sábado, 12 de enero de 2008

Juan Pastor


JUAN PASTOR: DIGNIDAD Y COMPROMISO
Por Alejandro Cabranes Rubio
Durante los ensayos de Odio a Hamlet, Raúl Fernández de Pablo y Ana Alonso debían entrar en un apartamento en el que una cortina de una pared se caía y dejaba relucir un retrato del actor John Barrymore. El director Juan Pastor daba palmas e indicaba a Raúl y Ana que recalcaban el factor sorpresa que podría sentir el público ante el hallazgo del cuadro; cuando el realidad esos personajes miraban el cuadro como si tal cosa y seguían “en lo suyo”. En otras palabras, debían mirar el piso y negociar el contrato como si no hubiera pasado nada. Juan pedía organicidad, no gestos impostados. Raúl y Ana a cada palmada de Juan liberaban de todo artificio a su interpretación.

Mirando la vista atrás a aquel otoño de 2006, me encuentro en condiciones de afirmar que aquella manera de dirigir no es más que una expresión de una forma de concebir el teatro. Si algo tienen en común los cinco montajes representados desde entonces en Guindalera (Odio a Hamlet, Traición, En torno a la gaviota, El juego de Yalta, La larga cena de navidad) es una cierta pureza e interés en explorar las maneras a través de las cuales nos relacionamos con el mundo que nos rodea, y a veces en contra de nuestra dignidad. Los cinco montajes nos hablan de la necesidad de asumir compromisos. El personaje de Raúl en Odio a Hamlet rechazaba una serie de televisión porque ese dinero fácil no le iba a hacer feliz. Por el contrario, la Nina que bordaba María Pastor en En torno a la gaviota sufría las consecuencias que aparejaban esa ausencia de compromisos: era un animal herido por el capricho de los hombres y mujeres de su entorno, y que también el mismo había asestado sus puñaladas mortales. En La larga cena de navidad María desoía el consejo de su madre (una conmovedora Ana Miranda) de apostar por su carrera musical, trayendo consigo la infidelidad. Y en esa misma obra Raúl se ganaba el odio de su hijo (Roberto: un enérgico Andrés Rus) sin lograr en la hora de la muerte su reconciliación. En Traición Raúl, María y Alex Tormo quedaban envueltos en una espiral de hipocresía que se traducía en el deterioro tanto de sus relaciones personales como de su entereza. Y la única forma de recuperar todos esos valores perdidos era viajar al pasado. Alex comentaba que para poder “realizar el viaje” iba despojando de cosas a su actuación, en vez de ir acumulando. Y para eso se precisa de autenticidad. Sólo mediante la organicidad interpretativa se consigue captar pedazos de vida en un espacio con un aforo limitado, pero con una capacidad infinita para representar las cosas que más nos importan sin traicionarlas (ya sé que es feo citarse a uno mismo, pero no sé expresarlo de otra forma).

Organicidad. Autenticidad. Dignidad. Compromiso. Rigor. Una ecuación que define todos los montajes de Guindalera, alla donde otros rescatan tradiciones casposas para articular sus propias ficciones. En su teatro la ausencia de mobiliario no debe ser entendida como un signo de pobreza presupuestaria, sino como un elemento que activa nuestra propia implicación hacia las imágenes que se representan en el escenario, pidiendo nuestra colaboración. Ir a Guindalera, al menos para mí, significa mirarnos en un espejo en el que también podemos reconocer más figuras. También contribuye a ello el trato directo de todo el personal con los espectadores. En sus paredes pienso que todavía vale la pena no sólo representar piezas teatrales, sino también hablar de ellas.

En ese punto debo darles las gracias a Juan, Teresa Valentín, Alex, Raúl, María, Josep Albert, Ana Alonso, Ana Miranda, José Maya, Andrés y más personas que aquí omito. Porque su trabajo me obliga a expresarme por escrito con un sentido de la disciplina mayor. Con un compromiso moral y afectivo superior al de otras ocasiones. Eso revierte en una mayor autoexigencia que me conduce a “depurar” mi propio estilo. Despojarlo de cosas, procurando corregir defectos, como el interés de “no dejarme nada en el tintero” aún a costa de interrumpir el hilo del discurso que construya. Las obras del director demandan en mi una caligrafía más reposada, fina y precisa. Menos marcada. Más orgánica. Una mayor sinceridad. La misma que Juan exigía a Raúl y Ana en los ensayos de Odio a Hamlet.

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