Por Alejandro Cabranes Rubio
Cada vez que alguien aborda un comentario sobre una película de animación de Walt Disney lo primero que se debe hacer es disculparse en caso de que a la persona en cuestión le haya gustado el filme en cuestión. No sólo por “la infección sentimental” endémica de todos los títulos que ha producido hasta el día de hoy, sino por su defensa de los valores tradicionales y sus odas a la unión familiar frente a las desgracias. Más considerando la cantidad de filmes excelentemente planteados y mal resueltos que uno ya ha visto, no estaría de más también recordar que las películas de Walt Disney, en muchos casos, pueden servir para algo más que para llevar al cine a los hijos y sobrinos: también ayudan a aprender cómo se puede escribir, filmar y montar una película.
Los rescatadores (The Rescuers, John Lounserby y Wolfgang Reitherman, 1977) es un excelente ejemplo de todo ello, si bien coincido con el crítico Tomás Fernández Valentí en el hecho de que su secuela, Los rescatadores en Cangulorandia (The Rescuers Down Over, Hendel Butoy y Mike Gabriel, 1991), atesora más méritos aún y no sólo por el perfeccionamiento de las técnicas de animación en el tiempo transcurrido entre el estreno de la una y la otra. A Los rescatadores más que faltarle los elementos de calidad de su sucesora, le sobran un par de defectos: las píldoras sentimentales en esta ocasión revisten además de convencionalismos temáticos, otros estéticos…
En ese sentido, las canciones que se escuchan en el metraje no aportan nada al desarrollo de la historia ni a la definición de personajes, y encima dan pie a un apunte de extrema cursilería: una niña secuestrada, Penny, mientras oye la música empieza a llorar y sus lágrimas caen a las aguas pantanosas donde dos villanos –Medusa y Snoops- la confinan para que se introduzca una cueva donde está escondido el diamante “el ojo del diablo”.
Por lo demás, Los rescatadores desmiente la crisis creativa de los estudios Disney en los setenta, ofreciendo un planteamiento muy divertido (dos ratoncitos, Bianca y Bernarda, se encargan de rescatar a Penny de las garras de Medusa) y sobre todo un sentido de lo atmosférico totalmente ausente en películas recientes que dicen pertenecer al género de aventuras.
Entre sus principales atractivos destaca la descripción de los decorados y los exteriores, que incluye una mirada a Nueva York nada glamourosa (orfanatos con un parqué gastado; la niebla invade la ciudad) como sobre todo del Valle del Diablo con su pantano sucio, adornado con juncos de desigual tamaño, donde se ubica la guarida de Medusa: un viejo barco cuya proa está destrozada por el moho de la madera…
El provecho dramático del decorado se hace patente en algunas buenas ideas de puesta en escena: el zoom que se aproxima al cascarón del barco desde el cual Penny arroja una nota incluida en una botella; la forma de filmar las impresiones de Bernardo y Bianca sobre lo que ven mientras sobrevuelan diversos lugares para llegar al Valle del Diablo; la expedición de la cueva y el hallazgo del “Ojo del Diablo” en el interior de una calavera a la luz de una linterna cuyos rayos provocan que el diamante “deslumbre” literalmente a Bernardo…
Ese trabajo sobre la decoración redondea las numerosas escenas de acción: el travelling que muestra el avance simultáneo de Medusa por su piso, y de Bianca sujeta a la maleta que transporta la villana; la panorámica que muestra cómo Bianca y Bernardo se esconden en los tubos de un órgano mientras los cocodrilos de Medusa tocan el instrumento para hacerlos salir de allí; el paso del primer plano frontal de los protagonistas con sus aliados en el Valle al plano general que informa sobre el hecho de que Penny ha sido atrapada por los reptiles en un nuevo intento de fuga; el travelling que relaciona el fracaso de la libélula Evinrude (que ha quedado atrapada en una botella al huir de unos murciélagos) con la espera de unos animales que esperan las órdenes de Bianca, y que Evinrude debía transmitir; el travelling que vincula en el mismo encuadre a los cocodrilos llevando en su boca a Penny (para depositarla en el barco) con Bianca y Bernardo atravesando el pantano…
Frente a esas escenas de suspense, muy efectivas, Los rescatadores destaca por su capacidad para integrar el género con el melodrama y la comedia. Véase sino el ejemplar flash back en el que el gato Rufus (que reside en el orfanato donde vivía la niña) evoca los momentos previos a la desaparición de una Penny triste porque no había sido adoptada por una pareja... O la brillante equiparación entre los pasajeros de diferentes nacionalidades que llegan al aeropuerto mientras salen de su equipaje ratones de esos mismos países que deben dilucidar en una suerte de reunión de Naciones Unidas cómo abordar el rescate de Penny; o el plano con grúa que subraya la determinación de Bianca de que le acompañe en la misión Bernardo –hasta entonces un simple bedel que ha quedado atrapado en la botella con el mensaje-, o la panorámica que relaciona la llegada de una nueva misión con el calendario donde se lee claramente una fecha: viernes 13…
Cada vez que alguien aborda un comentario sobre una película de animación de Walt Disney lo primero que se debe hacer es disculparse en caso de que a la persona en cuestión le haya gustado el filme en cuestión. No sólo por “la infección sentimental” endémica de todos los títulos que ha producido hasta el día de hoy, sino por su defensa de los valores tradicionales y sus odas a la unión familiar frente a las desgracias. Más considerando la cantidad de filmes excelentemente planteados y mal resueltos que uno ya ha visto, no estaría de más también recordar que las películas de Walt Disney, en muchos casos, pueden servir para algo más que para llevar al cine a los hijos y sobrinos: también ayudan a aprender cómo se puede escribir, filmar y montar una película.
