sábado, 24 de noviembre de 2007

Alatriste

ALATRISTE
Rocroi, Madrid, Bagdad
Por Alejandro Cabranes Rubio

Hace 22 años John H. Elliott en las postrimerías de su libro Richelieu y Olivares recordaba a los lectores que si bien la política del Conde Duque de Olivares había conducido a las revueltas de 1640, el Cardenal había dejado en herencia La Fronda a sus sucesores; y que ni el uno ni el otro habían sabido proporcionar la paz a Europa. No sin razón el autor de La España Imperial señalaba que con semejantes trayectorias ”fracaso” y “éxito” se convierten en términos vaciados de significado… Y si bien tal afirmación se cumple con dos de los tres válidos más estudiados de la primera mitad del siglo XVII, otro tanto cabría decirse de la centuria en sí misma considerada: en ella se libraron terribles batallas, pero alumbró la secularización de la política con la creación del primer sistema internacional; tales guerras propagaron la peste y otras enfermedades, pero su virulencia iría descendiendo hasta desaparecer en 1720; el hambre y el ejercicio de la vida militar incrementaron notablemente las tasas de mortalidad entre los jóvenes, si bien la introducción de nuevos alimentos y el inicio de la revolución científica permitirían alargar la esperanza de vida hasta el punto de que determinados demógrafos hablan sobre esos años cómo un periodo de crecimiento relativo. La sociedad corporativa se descomponía en pedazos con el nacimiento de la individualidad…

A pesar de esas matizaciones, en el subconsciente colectivo el siglo XVII permanece en la memoria como un siglo de derrotas; el siglo en el que la Corona de Castilla y Aragón perdería su hegemonía -un peregrino parámetro para hacer un balance de cualquier época y que deja en evidencia a aquellos que se sirven de la Historia para justificar nacionalismos estatales y locales-, bañado en sangre, perfumado con olores putrefactos, dominado por hombres sin escrúpulos (o directamente estúpidos) cuyas espaldas estaban cubiertas por sus serviciales patanes. Así las cosas, no es de extrañar que de él se hayan escrito relatos más elegiáticos que románticos, teñidos de un profundo pesimismo. La saga literaria de Pérez Reverte inspirada en la magnífica trilogía de Dumas sobre los mosqueteros –y que nadie lee en la actual como uno de los más sarnosos ataques al Antiguo Régimen en los tiempos de las revoluciones francesas e italianas- y su adaptación Alatriste son si duda la última muestra de todo ello: sus personajes principales son mercenarios, las batallas en general resultan poco épicas y sí en cambio desagradables, los protagonistas respiran un aire helado donde la carestía se ha adueñado de la existencia de la humanidad…

Ahora bien, ¿qué tiene que decirnos Díaz Yanés y Pérez Reverte sobre nuestro mundo actual a partir de ese mosaico?, ¿es Alatriste una vanidosa superproducción destinada a arrasar en taquilla o arrastra en su interior otras inquietudes, permitiendo otras formas de aproximación a su lectura de contenido? Y es ahí donde en su última secuencia –un plano al ralentí de su protagonista, el soldado Alatriste, a punto de perecer en Rocroi tras haber rechazado salvar la vida- donde cualquier espectador puede trazar sus comparaciones con ese mundo donde la gente se vende al mejor postor; en el que a cada rato perece uno más en el frente por muy pocos escudos, destruyendo todas las cosas hermosas mientras la tragedia prosigue y seguimos muriendo por culpa de aquellos que ambicionan la cruel venganza o riquezas ajenas, actuando como si el mundo estuviese hecho a su medida. En el Rocroi de ayer, en el Madrid de un 11 M y en el Bagdad de hoy se apilan los cuerpos mal heridos y la refriega no cesa… Alatriste no es una narcisa superproducción donde se venden los logros de un extraordinario diseño de producción y el encanto de un reparto de estrellas (Blanca Portillo, Unax Ugalde, Eduardo Noriega, Eduard Fernández…) secundado por otros intérpretes habituales del panorama televisivo (Jesús Royman, Nicolás Belmonte, Alex O´Dogherty) que sólo tienen en común a un director de casting (Luis San Narciso) que ha vuelto a confiar en sus apuestas habituales –dicho sin ánimo peyorativo-. No, Alatriste en primer término se erige en una metáfora sobre un mundo en descomposición en el que sólo la resistencia física y la conservación de la memoria a través de la palabra escrita permiten decelerar el proceso: de ahí que su última imagen sea ese ralentí arriba señalado, de ahí que el último rostro que veamos sea el de Viggo Mortensen -la viva imagen del hombre valeroso tras su paso por El señor de los anillos-; de ahí que las últimas palabras que oigamos sean las de Iñigo (Unax Ugalde), el hijo adoptivo del protagonista, evocando el recuerdo de quien se responsabilizara de su educación tras el fallecimiento de su propio padre en Flandes… No era el hombre más piadoso ni el más honesto, pero era un hombre valiente describía así Iñigo a Diego Alatriste…

