Por Alejandro Cabranes Rubio
La venganza del Conde de Montecristo resulta mucho más satisfactoria que la anterior incursión de Kevin Reynolds en el género aventurero: Robin Hood, príncipe de los ladrones. Ello se debe a que el material de partida posee una solidez innegable y a que los responsables del filme aún aligerando (y suavizando) el contenido de la novela de Dumas logran sacar algún partido de las posibilidades dramáticas, sin renunciar a un tipo de montaje rápido: no estamos hablando de una película notable, pero al menos hace gala de cierta dignidad que la eleva por encima de otros filmes aventureros recientes, como la floja Piratas del mar del Caribe: la maldición de la perla negra. Para quienes, desconociendo la novela, siempre han pensado que “El conde de Montescrito” era una apología de la venganza de cariz reaccionario no tienen la oportunidad de redimir esa falsa impresión precipitada a raíz de un visionado de la película de Reynolds, por lo que sería recomendable que se entregasen a su lectura. “El conde de Montecristo”, como tantas otras obras de Dumas, es una dura diatriba contra el Antiguo Régimen. No deja de ser significativo que las profesiones de los personajes que consiguieron encarcelar al marinero Edmond Dantés correspondan con las altas esferas de la Francia de Carlos X, Luis Felipe de Orleáns y Guizot: el magistrado Villefort y el Conde Fernand Mondego son para Dumas símbolos de la mediocridad de los hombres de la Restauración. De ahí que la venganza del Conde de Montecristo sobre sus personas implique la venganza del tercer estado contra el poder. Kevin Reynolds y el guionista Jay Wolpert, a pesar de no sacarle todo el provecho dramático al material de partido, supieron a pesar de sus concesiones hacer una lectura correcta de la novela. Prueba de ello resulta la decisión de iniciar la película con la incursión de Dantés (Jim Cavaziel) y de Mondego (muy correcto Guy Pearce) en la isla de Elba, en busca de ayuda médica para el capitán de su barco, y donde Napoleón (Alex Norton) encomienda a Edmond el envío de una carta para el padre de Villefort.
Planificación y guión empiezan a perfilar las características de los personajes. Edmond y Fernand comparten el vino del Emperador en una velada donde recuerdan sus juegos infantiles, entre ellos la costumbre de regalarse una pieza de ajedrez cada vez que uno de ellos domina al otro en una determinada situación, y se hace evidente su camaradería. La fisura en esa amistad se produce en el momento en el que Napoleón entrega la carta a Edmond: Reynolds tiene el buen gusto de incluir un plano del futuro Conde Mondego espiando la conversación. Fernand se descubre como un hombre que sólo desea experimentar las pequeñas alegrías de la vidas que disfruta Edmond, entre ellas su eminente matrimonio con Mercedes (Dagmara Dominiczyk), y que por estas razones denuncia a su compañero instigado por Danglars (Albie Woodington), el segundo oficial, quien al regresar a Marsella se enfurece cuando Dantés es nombrado nuevo capitán de “El Fortuna” en detrimento de su persona. Instante en el cual se produce la mejor idea de puesta en escena de la película: en una escena Danglars pregunta a Fernand sobre los secretos que esconde Edmond, y en la siguiente unos oficiales arrestan al protagonista mientras cena con su padre y Mercedes de tal manera que la segunda se convierte en consecuencia directa de la anterior.
Así las cosas, Edmond quedará despojado de su vida y de su inocencia juvenil, tras huir por las calles de Marsella y refugiarse en casa de Fernand, quien confiesa que lo delató y lo entrega a las autoridades. El montaje que relaciona la conversación entre ambos con la lectura por parte de Fernand de la carta de Napoleón con la pieza de ajedrez que regala Mondego a su antiguo amigo, así como el plano en picado que resalta la insignificancia e indefensión de Edmond en la sala donde lo interroga Villefort (James Frain) expresan muy bien la pérdida de ingenuidad del protagonista, quien tras ser absuelto en principio por el magistrado revela el nombre del destinatario de la carta conspirativa, costándole el arresto en la cárcel del Castillo de If.
