Por Alejandro Cabranes Rubio
Una función reciente titulada Como abejas atrapadas por la miel demuestra que hay una serie de obras de teatro cuyo discurso más interesante no es el que se encuentra en su superficie, sino en el que emana de su puesta en escena. La mujer de negro, la adaptación de Susan Hill, dirigida por Eduardo Bazo se adhiere a esas muestras. Pero hay más semejanzas: Como abejas atrapadas por la miel cuenta con una primera mitad que parece mecánica, y una segunda en la que se logra justificar esa mecanicidad puesto que previamente sólo había espacio para la farsa ideada de manera automática por una arribista. Por tanto el montaje dirigido por Esteve Ferrer reflexionaba no tanto sobre el precio del éxito como de los mecanismos a través de las cuales las personas construyen y maquinan sus propias historias. Frente al carácter mecánico que emanan de las charadas de la protagonista; la creación que lleva a cabo el personaje masculino central es dinámica, única, excepcional; y en consecuencia la función ganaba enteros porque su puesta en escena era –de acuerdo a lo representado- “menos plana”, dejando con un buen sabor de boca al espectador, y que ya había olvidado la apatía de esa primera mitad porque la entendía como una opción coherente. La mujer de negro comparte con Como abejas atrapadas en la miel ese discurso sobre cómo crear una comedia desde el artificio del teatro, y como en consecuencia unos personajes se ponen en escena.
Allí es donde descansa lo más apreciable de La mujer de negro, que vaya por delante debe mucho al tour de force interpretativo de un Emilio Gutiérrez Caba que despliega una cantidad de registros impresionante, y que en cierta medida suple las deficiencias del texto original. En otras palabras, La mujer de negro puede servir de ejemplo de cómo un libreto plano, que se pretende misterioso y que quiere evocar el recuerdo del Henry James de Otra vuelta de tuerca. Una pieza que se vale para sus fines de una serie de convenciones que remiten a una estética determinada, que no a un agudo retrato crítico sobre la sociedad de la época (léase su esencia). Si uno analiza La mujer de negro desde ese punto de vista sólo se encuentra una vulgar trama (un hombre, Arthur Kipps, pretende difundir sus vivencias en una etapa de su vida en la que hubo de enfrentarse a unos elementos sobrenaturales), a la que pretenden dotar de cierto empaque a través de un empleo del sonido y de la iluminación… Sin embargo hay otra manera que permite disfrutar del espectáculo: La mujer de negro no sólo utiliza ese artificio y esas convenciones, sino que las asume para construir un discurso sobre cómo con cuatro elementos en el teatro se puede representar cualquier tipo de situaciones, por mucho que éstas no presenten ningún tipo de reflexión en su interior.
Una función reciente titulada Como abejas atrapadas por la miel demuestra que hay una serie de obras de teatro cuyo discurso más interesante no es el que se encuentra en su superficie, sino en el que emana de su puesta en escena. La mujer de negro, la adaptación de Susan Hill, dirigida por Eduardo Bazo se adhiere a esas muestras. Pero hay más semejanzas: Como abejas atrapadas por la miel cuenta con una primera mitad que parece mecánica, y una segunda en la que se logra justificar esa mecanicidad puesto que previamente sólo había espacio para la farsa ideada de manera automática por una arribista. Por tanto el montaje dirigido por Esteve Ferrer reflexionaba no tanto sobre el precio del éxito como de los mecanismos a través de las cuales las personas construyen y maquinan sus propias historias. Frente al carácter mecánico que emanan de las charadas de la protagonista; la creación que lleva a cabo el personaje masculino central es dinámica, única, excepcional; y en consecuencia la función ganaba enteros porque su puesta en escena era –de acuerdo a lo representado- “menos plana”, dejando con un buen sabor de boca al espectador, y que ya había olvidado la apatía de esa primera mitad porque la entendía como una opción coherente. La mujer de negro comparte con Como abejas atrapadas en la miel ese discurso sobre cómo crear una comedia desde el artificio del teatro, y como en consecuencia unos personajes se ponen en escena.
Allí es donde descansa lo más apreciable de La mujer de negro, que vaya por delante debe mucho al tour de force interpretativo de un Emilio Gutiérrez Caba que despliega una cantidad de registros impresionante, y que en cierta medida suple las deficiencias del texto original. En otras palabras, La mujer de negro puede servir de ejemplo de cómo un libreto plano, que se pretende misterioso y que quiere evocar el recuerdo del Henry James de Otra vuelta de tuerca. Una pieza que se vale para sus fines de una serie de convenciones que remiten a una estética determinada, que no a un agudo retrato crítico sobre la sociedad de la época (léase su esencia). Si uno analiza La mujer de negro desde ese punto de vista sólo se encuentra una vulgar trama (un hombre, Arthur Kipps, pretende difundir sus vivencias en una etapa de su vida en la que hubo de enfrentarse a unos elementos sobrenaturales), a la que pretenden dotar de cierto empaque a través de un empleo del sonido y de la iluminación… Sin embargo hay otra manera que permite disfrutar del espectáculo: La mujer de negro no sólo utiliza ese artificio y esas convenciones, sino que las asume para construir un discurso sobre cómo con cuatro elementos en el teatro se puede representar cualquier tipo de situaciones, por mucho que éstas no presenten ningún tipo de reflexión en su interior.
En esa operación por rescatar el lado más primitivo del teatro con esos recursos escénicos de iluminación y de sonido un tanto anacrónicos, La mujer de negro muestra su cara más simpática: es tal su pureza que no puede menos que conmover el esfuerzo de Gutiérrez Caba (insisto memorable), su compañero de reparto Jorge de Juan (que encarna a un actor que ayuda a Kipps a dar vida a sus memorias), Eduardo Bazo y los técnicos de sonido e iluminación; que sacan el mejor partido posible a un folleto que no está a su altura. Juntos logran que La mujer de negro ofrezca un completo catálogo sobre el provecho que se le puede sacar a un atrezzo: las luces del patio de butaca simbolizan la frontera entre la ficción y la realidad; una luz cenital sobre un personaje expresa su miedo; un foco que ilumina de lleno una puerta sugiere que detrás de ésta se encuentra algo/alguien; un baúl sirve para que los actores reproduzcan –con ayuda del sonido y su trabajo corporal- un viaje en un coche de caballos; el sonido de una noria puede preludiar una tragedia; la división espacial del decorado puede permitir que sin interrupciones nos adentremos en una solitaria taberna. El teatro es sólo artificio y en consecuencia una sábana ejerce de frontera entre el mundo real y el ficticio; y unas cortinas encierran elementos inquietantes… Son sólo unos ejemplos –hay mucho más-: de la misma manera que La mujer de negro como retrato sobre un ser humano que rememora sus peores pesadillas carece de espesor –bueno, sí, el que le confiere el gran Gutiérrez Caba-, cómo ejercicio didáctico sobre los límites del teatro resulta sistemático, divertido y hasta nostálgico; interrogándonos sobre nuestra capacidad de ponernos en escena.
No hay comentarios:
Publicar un comentario