…Hombre sin escrúpulos para aceptar dinero a cambio de asesinar, pero no para disparar el gatillo por la presencia de una mujer; ser sanguinario que puede matar a sus íntimos amigos si estos tienen una idea que supone quebrantar los acuerdos establecidos pero a la vez ser leal con quienes le procesan idéntico trato; solitario y sin deseos de tener ataduras, pero que puede perder grandes sumas de dinero por ofrecer un collar a la mujer de su vida; Diego Alatriste se mueve en un entorno de semejantes y a cada paso que da su idealismo, los buenos recuerdos se trocan en barbarie y muerte. Su amigo Quevedo (un excepcional Juan Echanove) le ratifica en su terrible desilusión hacia un régimen que el mismo contribuyó a asentar…. Su hijo Iñigo (un Unax Ugalde eficaz) se debate entre la admiración a su persona –y a su sentido de la individualidad- y cierto idealismo romántico que se desprende de su habilidad como el cronista que denuncia todos los días a las malas artes de la Inquisición y el poder; pero también capaz de frecuentar compañías no deseables, acometer viles acciones y acumular deudas sin remedio.

Por todo ello resulta una auténtica pena que Alatriste termine siendo una película muy por debajo de sus ambiciones. A ello contribuye cierto esteticismo mal entendido –cf. el plano que muestra a un hombre ataviado de negro sobre el cual se cierra el encuadre para encadenarlo con un fundido más preciosista que expresivo-, la añoranza de una mayor profundidad en ciertos conflictos que a veces ni siquiera merecen el menor desarrollo (el endeudamiento de Iñigo, la conspiración que el Inquisidor Fray Emilio cierne sobre Alatriste y su hijo por no haber matado al Duque de Buckingham en Madrid; el encarcelamiento de Quevedo…) que le restan cierta densidad y acentúan una sensación de precipitación poco aceptable; y unos personajes cuyos trazos a veces no están suficientemente definidos y cuyas ambigüedades están lejos de explorarse. De esa manera incluso alguno de los mejores momentos de la cinta se resienten notablemente de ello: la secuencia en la que Alatriste mata a su amigo Garrote (el siempre magnífico Antonio Dechent) por intentar llevarse el oro del rey carece de emotividad al descuidar el perfil de la relación entre los dos personajes; el momento en el que el Capitán regala a su amada María Castro (Ariadna Gil) un collar antes de que dicho personaje agonice está mejor planteado que resuelto…

Por todo ello Alatriste deja un cierto poso de insatisfacción que palian en gran medida sus aciertos, los cuales proceden de ámbitos distintos: a) su enfoque –ya esbozado en estas líneas y sobre el cual no merece la pena volver-, b) algunos aciertos de puesta en escena –cf. el momento en el que se abre el iris de la cámara y nos muestra a Iñigo de adulto, expresando que a partir de esa secuencia el resto del filme se contemplará a través de una nueva mirada: la de ese personaje; el estupendo arranque…-, c) su apuesta por el naturalismo expresivo (los duelos de espada están francamente bien rodados), d) el excelente y expresivo vestuario bien empleado narrativamente –cf. el plano detalle de las botas derruidas de Alatriste que define a un personaje que nunca finge lo que no es a pesar de encontrarse en presencia del Conde Duque-, e) algunos aciertos de casting. Entre estos cabe destacar ya no a los mencionados Echanove, Dechent y Ugalde, sino también a Eduard Fernández y Jesús Castejón principalmente… Elementos que sin duda hacen de Alatriste una película tan atractiva como irregular, el esbozo de una gran obra que reviste un indudable interés

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