La estancia en If reserva a Edmond el conocimiento de la crueldad humana, ejemplificada en el despiadado alcailde (Michael Wincott), quien maltrata a sus presos inocentes con un látigo en cada aniversario de cautiverio. Reynolds consigue ilustrar el paso del tiempo eficazmente, observando las costumbres de Dantés en la celda. El encuentro con otro prisionero que cava un túnel hacia el exterior, el Abad de Faria (un Richard Harris sarcástico), replantea la vida futura de Edmond. De ahí que la puesta en escena presente una ruptura de tono para marcar el antes y después del inicio de su amistad: el travelling que relaciona el plato de comida proporcionado por los guardianes con el rostro de Dantés, dotado de cierta violencia, anuncia la irrupción del Abad en su celda a través del suelo.
Hasta aquí todas las cosas buenas que se pueden decir de La venganza del Conde de Montecristo, a la que se puede reprochar –insisto- no haber sido más incisiva. El hecho de que Mercedes apenas contenga entidad como personaje; que el duelo final entre Mondego y Edmond esté rodado de forma precipitada (parece que en la traca final de la película tuviesen prisa por “despachar” la venganza), y que la banda sonora de Ed Shearmur no se halle a la altura de las circunstancias revierte en una pérdida de densidad narrativa. Lo peor, sin embargo, consiste en ciertas concesiones hollywoodienses –no faltan planos de Mercedes y Edmond dándose un beso en la oscuridad de la noche- que sobre todo perjudican la recta final de la película, donde un epílogo muy complaciente –Edmond emprenderá una nueva vida junto con Mercedes y su hijo Alberto- y un horrible plano de las paredes de If escritas por algún prisionero –en la que se resalta que Díos, en último término, reparte justicia-, se puede interpretar como una de esas codas comerciales que están a punto de arruinar las virtudes de un filme que, por lo demás, atesora solvencia narrativa: oficio
Texto escrito en 2003
La venganza del Conde de Montecristo resulta mucho más satisfactoria que la anterior incursión de Kevin Reynolds en el género aventurero: Robin Hood, príncipe de los ladrones. Ello se debe a que el material de partida posee una solidez innegable y a que los responsables del filme aún aligerando (y suavizando) el contenido de la novela de Dumas logran sacar algún partido de las posibilidades dramáticas, sin renunciar a un tipo de montaje rápido: no estamos hablando de una película notable, pero al menos hace gala de cierta dignidad que la eleva por encima de otros filmes aventureros recientes, como la floja Piratas del mar del Caribe: la maldición de la perla negra. Para quienes, desconociendo la novela, siempre han pensado que “El conde de Montescrito” era una apología de la venganza de cariz reaccionario no tienen la oportunidad de redimir esa falsa impresión precipitada a raíz de un visionado de la película de Reynolds, por lo que sería recomendable que se entregasen a su lectura. “El conde de Montecristo”, como tantas otras obras de Dumas, es una dura diatriba contra el Antiguo Régimen. No deja de ser significativo que las profesiones de los personajes que consiguieron encarcelar al marinero Edmond Dantés correspondan con las altas esferas de la Francia de Carlos X, Luis Felipe de Orleáns y Guizot: el magistrado Villefort y el Conde Fernand Mondego son para Dumas símbolos de la mediocridad de los hombres de la Restauración. De ahí que la venganza del Conde de Montecristo sobre sus personas implique la venganza del tercer estado contra el poder. Kevin Reynolds y el guionista Jay Wolpert, a pesar de no sacarle todo el provecho dramático al material de partido, supieron a pesar de sus concesiones hacer una lectura correcta de la novela. Prueba de ello resulta la decisión de iniciar la película con la incursión de Dantés (Jim Cavaziel) y de Mondego (muy correcto Guy Pearce) en la isla de Elba, en busca de ayuda médica para el capitán de su barco, y donde Napoleón (Alex Norton) encomienda a Edmond el envío de una carta para el padre de Villefort.
