Diamantes para la eternidad (Diamonds are forever, 1971), séptima película sobre James Bond, supuso el retorno a la saga de dos de sus artífices. Por un lado, el director Guy Hamilton, responsable de James Bond contra Goldfinger (Goldfinger, 1963), el título mejor considerado de toda la franquicia. Por otro, el actor Sean Connery quien con su porte devolvía al agente secreto británico de esa invulnerabilidad que se quebró en 007 al servicio de su majestad (On her Majety´s Secrer Service, Peter Hunt, 1969). El actor sólo volvería a encarnar al personaje para burlarse de él en 1982, mientras que el realizador –como indicaba Quim Casas- se encargó de llevar a cabo la transición entre la etapa Connery y la de Roger Moore. Que Shirley Bassey cantase la canción principal no deja de activar ese proceso de identificación nostálgica del personaje. Frente a esos regresos destaca un fichaje: Tom Mankiewicz, el hijo de Joseph Lee Mankiewicz, quien trató al mito de la misma manera a través de la cual describió a Superman en la película homónima de Richard Donner, es decir obligando a confrontar a la leyenda con la realidad. Mankiewicz de esta manera enfrentó a Bond con la conflictividad social estadounidense y con los peligros de la crisis del petróleo. Diamantes para la eternidad es un compendio de ambas etapas. El tipo de trama remite al de los primeros filmes (Blofed, esta vez interpretado por Charles Gray, controla el lanzamiento de un satélite que puede destrozar varias ciudades) y la interpretación de Connery (para mi gusto la mejor que ofreció sobre el personaje) destaca por una sobriedad que se antepone a la blandura característica de Roger Moore. Y sin embargo, se avecinan varios cambios.
Varios detalles sitúan a Bond ante el mundo futuro: conduce un vehículo lunar, vive de primera mano el mundo de los casinos, y no puede actuar contra Blofeld porque este ha manipulado su cuerpo. Sin embargo, Diamantes para la eternidad no sólo es la génesis de Moonraker (Lewis Gilbert 1979), y lo es porque hay determinados detalles que evidencian unos síntomas de desencantos clarividentes, entre los cuales resulta imposible dejar de mencionar el espíritu crítico de Félix Leiter (Norman Burton) hacia su homólogo británico, o el hecho de que una misionera viejecita participe en el tráfico de diamantes mientras cuida de unos niños, a los que no duda en presentar a dos matones de Blofeld, el Señor Kidd (Putter Smith) y Sr. Wint (Bruce Glover). Los ácidos comentarios de estos, el retrato de la traficante Tiffany (Jill St. John), así como la forma de filmar determinadas secuencias en absoluto divertidas (como en la que se lanza a una buscavidas de Las Vegas por una ventana, y que aterriza en una piscina: el hecho de que esta sea interpretada por Lana Wood, hermana de Natalie, no deja de ser una macabra coincidencia) anticipan varias de los síntomas de identidad de la saga Bond en la década de los setenta.
Entre estos síntomas de identidad anotar algunos tan positivos como la habilidad de Guy Hamilton para crear una atmósfera opresora, y que brilla en determinadas secuencias: los primeros asesinatos de Kidd y Wint en el desierto; la pelea en el ascensor entre Bond y un traficante; el montaje que relaciona los informes que proporciona M (Bernard Lee) a Bond sobre el flujo de diamantes con las actividades ilegales que giran en torno a ellos; la confrontación entre 007 y Blofeld en un lujoso apartamento de Las Vegas, o el descubrimiento del cadáver de una mujer en la piscina.
Entre los negativos, destacar el desaprovechamiento del antagonismo entre Blofeld y 007, la dispersión de la trama, la absoluta deshumanización de los personajes debido a la idea de los productores de trabajar en una dirección opuesta a 007 al servicio de su majestad hasta extremos desmedidos, y sobre todo el absurdo carácter gratuito de muchas secuencias: el enfrentamiento del agente británico con unas tales Bambi y Pluto; una persecución policial por las calles de la Vegas… A ello sumamos los habituales defectos de toda la saga y se saca la conclusión de que Diamantes para la eternidad posiblemente sea uno de los títulos más desequilibrados de la franquicia, a pesar de redimir parte de sus flaquezas con determinados detalles. Algo que ya no lograría la particularmente triste Vive y deja morir (Live and Let Die, Guy Hamilton, 1973), primer título de Roger Moore.
Varios detalles sitúan a Bond ante el mundo futuro: conduce un vehículo lunar, vive de primera mano el mundo de los casinos, y no puede actuar contra Blofeld porque este ha manipulado su cuerpo. Sin embargo, Diamantes para la eternidad no sólo es la génesis de Moonraker (Lewis Gilbert 1979), y lo es porque hay determinados detalles que evidencian unos síntomas de desencantos clarividentes, entre los cuales resulta imposible dejar de mencionar el espíritu crítico de Félix Leiter (Norman Burton) hacia su homólogo británico, o el hecho de que una misionera viejecita participe en el tráfico de diamantes mientras cuida de unos niños, a los que no duda en presentar a dos matones de Blofeld, el Señor Kidd (Putter Smith) y Sr. Wint (Bruce Glover). Los ácidos comentarios de estos, el retrato de la traficante Tiffany (Jill St. John), así como la forma de filmar determinadas secuencias en absoluto divertidas (como en la que se lanza a una buscavidas de Las Vegas por una ventana, y que aterriza en una piscina: el hecho de que esta sea interpretada por Lana Wood, hermana de Natalie, no deja de ser una macabra coincidencia) anticipan varias de los síntomas de identidad de la saga Bond en la década de los setenta.
Entre estos síntomas de identidad anotar algunos tan positivos como la habilidad de Guy Hamilton para crear una atmósfera opresora, y que brilla en determinadas secuencias: los primeros asesinatos de Kidd y Wint en el desierto; la pelea en el ascensor entre Bond y un traficante; el montaje que relaciona los informes que proporciona M (Bernard Lee) a Bond sobre el flujo de diamantes con las actividades ilegales que giran en torno a ellos; la confrontación entre 007 y Blofeld en un lujoso apartamento de Las Vegas, o el descubrimiento del cadáver de una mujer en la piscina.
Entre los negativos, destacar el desaprovechamiento del antagonismo entre Blofeld y 007, la dispersión de la trama, la absoluta deshumanización de los personajes debido a la idea de los productores de trabajar en una dirección opuesta a 007 al servicio de su majestad hasta extremos desmedidos, y sobre todo el absurdo carácter gratuito de muchas secuencias: el enfrentamiento del agente británico con unas tales Bambi y Pluto; una persecución policial por las calles de la Vegas… A ello sumamos los habituales defectos de toda la saga y se saca la conclusión de que Diamantes para la eternidad posiblemente sea uno de los títulos más desequilibrados de la franquicia, a pesar de redimir parte de sus flaquezas con determinados detalles. Algo que ya no lograría la particularmente triste Vive y deja morir (Live and Let Die, Guy Hamilton, 1973), primer título de Roger Moore.
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