Los rescatadores (The Rescuers, John Lounserby y Wolfgang Reitherman, 1977) es un excelente ejemplo de todo ello, si bien coincido con el crítico Tomás Fernández Valentí en el hecho de que su secuela, Los rescatadores en Cangulorandia (The Rescuers Down Over, Hendel Butoy y Mike Gabriel, 1991), atesora más méritos aún y no sólo por el perfeccionamiento de las técnicas de animación en el tiempo transcurrido entre el estreno de la una y la otra. A Los rescatadores más que faltarle los elementos de calidad de su sucesora, le sobran un par de defectos: las píldoras sentimentales en esta ocasión revisten además de convencionalismos temáticos, otros estéticos…
En ese sentido, las canciones que se escuchan en el metraje no aportan nada al desarrollo de la historia ni a la definición de personajes, y encima dan pie a un apunte de extrema cursilería: una niña secuestrada, Penny, mientras oye la música empieza a llorar y sus lágrimas caen a las aguas pantanosas donde dos villanos –Medusa y Snoops- la confinan para que se introduzca una cueva donde está escondido el diamante “el ojo del diablo”.
Por lo demás, Los rescatadores desmiente la crisis creativa de los estudios Disney en los setenta, ofreciendo un planteamiento muy divertido (dos ratoncitos, Bianca y Bernarda, se encargan de rescatar a Penny de las garras de Medusa) y sobre todo un sentido de lo atmosférico totalmente ausente en películas recientes que dicen pertenecer al género de aventuras.
Entre sus principales atractivos destaca la descripción de los decorados y los exteriores, que incluye una mirada a Nueva York nada glamourosa (orfanatos con un parqué gastado; la niebla invade la ciudad) como sobre todo del Valle del Diablo con su pantano sucio, adornado con juncos de desigual tamaño, donde se ubica la guarida de Medusa: un viejo barco cuya proa está destrozada por el moho de la madera…
El provecho dramático del decorado se hace patente en algunas buenas ideas de puesta en escena: el zoom que se aproxima al cascarón del barco desde el cual Penny arroja una nota incluida en una botella; la forma de filmar las impresiones de Bernardo y Bianca sobre lo que ven mientras sobrevuelan diversos lugares para llegar al Valle del Diablo; la expedición de la cueva y el hallazgo del “Ojo del Diablo” en el interior de una calavera a la luz de una linterna cuyos rayos provocan que el diamante “deslumbre” literalmente a Bernardo…
Ese trabajo sobre la decoración redondea las numerosas escenas de acción: el travelling que muestra el avance simultáneo de Medusa por su piso, y de Bianca sujeta a la maleta que transporta la villana; la panorámica que muestra cómo Bianca y Bernardo se esconden en los tubos de un órgano mientras los cocodrilos de Medusa tocan el instrumento para hacerlos salir de allí; el paso del primer plano frontal de los protagonistas con sus aliados en el Valle al plano general que informa sobre el hecho de que Penny ha sido atrapada por los reptiles en un nuevo intento de fuga; el travelling que relaciona el fracaso de la libélula Evinrude (que ha quedado atrapada en una botella al huir de unos murciélagos) con la espera de unos animales que esperan las órdenes de Bianca, y que Evinrude debía transmitir; el travelling que vincula en el mismo encuadre a los cocodrilos llevando en su boca a Penny (para depositarla en el barco) con Bianca y Bernardo atravesando el pantano…
Frente a esas escenas de suspense, muy efectivas, Los rescatadores destaca por su capacidad para integrar el género con el melodrama y la comedia. Véase sino el ejemplar flash back en el que el gato Rufus (que reside en el orfanato donde vivía la niña) evoca los momentos previos a la desaparición de una Penny triste porque no había sido adoptada por una pareja... O la brillante equiparación entre los pasajeros de diferentes nacionalidades que llegan al aeropuerto mientras salen de su equipaje ratones de esos mismos países que deben dilucidar en una suerte de reunión de Naciones Unidas cómo abordar el rescate de Penny; o el plano con grúa que subraya la determinación de Bianca de que le acompañe en la misión Bernardo –hasta entonces un simple bedel que ha quedado atrapado en la botella con el mensaje-, o la panorámica que relaciona la llegada de una nueva misión con el calendario donde se lee claramente una fecha: viernes 13…
Puede que Los rescatadores no tenga un discurso propio digno de considerarse tal (la victoria de la inocencia frente al fracaso de la falta de escrúpulos), pero a pesar de esas infecciones sentimentales sabe de sobra cómo contar una historia en un metraje ajustado (71 minutos) e insuflarla de emoción, intriga, suspense. De sentido del cine.
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