Planificación y guión empiezan a perfilar las características de los personajes. Edmond y Fernand comparten el vino del Emperador en una velada donde recuerdan sus juegos infantiles, entre ellos la costumbre de regalarse una pieza de ajedrez cada vez que uno de ellos domina al otro en una determinada situación, y se hace evidente su camaradería. La fisura en esa amistad se produce en el momento en el que Napoleón entrega la carta a Edmond: Reynolds tiene el buen gusto de incluir un plano del futuro Conde Mondego espiando la conversación. Fernand se descubre como un hombre que sólo desea experimentar las pequeñas alegrías de la vidas que disfruta Edmond, entre ellas su eminente matrimonio con Mercedes (Dagmara Dominiczyk), y que por estas razones denuncia a su compañero instigado por Danglars (Albie Woodington), el segundo oficial, quien al regresar a Marsella se enfurece cuando Dantés es nombrado nuevo capitán de “El Fortuna” en detrimento de su persona. Instante en el cual se produce la mejor idea de puesta en escena de la película: en una escena Danglars pregunta a Fernand sobre los secretos que esconde Edmond, y en la siguiente unos oficiales arrestan al protagonista mientras cena con su padre y Mercedes de tal manera que la segunda se convierte en consecuencia directa de la anterior.
Así las cosas, Edmond quedará despojado de su vida y de su inocencia juvenil, tras huir por las calles de Marsella y refugiarse en casa de Fernand, quien confiesa que lo delató y lo entrega a las autoridades. El montaje que relaciona la conversación entre ambos con la lectura por parte de Fernand de la carta de Napoleón con la pieza de ajedrez que regala Mondego a su antiguo amigo, así como el plano en picado que resalta la insignificancia e indefensión de Edmond en la sala donde lo interroga Villefort (James Frain) expresan muy bien la pérdida de ingenuidad del protagonista, quien tras ser absuelto en principio por el magistrado revela el nombre del destinatario de la carta conspirativa, costándole el arresto en la cárcel del Castillo de If.
La estancia en If reserva a Edmond el conocimiento de la crueldad humana, ejemplificada en el despiadado alcailde (Michael Wincott), quien maltrata a sus presos inocentes con un látigo en cada aniversario de cautiverio. Reynolds consigue ilustrar el paso del tiempo eficazmente, observando las costumbres de Dantés en la celda. El encuentro con otro prisionero que cava un túnel hacia el exterior, el Abad de Faria (un Richard Harris sarcástico), replantea la vida futura de Edmond. De ahí que la puesta en escena presente una ruptura de tono para marcar el antes y después del inicio de su amistad: el travelling que relaciona el plato de comida proporcionado por los guardianes con el rostro de Dantés, dotado de cierta violencia, anuncia la irrupción del Abad en su celda a través del suelo.
La influencia del Abad –descrito como un hombre de Bonaparte que renunció a su cargo cuando ordenó quemar una iglesia con gente dentro, y que desde entonces predica el perdón y la bondad- sobre Edmond abarca varios ámbitos, desde la adquisición de una “cultura inmaterial” –que comprende el conocimiento sobre la lengua francesa y las leyes de Newton como la lectura de Adam Smith y Maquiavelo- a la riqueza material (el Abad le proporciona el mapa de un tesoro oculto en la isla de Montecristo), pasando por la propia comprensión de su pasado, visualizada a través de una fuga mental del futuro Conde de Montecristo que recoge su sospecha de que el padre de Villefort era el cómplice de Napoleón. Edmond se convierte de esta manera en el prototipo de hombre contemporáneo. A partir de entonces su ansía de libertad incrementa. El montaje que relaciona las indicaciones del Abad para despistar a sus guardianes con su puesta en práctica reafirman la obsesión de ambos hombres por abandonar If, anhelo que Edmond consuma cuando fallezca su mentor en la excavación de un túnel. El regreso a la civilización implicará para Edmond revivir las traumáticas experiencias (cuando desembarca en Marsella, Reynolds inserta un flash-back de la entrada en el mismo puerto trece años antes) y la oportunidad de vengarse, tras aprovisionarse del tesoro.
