparable Barry Lyndon. El empleo de la voz en off genera un efecto distanciador que realza una voluntad analítica rigurosa, y no como un instrumento para paliar las insuficiencias narrativas de la película. Gracias a esa óptica distante se aprecia mejor las características comunes entre ambos personajes. Jean Baptise como el pícaro que protagonizase el filme de Kubrick nace en un entorno social deprimido en el cual va escalando y sometiendo a quienes salen a su paso, abriéndose brecha en la sociedad corporativa; preludiando a cada acto el estallido de una revolución incipiente. Su mera presencia destroza/acaba con la vida de aquellos que lo tomaron bajo su protección. Condenados a asumir el nuevo rol del hombre contemporáneo, Jean Baptise y Barry brillan allá donde sólo quedan vestigios del pasado: no es casualidad que el primer maestro de Baptise, Baldini (un eficaz Dustin Hoffman), con su peluca y polvos faciales parezca un fugitivo de la noche de los tiempos que se esfuerza por sobrevivir en un medio social que ya no domina. Frente a ellos Baptise hace cumplir su voluntad desafiando a los representantes del poder, a los que derrota fácilmente: ver el espléndido montaje que relaciona a uno de sus enemigos - que advierte ante una masa que la Iglesia lo destruirá- con el asesinato de otra nueva víctima…una monja.
El pánico, la esquizofrenia y la enfermiza obsesión de Baptise se traspasa a sus coetáneos, tal como señala la magnífica panorámica que vincula el pañuelo empapado en la nueva (y definitiva) fragancia con una prole que queda extasiada por el olor y les induce a participar en una orgía callejera…en una imagen que Passolini hubiese aplaudido a rabiar. Y de esta manera El perfume acaba revelándose como un certero estudio sobre aquello que Michael Haneke en La pianista no supo contar: la instalación de la locura en la cuna de una civilización corrupta a las puertas de su propia autodestrucción por culpa de una patología sexual no asumida. En el mundo post 11 de septiembre, post Irak, tal discurso cobra una vigencia inesperada, poniendo el énfasis en la importancia de las apariencias a la hora de presentarse anta la opinión pública.
Las apariencias pertenecen al terreno de la percepción, a lo sensitivo. De ahí que la puesta en escena de Tywker se articule en torno a la relación entre el olfato de Jean Baptise y las cosas (y personas) que huele. El perfume cuenta con no pocos espléndidos apuntes al respecto. Los insertos de los pescados putrefactos, las bocas que desprenden alientos fétidos, las ciruelas y los cabellos de las muchachas que pululan por la ciudad nacen, literalmente, de la necesidad de expresar la relación entre dichos objetos y las fosas nasales del protagonista. Como las panorámicas que comunican su nariz con un árbol, el mar y una joven llamada Laura (Rachel Hurd Wood), la misma esencia de la belleza. Con idéntico sentido las violaciones del raccord permiten al espectador trasladarse allá hasta donde alcanza la capacidad de Baptise para distinguir los olores, ya fuesen los de una rosa destilándose, los rizos de Laura, o el que genera una pareja que fornica en el otro extremo de una casa… Tres secuencias establecen esta estrategia con singular rigor. En la primera, Baptise percibe por primera vez la fragancia de una mujer: a medida que el olor de ésta va calando profundamente en su alma los planos que encuadran a su primera víctima son progresivamente más cerrados. En la segunda, Baldini le obliga a dar con la fórmula de un perfume: los insertos de los frascos con las esencias que componen éstos permiten al espectador seguir con plena nitidez el proceso mental del protagonista. En la tercera, éste proporciona un nuevo aroma a su mentor y aquel al saborearlo llega a una sensación de éxtasis: una steady camp lo introduce literalmente en los más maravillosos jardines del mundo.
De esta manera, la película encuentra una formulación expresiva a la altura de sus planteamientos teóricos. A riesgo de resultar exhaustivo no me resisto a destacar algunos pequeños ejemplos: el fundido en blanco –y que vuelve a hacer pensar en Barry Lyndon- que antecede al descubrimiento del cadáver virginal de una joven entre sus no menos blancas sábanas y que expresa el shock mental de un personaje; los planos que progresivamente se cierran sobre Baptise cuando éste asimila que los olores pueden ser conservados y que transmiten el impacto que sufre al recibir tal noticia; los encadenados que generan la sensación de triunfo e ilusión durante la estancia de Baptise en la tienda de Baldini; la magnífica elipsis con la que Tykwer resuelve el destino de la madre de su antihéroe; los primerísimos planos que muestran a Jean Baptise rociando perfume sobre su ropa, y que dan parte de su determinación…
Tal caudal de sugerencias visuales hallan en El perfume un marco atmosférico deliberadamente sucio y realista (y que bebe directamente de los mejores trabajos de Zeffirelli), en la que viven personajes bien matizados (Baptise a pesar de ser un asesino arrastra carencias afectivas y sufre en silencio su soledad; las víctimas también se comportan de forma expeditiva y cruel), muy bien interpretados por un elenco en el que acaso cabe mencionar al siempre estupendo Alan Rickman. Que una obra de tal talla intelectual y cinematográfica sea recibida con semejante tibieza a favor de fruslerías del calibre de Crash dice muy poco de la situación cultural en la que nos hallamos inmersos, necesitada urgentemente de las fragancias que Tom Tykwer ha capturado en un pedazo de buen cine
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