En todo el tiempo transcurrido desde el encierro en If han pasado muchas cosas. Fernand se ha convertido en un hombre que pierde el dinero en los casinos, elimina a los maridos de sus amantes, y, asociado con Villefort y Danglars, acumula tesoros a través de la práctica de la piratería. Mercedes se ha casado con Mondego después que, en pleno gobierno de “los 100 días”, le llegara el certificado de la muerte de Edmond esperando un hijo de éste. Villefort y Fernand han colaborado juntos en la ejecución de los asesinatos de sus respectivos padres para encarar mejor el regreso de Napoleón. La llegada del Conde de Montecristo -nombre que adopta Edmond tras recopilar una gran fortuna- hace tambalear su estabilidad. Progresivamente se descubre ante aquellos que lo traicionaron, no sin inducirles al delito. Kevin Reynolds logra que la identificación de Dantés a cargo de los traidores esté filmada con suma corrección. Mercedes durante una cena al ver jugar al Conde con su pelo se da cuenta de que el padre de su hijo ha regresado de entre los muertos (el plano detalle de los dedos de Edmond removiendo su cabello está plenamente justificado). Danglars, mientras se dedica –por orden de Villefort y Mondego- a robar las pertenencias de Montecristo, es detenido por la policía y segundos antes de fallecer ahorcado es consciente de que el culpable de su muerte es la misma persona a la que hundió trece años atrás. Villefort confiesa sus crímenes a Edmond en un baño turco –cuyas características Reynolds aprovecha para sugerir el acoso que el Conde somete al magistrado-, sin saber que los oficiales también le escuchan tras unas cortinas. Fernand al encontrar el rey de un ajedrez depositado en un baúl entiende que su rival no anda lejos de si entorno.
En todo el tiempo transcurrido desde el encierro en If han pasado muchas cosas. Fernand se ha convertido en un hombre que pierde el dinero en los casinos, elimina a los maridos de sus amantes, y, asociado con Villefort y Danglars, acumula tesoros a través de la práctica de la piratería. Mercedes se ha casado con Mondego después que, en pleno gobierno de “los 100 días”, le llegara el certificado de la muerte de Edmond esperando un hijo de éste. Villefort y Fernand han colaborado juntos en la ejecución de los asesinatos de sus respectivos padres para encarar mejor el regreso de Napoleón. La llegada del Conde de Montecristo -nombre que adopta Edmond tras recopilar una gran fortuna- hace tambalear su estabilidad. Progresivamente se descubre ante aquellos que lo traicionaron, no sin inducirles al delito. Kevin Reynolds logra que la identificación de Dantés a cargo de los traidores esté filmada con suma corrección. Mercedes durante una cena al ver jugar al Conde con su pelo se da cuenta de que el padre de su hijo ha regresado de entre los muertos (el plano detalle de los dedos de Edmond removiendo su cabello está plenamente justificado). Danglars, mientras se dedica –por orden de Villefort y Mondego- a robar las pertenencias de Montecristo, es detenido por la policía y segundos antes de fallecer ahorcado es consciente de que el culpable de su muerte es la misma persona a la que hundió trece años atrás. Villefort confiesa sus crímenes a Edmond en un baño turco –cuyas características Reynolds aprovecha para sugerir el acoso que el Conde somete al magistrado-, sin saber que los oficiales también le escuchan tras unas cortinas. Fernand al encontrar el rey de un ajedrez depositado en un baúl entiende que su rival no anda lejos de si entorno.
Hasta aquí todas las cosas buenas que se pueden decir de La venganza del Conde de Montecristo, a la que se puede reprochar –insisto- no haber sido más incisiva. El hecho de que Mercedes apenas contenga entidad como personaje; que el duelo final entre Mondego y Edmond esté rodado de forma precipitada (parece que en la traca final de la película tuviesen prisa por “despachar” la venganza), y que la banda sonora de Ed Shearmur no se halle a la altura de las circunstancias revierte en una pérdida de densidad narrativa. Lo peor, sin embargo, consiste en ciertas concesiones hollywoodienses –no faltan planos de Mercedes y Edmond dándose un beso en la oscuridad de la noche- que sobre todo perjudican la recta final de la película, donde un epílogo muy complaciente –Edmond emprenderá una nueva vida junto con Mercedes y su hijo Alberto- y un horrible plano de las paredes de If escritas por algún prisionero –en la que se resalta que Díos, en último término, reparte justicia-, se puede interpretar como una de esas codas comerciales que están a punto de arruinar las virtudes de un filme que, por lo demás, atesora solvencia narrativa: oficio
Texto escrito en 2003
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